sábado, 2 de mayo de 2015

Herencia de Amor Parte 3: Capítulo 24

—No me extraña —dijo Pedro.
Jason se inclinó hacia Paula, la besó en la mejilla y después le dio una palmada en el hombro a Pedro.
—Muchas gracias por estar aquí hoy. Significa mucho para nosotros.
—No nos lo habríamos perdido por nada del mundo.
Los Sampson se marcharon. Paula esperó a que estuvieran lejos y se llevó las manos a la cara.
—Iremos al infierno. Casi oigo cómo escriben nuestro nombre en las sillas.
—¿Van a darnos sillas en el infierno?
—Ya me entiendes —lo fulminó con la mirada.
—No ha pasado nada. Fuimos educados y corteses. Dentro de cinco minutos Kitty y Jason ni se acordarán de nosotros. Venga, puedes con esto. Mira, la orquesta está a punto de empezar.
—No es que quiera sentirme culpable.
—Entonces, no lo hagas. Vamos a un rincón para evitarnos problemas —mientras hablaba, la agarró de la mano y la condujo a un lateral de la habitación. Aunque su contacto fue casual, el cuerpo de ella reaccionó como si le hubiera arrancado el vestido y tirado sobre una mesa. Mejor... una cama.
Se derritió de dentro afuera. La necesidad de estar con él la sobrecogió, y eso era una locura. Sólo habían estado juntos una noche. Y aunque había sido fantástica, no debería haberle impactado tanto.
Quería estar con él, pero no sólo de forma sexual. Quería estar en sus brazos, charlando y riendo. Viéndolo sonreír, escuchando su voz y su perspectiva sobre el mundo. Quería... más.
—¿Mejor? —preguntó él, cuando se detuvieron en un rincón de la sala, cerca de la orquesta pero apartados del flujo de invitados—. Estamos actuando casi como espías al escondernos tras esta palmera.
—Sí —ella se relajó un poco—. Esto está mucho mejor. Noto cómo se calma mi culpabilidad.
—Excelente —él sonrió.
Ella sintió un cosquilleo que tenía algo que ver con su cercanía, pero también con el mero hecho de que era él. Se preguntó qué le ocurría, aún no había encontrado la respuesta cuando un camarero les ofreció una copa de champán.
—Los novios llegarán en unos minutos —les dijo—. Esto es para el brindis.
—No podemos —susurró Paula. Se soltó de Pedro y colocó las manos tras la espalda.
Pedro  aceptó las copas y dio las gracias al camarero. Cuando estuvieron solos, le ofreció una.
—Tenemos que hacerlo —le dijo—. No brindar por los novios sería grosero y de mal gusto.
—Esto no está bien —ella se mordió el labio inferior— De acuerdo, alzaremos las copas pero no beberemos.
—Ya —él sonrió de nuevo—. ¿Crees que cuando dejemos las copas alguien se beberá el contenido? Acéptalo, nena. Tienes que beber.
—Podríamos enterarnos de cuál es la sociedad benéfica favorita de Kitty y Jason y hacer una donación —Paula suspiró.
—Eres una tontuela —le dijo él, rodeando su cintura con un brazo—. Me gusta eso de ti.
El cosquilleo que sentía ella se intensificó. Un hombre, que debía de ser el padrino, se acercó al micrófono que había ante la orquesta.
—Damas y caballeros, por favor, únanse a mí para dar la bienvenida al señor y la señora Alex Sampson.
Todos vitorearon cuando entr aron los novios.
—Un brindis —siguió el padrino—, por una pareja que es la definición del amor. Por que cada día sea mejor que el anterior —alzó su copa. Todos los invitados hicieron lo mismo.
Paula hizo una mueca, alzó la suya y tomó un sorbo diminuto del ilícito champán.
—Es Dom Pérignon —le susurró Pedro.
—¿De verdad? —tomó otro sorbo. Estaba muy bueno. Pensó que si las familias podían permitirse un champán tan caro para esa multitud, dos copas robadas no eran algo tan grave—. Aceptaré el champán —murmuró—, pero no nos quedaremos a cenar.
—Claro que no. Sólo para un baile.
La orquesta empezó a tocar. Los novios salieron a la pista. Paula los ignoró y se concentró en la suave música. Era mucho más elegante que un pinchadiscos, sin llegar a ser cargante.
—Buena elección —dijo—. Me gusta la orquesta. Ahora vámonos.
—No tan rápido —él le quitó la copa y la dejó en una mesita. Luego la condujo a la pista.
—¿Qué? —ella intentó resistirse, sin éxito—. No podemos bailar.
—¿Por qué no? Todo el mundo lo hace.
Era cierto, varias parejas habían salido a la pista para unirse a los novios. Paula decidió que un baile no haría ningún daño. Tampoco era como si estuvieran comiendo. Así que se relajó en brazos de Pedro y descubrió que él tenía otro talento más. Bailaba mucho mejor que en el probador de la boutique.
—Eres muy bueno —dijo ella, después de que la hiciera girar sin esfuerzo—. ¿Clases?
—Años de clases —la atrajo hacia sí cuando el ritmo de la música se ralentizó.
Ella apoyó la cabeza en su hombro. Él tenía una mano en la parte baja de su espalda y la apretaba de una manera sensual y excitante.
—Nos iremos cuando acabe la canción —le dijo él al oído—. ¿Quieres ir a comer algo? —Sí.
—¿Comida para llevar?
Ella alzó la cabeza y lo miró. La pasión tornaba sus ojos oscuros como la noche.
—Sé lo que vas a decir —él apoyó un dedo en sus labios—. Que habíamos acordado no repetir. Que sería un error por muchas razones. Si es lo que deseas, no volveré a pedírtelo. Llevo toda la semana repitiéndome por qué sería mejor olvidarlo, pero no puedo. Te deseo, Paula.
Esas palabras habrían derrumbado muros mucho más fuertes que el de ella.
—Me habías convencido con lo de «comida para llevar» —musitó— Vámonos.

Fueron a casa de él porque estaba más cerca. Los diecisiete minutos de viaje se hicieron eternos, tal vez porque Alfonso pasó gran parte del tiempo mordisqueando sus dedos. La combinación de dientes, lengua y labios era muy excitante. Más de una vez se sintió tentada de pedirle que estacione y hacerlo allí mismo, en el coche.
No lo hizo porque aún era de día, no era una exhibicionista y pasar la noche en la cárcel no entraba en sus planes del día. Tampoco pasarla con Pedro, pero intentaba ser flexible en ciertos casos.
Llegaron a su casa y salieron del coche. Él abrió la puerta, la metió dentro, echó el cerrojo y la rodeó con sus brazos. Ella aceptó el abrazo, anticipando el calor de su beso.
No la decepcionó. Tenía la boca firme, hambrienta y sabía a champán. Introdujo la lengua en su boca e inició una danza apasionada.
Trazó círculos, incitándola, tentándola. Ella lo recibió con movimientos propios y después cerró los labios sobre su lengua y succionó con suavidad. Él gimió y ella sintió la presión de su erección. Ella ya se sentía húmeda e hinchada. Le dolían los pechos. Sintió una contracción al pensar en lo que estaba por llegar.
—Cama —murmuró él en su cuello—. Arriba. Ya.
Las instrucciones habrían resultado graciosas si ella no lo hubiera deseado tanto. Se obligó a apartarse de sus eróticos besos y fue hacia la escalera.
Antes de subir se quitó los zapatos. Él también.
A mitad de camino se detuvieron y se besaron de nuevo. Él buscó su cremallera y la bajó. Ella le quitó la chaqueta y empezó a aflojarle la corbata. Él se sacó la camisa del pantalón.
Aunque no solía ser agresiva en la cama, Paula no se consideraba tímida. Así que dio un paso atrás y movió los hombros para deshacerse del vestido, que cayó a sus pies.
Debajo llevaba un sujetador de encaje color lavanda y braguitas a juego. Pedro jadeó. Ella se llevó las manos a la espalda, desabrochó el sujetador, dejó que cayera al suelo y corrió escaleras arriba.
Él tardó un segundo en seguirla, pero la alcanzó muy pronto. Llegando al descansillo de la segunda planta, se lanzó hacia ella, la agarró y la detuvo. Ella soltó una risa y se volvió hacia él.
Estaba un escalón más abajo. Se arrancó la corbata del cuello, desabrochó la camisa y la tiró al suelo. Después capturó su pezón derecho con la boca.

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