—Algo que me encantaría ver, especialmente teniendo en cuenta el largo de tu falda —Paula se sonrojó y el rio suavemente—. No te preocupes. Estás perfecta. Sexy como el pecado, pero al mismo tiempo elegante. La longitud justa para mostrar que eres una mujer deseable sin que parezca que te estás exhibiendo.
—Vaya, supongo que eres un experto en ropa femenina —musitó, sintiéndose un poco avergonzada y, al mismo tiempo, alegrándose de haberse puesto la minifalda negra.
—Y ahora, ¿no crees que deberíamos presentarnos?
—¿Perdón?
—No nos conocemos, creo que este es el momento para las presentaciones.
Evidentemente, era otra forma de distanciarse de su propia realidad, del hecho de que trabajaran juntos. Él era el jefe, el director y copropietario de la Galería Comercial Alfonso's y ella una escaparatista. Pero se comportarían como si fueran dos perfectos desconocidos. No habría vínculos externos. Ni impedimentos. Ni expectativas. Quizá ni siquiera repercusiones.
—Creo que me gusta la idea.
—Me llamo Pedro —dijo él mientras llegaba la camarera con un par de enormes vasos.
La camarera se inclinó hacia él mientras colocaba las bebidas sobre la mesa y lo miraba con patente admiración. Paula se estremeció. Estaba coqueteando con un hombre devastadoramente atractivo, un hombre en el que se fijaría cualquier mujer. La ansiedad que hasta entonces la dominaba desapareció para ser sustituida por un nuevo sentimiento. Excitación, curiosidad...
—Pedro. Encantada de conocerte. Yo me llamo Claudia...
Pedro esperó a que se fuera la camarera para levantar su copa en un brindis. Paula levantó su vaso y esperó con expectación.
—Por las tormentas —dijo Pedro.
—Y por los desconocidos dispuestos a conocerse.
El primer trago de ponche fue suficiente para convencer a Paula de que no podía beber más de una copa.
—Vaya —jadeó, cuando cedió el fuego que abrasaba su garganta.
—¿Te gusta?
—Mucho. Pero es un poco fuerte —bebió de nuevo, y la sensación fue tan fuerte como la primera vez. Pero empezaba a acostumbrarse—. Eh, Pedro, háblame de ti.
Pedro se encogió de hombros.
—No hay mucho que contar. Trabajo demasiado. Como de todo lo que no hay que comer. No veo a mi familia todo lo que debería. Vivo en un apartamento en frente de la playa cuyo alquiler casi no puedo permitirme y nunca había visto tantos matices en el pelo de una mujer —alargó la mano y acarició sus rizos, haciendo que el corazón de Paula dejara de latir—. Oro, castaño, fuego... tiene que ser natural.
Paula levantó su vaso, bebió un sorbo, se atragantó y tosió.
—¿Estás bien?
—-Sí, estoy bien —respondió con voz atragantada—. ¿A qué te dedicas?
—Soy propietario de una empresa de jardinería.
Bueno, estaba dejándose llevar excesivamente por su imaginación, decidió Paula. Pero en fin, su fantasía era su fantasía, y, al fin y al cabo, ella misma había sido testigo de la atracción de Federico Alfonso por el aire libre. De modo que quizá aquel fuera un deseo que mantenía tan oculto como su irresistible sonrisa o la fuerza de sus brazos.
—¿Y tú, Claudia?
—Hum —intentó pensar en su más profundo deseo, en lo que haría si realmente pudiera dedicarse a lo que quisiera—. Estoy estudiando diseño gráfico y hago de vez en cuando algún trabajo por libre —suspiró complacida imaginándose a sí misma estudiando a tiempo completo y trabajando únicamente cuando se sentía especialmente creativa. Sonaba maravilloso.
—¿Tienes familia?
Paula pensó en la posibilidad de prolongar su fantasía, pero al final decidió confesar la verdad.
—Sí, una hermana guapísima y muy inteligente que está a punto de terminar este año el instituto, Sol. Y una madre maravillosamente creativa, aunque un poquito irresponsable, que parece que tiene mi edad. ¿Y tú?
—Algunos miembros de mi familia todavía viven por esta zona. Pero mis padres viven en Colorado desde que se jubilaron.
Paula dio otro sorbo a su bebida, sin atragantarse en aquella ocasión.
—¿Tienes novia? —no quería estropear la ilusión, pero de todas formas tenía que saberlo.
Pedro pareció darse cuenta de que, tras su aparente indiferencia, se ocultaba un verdadero interés. Le tomó la mano.
—No he salido en serio con nadie desde hace tres años: El trabajo me mantiene demasiado ocupado. Y todavía no he encontrado a la mujer ideal.
—¿Y cómo tiene que ser esa mujer? —fue incapaz de no preguntarlo.
—Tiene que tener el pelo oscuro y unos ojos sorprendentemente chocolates. Quisiera que le gustara la playa, que no tuviera miedo a probar cosas nuevas, como el paracaidismo o el windsurf. Paula se encogió de hombros.
—Yo no soporto las alturas. En cuanto subo a un lugar alto siento náuseas.
—Procuraré recordarlo —contestó Pedro, riendo suavemente.
—¿Entonces lo que buscas es una morena aventurera?
—No exactamente. Lo de aventurera está bien. Pero también tiene que tener una sonrisa maravillosa.
Paula se humedeció nerviosa los labios. Lo vio tomar aire y advirtió un ardiente fogonazo en su mirada.
—¿Y algo más? —le preguntó Paula, confundida y al mismo tiempo fascinada por la pasión que había reflejado su expresión.
—Sí, el sentido del humor es imprescindible.
Muy bien, por fin estaban llegando a alguna parte. A Paula le encantaba reírse. Su madre decía que tenía la capacidad de reírse de la vida, de encontrar motivos de diversión en cualquier cosa, y que esa era la mejor cualidad que podía tener una persona. Paula la había contradicho en más de una ocasión.
—Gracias, mamá. Tener una maravillosa melena o un tipo estupendo tampoco estaría mal. ¡Diablos, o un cerebro brillante! Alabar el sentido del humor de alguien es como decirle a una chica gordita que tiene una cara preciosa.
Por supuesto, la hermana Mary Francés había decidido que su sentido del humor le costaría por lo menos cien años de purgatorio.
—¿Te gustan las comedias antiguas, las películas de Laurel y Hardy? —le preguntó.
—Yo prefiero a Abbott y Costello —replicó Pedro.
—Bueno, yo también. ¿Y las películas de Mel Brooks?
—Oh, claro que sí.
—Vaya, por fin coincidimos en algo —dijo Paula, con una mirada esperanzada—. ¿Con eso puedo ahorrarme lo del paracaidismo?
—¿Alguna vez has hecho parapente?
—Por lo que tengo entendido, para eso también hay que alcanzar cierta altura.
—De acuerdo, entonces intentaré mantenerte en el suelo.
«Déjame donde quieras, siempre que te quedes conmigo». Paula dio un sorbo a su bebida y apartó inmediatamente aquel pensamiento de su mente.
—Está muy bueno —reconoció, mientras bebía los últimos tragos de ponche. Era extraño cómo había empezado a disfrutar de aquel fuerte sabor.
—No me importaría verte bailar encima de la mesa, o en cualquier otra parte. ¿Te apetece otra copa?
—Preferiría un vaso de agua —contestó. Primer tanto para la hermana Mary Francés.
—Yo tomaré otro.
Durante la hora siguiente, Paula se descubrió a sí misma verdaderamente embelesada por el hombre que tenía frente a ella. Federico, no, Pedro, era un hombre divertido, sexy, inteligente e irreverente. Le reía las bromas y se burlaba de ella por no haber sido capaz de controlar el ponche. Además, parecía sinceramente interesado en oírla hablar con orgullo de su brillante hermanita. Incluso consiguió que compartiera con él sus preocupaciones. Paula encontraba fácil hablar con él de sus deseos de normalidad y de sus preocupaciones por tener una madre tan poco convencional a la que adoraba, pero con la que no se podía contar para nada.
Su única caricia fue para retirarle un mechón de pelo de la cara, con aquel gesto consiguió que el corazón de Paula se acelerara durante varios segundos. Él no habló mucho de sí mismo, parecía estar completamente concentrado en ella, como si su propia vida fuera de lo más aburrida y ella fuera la persona más fascinante de la tierra. Aquella era una sensación completamente novedosa para Paula, que estaba más acostumbrada a que fuera su madre el centro de atención. Al cabo de un rato, decidió que estaba en condiciones de tomar un segundo ponche.
—Supongo que a estas alturas ya estás harto de oír hablar de mi familia, de mis fobias y de mi colección de vídeos —comentó.
—Creo que jamás podría cansarme de oírte hablar.
En aquella ocasión fue Paual la primera en romper el contacto visual. Estaba muy confundida. Así no era como ella había imaginado la noche. Ella pretendía parecer misteriosa, continuar con aquella ficción del encuentro de dos desconocidos en un bar.
Pero estaban yendo mucho más allá de un frivolo coqueteo.
—Quiero saber algo más de ti —dijo por fin—. ¿De verdad te gusta el paracaidismo?
Pedro inclinó la cabeza hacia un lado y alzó las manos, con gesto de impotente resignación.
—Sí, lo siento.
—Vaya —musitó Paula, incapaz de imaginarse al educado hombre de negocios haciendo algo tan impulsivo. Sin embargo, le resultaba muy fácil imaginarse a su alter ego haciendo cualquier clase de locura.
—Bueno, la verdad es que no lo practico mucho. No tengo ni tiempo ni dinero. Aun así, me encanta tirarme cuando voy al oeste a ver a mi familia. Además, creo que deberías intentarlo, quizá eso podría ayudarte a superar el miedo a las alturas.
—Si tengo que subir a más de treinta metros del suelo, preferiría estar dentro de un avión. ¡Tirarme en paracaidas! Ese deporte debería estar considerado como un intento de suicidio.
Pedro soltó una carcajada y Paula advirtió, no por primera vez, que un par de mujeres se volvían para mirarlo con admiración. Inmediatamente alargó la mano para tomar la de Pedro, como si quisiera hacer notar que era suyo.
Pedro respondió inmediatamente, entrelazando los dedos con los suyos. Paula fijó la mirada en sus manos unidas, maravillándose de la fuerza y el bronceado de las de Pedro contra la palidez de su propia piel. Cuando por fin alzó la mirada hacia su rostro, descubrió que la estaba contemplando con una seductora sonrisa en los labios.
—¿Te apetece que salgamos? —preguntó suavemente, acercándose a ella y bajando la voz.
Paula esperó durante dos segundos que le parecieron horas a que Pedro continuara.
—Ya ha terminado la tormenta. Podríamos ir a dar un paseo por la playa.
Paula soltó entonces la respiración que había estado conteniendo.
—Me encantaría —y era cierto.
Un paseo por la playa le parecía perfecto. Pero aun así, no pudo evitar una punzada de desilusión. Se dijo a sí misma que no debía ser tonta. Aunque Pedro hubiera hecho una sugerencia más atrevida, como ella había temido y esperado, no habría sido capaz de aceptarla. Absolutamente no. Jamás haría una cosa así.
Bueno, probablemente nunca lo haría.
Pero al recordar la rápida visita que había hecho a la tienda del hotel antes de la cena y pensar en los preservativos que llevaba en el bolso, Paula comprendió la absoluta verdad.
De acuerdo. Quizá fuera capaz de hacerlo.
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