En cuanto se alejó de casa de Paula, Pedro se paró en la primera tienda que encontró para comprarse un refresco. No solo porque estuviera acalorado, sino también para acompañar el chicle que se había tragado justo antes de besar a Paula. Recordando las advertencias de su madre durante la infancia, se preguntaba si merecía la pena haber besado a Paula a cambio de tener un chicle pegado a los riñones durante siete años.
—Sí, definitivamente ha merecido la pena — una reluctante sonrisa asomó a sus labios al recordarlo mientras se bajaba de la camioneta y se adentrada en el iluminado establecimiento.
Pedro ni siquiera podía recordar la última vez que había estado emocionalmente afectado. En primer lugar, llevaba días muriéndose de deseo por ella. Después, aquella noche se había puesto furioso por lo que Paula no le había dicho cuando la había llevado a su casa. Y a eso había que añadir el enfado con su hermano, la tensión que se había producido en el taller, el estrés de la semana... Todo eso le había hecho incapaz de contenerse. Había actuado impulsado por el instinto, el deseo y el enfado. Y se había descubierto a sí mismo comportándose como un posesivo ejemplar del Neanderthal.
Cinco minutos después, de vuelta en la camioneta con una lata de refresco en la mano, se dirigía hacia su casa.
—Besar a una mujer delante de su madre no creo que sea lo más adecuado.
Le costaba creer la rapidez con la que se había excitado. Se había olvidado de todo lo demás, y, si por él hubiera sido, la habría arrastrado hasta la superficie más cercana y habría hecho el amor con ella. Apenas podía recordar que su madre y su hermana estaban delante.
—Imbécil —se regañó. Como si Paula no hubiera tenido que pasar por suficientes situaciones embarazosas a lo largo del día.
Él en realidad no pretendía avergonzarla. Pero al recordar el silencio que los había envuelto durante el trayecto a su casa en la camioneta, se desprendió de todo sentimiento de culpabilidad.
—Alguien tenía que despertar a esa mujer. Es evidente que no está pensando la cosas como es debido.
O eso, o era una actriz endiabladamente buena que había conseguido ocultarle la verdad sobre sus verdaderos sentimientos y deseos.
Lo que él debería hacer era cortar inmediatamente con aquella situación. Alejarse para siempre de ella y guardar aquel fin de semana en el recuerdo para cuando fuera un anciano y pudiera dedicarse a alardear de sus salvajes días de juventud.
Sacudió la cabeza.
-Nada de eso.
No, no iba a dejarla marchar. Podría no haberle asegurado que no tenía ningún interés en su hermano, pero en realidad sabía que no lo tenía. Desde luego, no la había visto derretirse en brazos de Federico. Además, Paula era una mujer demasiado inteligente y realista como para conformarse con un hombre como Federico.
No, había algo más en su silencio. Y, de un modo u otro, él estaba decidido a averiguar lo que era.
El jueves, Pedro no pudo iniciar su plan para averiguar lo que estaba pasando por la mente de Paula Chaves porque estuvo trabajando durante más de catorce horas. La mayor parte del día la pasó en el Centro Turístico Dolphin Island. Y se alegró de haberlo hecho. Durante los pocos días que había estado fuera, uno de sus hombres había roto accidentalmente una tubería con una excavadora. Otro había plantado unos carísimos ejemplares de magnolio tan cerca de la playa que probablemente se habrían secado en menos de dos meses y uno de los viveros les había enviado unos enebros que jamás había encargado.
—¿Cómo es posible que todo se haya ido al infierno en solo cinco días? —le preguntó a Jason Richter, el capataz.
Estaban los dos en la caseta de obra, al final del ala norte del jardín.
—Lo siento jefe, no puedo estar en diez lugares a la vez.
—Lo sé. La culpa no es tuya. Soy yo el que debería haber estado aquí. ¿Ripley ha estado todo el tiempo encima de tí?
Jason soltó una carcajada.
—¿Eh, sabes que Ripley tiene algunas alergias importantes? El sábado por la tarde, vino a vigilarnos cuando estábamos plantando unos arbustos y la cara se le llenó de manchas rojas. No lo hemos visto desde entonces.
—Procuraré no olvidarlo —contestó Pedro riendo.
Pasaron otros veinte minutos repasando el calendario del proyecto. A esas alturas, Pedro ya no podía permitirse más retrasos ni errores humanos.
Al ver a Jason intentando disimular otro bostezo, Pedro miró el reloj. Eran casi las ocho de la tarde.
—Vamos, ya es hora de salir de aquí. No tuvo que decírselo dos veces. Pedro lo observó meterse en el coche y marcharse. En cuanto se quedó solo, fue a recorrer la zona en la que habían trabajado durante el día, alegrándose de tener algo en lo que pensar, aparte de Paula, durante unas horas. Al final de la jornada, ya solo quería irse directamente a la cama y quedarse tres cuartos de hora metido en la ducha. Pero aquel día tenía otra obligación. Su abuela había llegado del sur de Carolina ese mismo día y había decidido ir a hacerle una visita.
Cuando llegó a su casa, la encontró en el estudio, sirviéndose una generosa porción de brandy.
—¿Ni siquiera has sido capaz de cambiarte para venir a ver a tu abuela? —fue lo primero que le preguntó su abuela, sin poder disimular el brillo de alegría de su mirada.
—¿Quieres que me vaya?
—No te atrevas. Siéntate, jovencito, y cuéntame algo. ¿Cómo es posible que a tu padre se le haya ocurrido irse hasta el otro extremo del país, tan lejos de todos nosotros? Tenemos que encontrar la forma de que vuelvan a vivir aquí.
La misma canción de siempre. Pero Pedro sabía que su madre se cortaría un brazo antes de volver a vivir bajo la férrea mano de su suegra. Su madre había sido la primera que había apoyado los deseos de Pedro de abandonar las galerías. No le hacía mucha gracia que corriera un riesgo tan grande, pero al menos había intentado ayudarlo para que su padre y su hermano lo comprendieran.
—Se pondrá bien, abuela —le aseguró míentras se dirigían hacia el salón—. Ya has oído a los médicos. Esto solo ha sido una advertencia para que empiece a cuidarse, que es exactamente lo que lleva diciéndole mamá desde hace diez años.
—Eso ha sido el aire del oeste. Le espesa la sangre.
Pedro no intentó oponerse a la implacable lógica de aquella vieja dama. Simplemente, no merecía la pena.
—Solo quería asegurarme de que habías vuelto bien. ¿Te encuentras bien? ¿Necesitas algo?
—Sí, necesito ir a Nueva York para reunirme con un diseñador que quiere hacer un nuevo logotipo para las galerías.
—Estoy seguro de que Federico puede encargarse de eso —contestó Pedro—. Y por cierto, las cosas me van muy bien, gracias por preguntármelo.
Sophie se encogió de hombros, se sentó en un sofá de cuero y lo palmeó para que él se sentara a su lado. Pedro se sentó y tuvo que disimular una sonrisa cuando su abuela le tomó la mano y se la estrechó.
—Ya sé cómo te van las cosas, tontucio. ¿Crees que no te vigilo?
—Me sorprendería que no lo hicieras. Su abuela bebió un sorbo de brandy y lo miró por el rabillo del ojo.
—¿Y ha pasado algo más en tu vida? ¿Has conocido a alguien?
Si ella supiera que Paula llevaba consumiéndolo desde hacía días... Pero no iba a darle a su abuela municiones en su campaña para que sus nietos se casaran y procrearan.
—Qué entrometida —le pasó el brazo por los hombros—. Aunque todos sabemos que inmiscuirte en las vidas ajenas es tu pasatiempo favorito. Después, claro está, de revisar el estado de tus cuentas.
Sophie le dirigió una mirada tan inocente que Pedro estuvo a punto de soltar una carcajada.
—No entiendo a qué te refieres, Pedro.¿Cuándo me he metido yo en tu vida?
El viernes por la noche, Paula permanecía sentada en uno de los escaparates de las galerías Langtree's, observando su última creación.
—Esta sí que va a llamar la atención —dijo, con un satisfecho asentimiento de cabeza.
Aquella semana había intentado hacer algo diferente. Había planeado concentrarse en la nueva línea de ropa para niños que las galerías estaban intentando sacar adelante. Para conseguir que la gente se gastara cincuenta dólares en un par de vaqueros para un niño se requería una creativa estrategia de ventas y ella estaba muy animada por aquel desafío.
Cuando esa noche había ido a trabajar, se había encontrado con otro mensaje de Federico, junto con una caja de bombones. Probablemente ni siquiera los había pagado, puesto que los vendían en el almacén. Aun así, suponía que la intención era buena.
El regalo de aquel día, junto con las flores y un precioso brazalete de oro que le había regalado el día anterior, debería haberla hecho sentirse halagada. Sin embargo, la había molestado inmensamente. El ramo había terminado en la basura. Y el brazalete en el escritorio de Federico , al lado de una nota en la que le decía educada, pero firmemente, que hiciera el favor de irse al infierno.
Federico estaba desconocido. Paula ya le había dicho, en una ocasión por escrito y en otra personalmente, que no estaba interesada en él. Pero él no se había dado por vencido.
Era extraño. El gemelo Alfonso al que no deseaba parecía decidido a conquistarla. Y el otro, al que sí quería, no se había molestado en hacer otra cosa que un infructuoso intento de llamada a su teléfono móvil.
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