Paula pasó los dos primeros días en Baltimore lamentándose y comiendo mucho chocolate. Max la llamó dos veces y le recordó que sería bienvenida en su casa. También mencionó a Pedro.
-Está muy enfadado y creo que lo has herido. No entiende por qué te marchaste y yo tampoco lo entiendo. Tengo ojos y sé lo que ha pasado entre vosotros dos.
-Max, él cree que nos parecemos mucho y yo creo que somos opuestos. Aunque tal vez no sería importante si realmente nos amáramos.
-¿Y no es así?
Paula no pudo contestar esa pregunta. Prefirió cambiar de conversación y provocar las risas del anciano con algunas historias sobre su gato, que había castigado su ausencia haciendo sus necesidades por toda la casa.
Sin embargo, Max no rio en absoluto cuando le contó que alguien había entrado en el apartamento la semana anterior y que había destrozado su buzón de correo. Por suerte, Paula había arreglado las cosas durante sus vacaciones para que le enviaran las cartas y paquetes a una dirección postal, y precisamente debía ir a recogerlos el lunes por la mañana.
-Qué curioso. Parece que Facundo estuvo en Baltimore la semana pasada. Tenía una reunión con un socio suyo, según me han dicho -explicó-. Por cierto, he hablado con el departamento de contabilidad y hemos descubierto que Facundo era un ladrón además de un mentiroso.
Paula se preguntó si Facundo también le habría robado el dinero que le había dado a ella; le preocupaba que su madre adoptiva no lo hubiera recibido, y cuando el lunes recogió todo el correo, se dirigió directamente al Flanagan para cobrar. Necesitaba dinero para sobrevivir.
-Haremos un trato. Dime dónde puedo localizar a ese Leo para retorcerle el cuello y podrás volver a trabajar hoy mismo -le dijo Gastón.
Paula le dio un beso en la mejilla y se puso a trabajar.
El miércoles por la tarde, Paula se quedó sola en el bar. La camarera de Gastón tenía el día libre, pero también era el día más tranquilo de la semana, de modo que le dijo a su tío que se marchara él también y volviera más tarde. Podía encargarse de todo sin ningún problema.
-Ah, por cierto -dijo Gastón, antes de marcharse-. Hay un paquete para ti. Malena lo envió aquí porque sabía que estabas en Atlanta. Lo dejé debajo de la barra.
Paula sabía que era el certificado de nacimiento y el resto de documentos que su madre adoptiva había encontrado, pero ya no tenía ningún interés en ello y ni siquiera se molestó en mirarlos.
El bar estaba prácticamente vacío. Solo le llamó la atención una mujer de aspecto extraño, vestida de negro, que estaba sentada en la barra del bar, mirando hacia la puerta. Era de piel pálida y le recordó a Tuesday Adams, el personaje de la familia Adams.
Al cabo de un rato, entró una mujer muy bien vestida y Paula sintió un inmenso desagrado casi inmediatamente. Pero entonces recordó que había pasado toda una semana con un hombre rico como Max y que había resultado ser una gran persona, así que cambió de actitud.
-Bonita camiseta -dijo la mujer mientras se sentaba.
Paula bajó la mirada y contempló su camiseta preferida. Después, sonrió y dijo:
-No tienes aspecto de que te gusten mucho las camisetas.
-Créeme, no visto tan elegante todos los días -dijo la mujer, riendo.
La mujer le cayó bien de inmediato. Consoló una mirada, supo que era una bebedora de whisky.
Siguieron hablando un buen rato sobre la camiseta hasta que Maite estrechó su mano y se presentó:
-Me llamo Paula, Paula Chaves.
-Yo soy Sydney Colburn.
Paula reconoció el nombre de inmediato. Aquella mujer había escrito algunas de sus novelas preferidas.
-¿Sydney Colburn? ¿La escritora?
-Sí, la misma.
-Vaya, me encantan tus libros. Tus protagonistas nunca son unas inútiles.
-Por supuesto que no, porque son personajes reales. Y también lo son los nombres. De hecho, cumplir mis exigencias no es tan difícil... Lo difícil es encontrar al hombre adecuado.
-Bueno, a mí nunca me ha costado encontrar hombres -dijo Paula-. Pero lo difícil es que se queden contigo.
-¿Te refieres a los buenos o a los malos? Paula suspiró.
-Los únicos que se acercan a mí son los que consiguen que pierda el trabajo o vacían mis cuentas bancarías. Los de ojos verdes, cabello castaño y una sonrisa que debería ser declarada ilegal no me duran nada.
Sydney notó que estaba hablando de un hombre en concreto y dijo mientras terminaba su whisky:
-Veo que te ha dado fuerte.
-Habla por ti misma -protestó. Paula le sirvió otra copa.
-A las rebeldes nos cuestan mucho más las cosas -dijo Paula-. Nosotras intentamos vivir y no renunciamos a la idea de que el próximo hombre atractivo que aparezca podrá borrar la memoria del anterior.
-No hay tantos hombres atractivos.
La mujer que acababa de hablar era la que estaba sentada en la barra, vestida de negro. Paula casi había olvidado su presencia, pero era obvio que había escuchado toda la conversación. Se aproximó a ella y se fijó en que era muy guapa y misteriosa.
-Casi había olvidado que estabas aquí. Ven a sentarte con nosotras. Las rebeldes debemos estar juntas.
La mujer sonrió.
-¿Las rebeldes? ¿Es que vamos a formar un club o algo así?
-El último club al que pertenecí eran las Girl Scouts y me echaron a los once años, cuando me descubrieron espiando en la cabana de los chicos. El jefe del campo me atrapó cuando estaba a punto de meterme en un armario con Tommy Callaban -dijo Paula-. Era un chico muy guapo.
Sydney asintió como si tuviera recuerdos parecidos y la mujer de negro sonrió y las miró de un modo más relajado.
-Yo nunca pertenecí a ese club. Visten de marrón, y el marrón no es mi color preferido.
-Eh, pues mi madre nunca me perdonó por enseñarle mi ropa interior a los niños en preescolar -dijo Sydney.
-¿Por qué? -preguntó Paula.
-Eso mismo me pregunto yo -intervino la mujer de negro-. Al menos, tú llevabas ropa interior.
Las tres mujeres, que hasta hacía unos minutos eran perfectas desconocidas, comenzaron a reír.
-Al parecer, hemos sido miembros del club de las rebeldes desde que nacimos, ¿eh?
Sydney alzó su copa a modo de brindis y Paula y la mujer de negro brindaron con ella. Justo entonces se abrió la puerta y aparecieron dos jóvenes mujeres que caminaron hacia una de las mesas con hombres.
-Oh, vaya, acaban de llegar un par de chicas buenas. Se acabó la diversión -dijo Paula.
La desconocida de negro tomó su copa, se sentó finalmente con ellas y se presentó como Nicole Bennett. Hablaron durante unos minutos más, hasta que sonó el teléfono de Sydney.
Paula fue a servir a los recién llegados y después volvió a la mesa. Sydney le pidió la cuenta y le dio un billete de cien dólares. Cuando le quiso dar la vuelta, se negó y dijo que se quedara con ella y que invitara el resto de la noche a Nicole. Después, se levantó y se marchó.
Pero en el preciso momento en que salía por la puerta, entró un hombre alto, muy alto, de cabello oscuro y una sonrisa tan atractiva que debería haber sido declarada ilegal. Era Pedro.
Pedro sintió una intensa emoción cuando vio que una morena se dirigía a la salida, pero no era la persona que estaba buscando y no sintió la familiar descarga de deseo. Solo había una mujer que podía provocarle una reacción similar, la camarera que en aquel momento se encontraba detrás de la barra.
-Hola, Paula.
-¿Qué estás haciendo aquí?
-Tenía sed. ¿Qué me recomiendas? ¿Un grito de orgasmo? ¿O tal vez un sexo en la playa?
-Un grito de orgasmo contra una pared siempre es una buena elección.
-¿Y qué te parece contra el lavabo de un cuarto de baño, o en una piscina? -preguntó con una sonrisa.
Antes de que pudiera seguir hablando, la mujer de negro que estaba sentada en la barra se levantó para marcharse y dijo:
-Es verdad, deberían declararla ilegal.
-¿Quién es? -preguntó él.
-Una nueva amiga-respondió Paula-. ¿Pero qué haces aquí?
-¿Y tú? ¿Por qué te marchaste?
-¿Tenía alguna razón para quedarme?
-Que Max quería. Y que yo también lo quería.
-¿Querías que me quedara? ¿Por qué? Pedro suspiró.
-Sí, quería que te quedaras. Te dije que estaba loco por tí.
-Te lo agradezco, pero mi vida está aquí, en Baltimore. Tenía que volver más tarde o más temprano.
-Pero pudiste quedarte en Atlanta, con Max... O conmigo.
-¿Contigo? -preguntó, arqueando una ceja.
-Sí, me mudé a mi propia casa el lunes. Está en una zona muy céntrica de la ciudad, e incluso hay un bar irlandés en las cercanías.
-¿Me estás diciendo que quieres que viva contigo? Él asintió.
-Sí. Allí, aquí o donde quieras. Le dije a Max que estaría dispuesto a renunciar a mi empleo. Todo depende de tí.
-¿Estás dispuesto a dimitir por mí?
-Por supuesto, Paula. Estoy dispuesto a todo porque estoy enamorado de ti. Paula se sorprendió muchísimo.
-Márchate de aquí, Pedro. Tú no estás enamorado.
Pedro sonrió y dijo:
-No te miento, preciosa. Estoy enamorado.
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