miércoles, 13 de mayo de 2015

Entre Dos Hombres Parte 2: Capítulo 4

Sin embargo, se equivocó. Cuando alzó la mirada, solo vio a un hombre joven. Y su corazón se aceleró de inmediato.
Era impresionante.
Para protegerse del sol y observar al recién segado, se cubrió los ojos con una mano, a modo de visera. El desconocido llevaba un traje gris y una corbata. En otras circunstancias, aquella visión le habría provocado una reacción de desagrado; pero después de varios meses de culpar a todos los hombres por su mala suerte, le bastó mirar a aquel individuo para recordar por qué le gustaban tanto.
En ese momento, pensó que el sexo masculino era maravilloso.
Además, solo iba a pasar una semana en Atlanta. Y una semana era un plazo demasiado corto como para que un hombre con corbata pudiera hacerle el menor daño.
El elegante recién llegado cumplía todos los requisitos en cuanto a la altura. Era un detalle que siempre había valorado, porque le molestaba ser más alta que sus acompañantes. Debía medir alrededor de un metro ochenta y cinco, y no era el único requisito que cumplía.
También era moreno, otra de sus debilidades. Su cabello era fuerte y de color castaño oscuro; lo llevaba corto, pero no tanto como para que la brisa no lo hubiera revuelto un poco.
La boca se le quedó seca y siguió admirándolo.
Su rostro era muy atractivo. Parecía un modelo de los que salían en las revistas, de mandíbula recta y definida nariz. Sus ojos eran verdes, del color de las hojas en primavera, y tenía una de las bocas más besables que había visto nunca en un hombre.
Besar era una de las cosas que más le gustaba hacer, incluso más que comer chocolate, así que valoró enormemente el detalle de su boca. Y en cuanto al resto de la anatomía masculina, sus gustos variaban en función del humor que tuviera. Pero aquel hombre era tan atractivo, que imaginó un sinfín de posibilidades eróticas y casi gimió de forma inadvertida.
Por fin, su mirada se clavó en su mano izquierda. No llevaba anillo de casado.
Era perfecto.
-Buenas tardes -dijo ella.
Paula  le ofreció una sonrisa a la que ningún hombre habría podido resistirse, pero él respondió con otra a la que ninguna mujer habría podido resistirse. Sus ojos verdes se oscurecieron y sus miradas se encontraron durante unos largos segundos. Después, el hombre reaccionó y se comportó como si encontrar a semejante mujer en la terraza de aquel edificio no le extrañara en absoluto.
-Buenas tardes. ¿Disfrutas del sol? Ella asintió.
-Oh, sí, me encanta.
-Ten cuidado -dijo mientras se sentaba en otra silla, junto a ella-. La brisa engaña un poco. Y si no recuerdo mal, las de cabello negro sois proclives a quemaros con el sol. Ella arqueó una ceja.
-¿Quién te ha dicho que el color de mi pelo sea natural?
Paula ya casi no recordaba cuál era su verdadero tono de pelo. Durante los últimos años había pasado por todo el espectro de colores, pero el negro era el que más le gustaba, y suponía que también era el más cercano al original.
-Sea natural o no, ten cuidado –murmuró él, contemplando su cabello con verdadera intensidad-. Una mujer con unos ojos tan verdes como los tuyos debería ser de cabello negro.
En aquel momento, Paula supo que estaba ante un seductor.
-Y un hombre como tú debería llevar anillo de casado -murmuró.
Paula hizo el comentario porque quería asegurarse del estado civil del nombre. No quería mantener una relación con un casado.
-Por si te interesa, ni estoy casado ni salgo con nadie -dijo él.
Ella casi suspiró, aliviada, y esperó a que él se interesara, a su vez, por su estado civil. Pero no lo hizo. O no le interesaba en absoluto o le daba igual que estuviera casada o soltera. Así que decidió darle la información de todos modos:
-Yo tampoco -dijo.
Abajo, en la calle, la ciudad continuaba con la algarabía típica de un lunes. Pero allí arriba, en aquella terraza, Paula se sintió como si estuvieran completamente solos. Como si el mundo hubiera desaparecido y solo estuvieran ella y aquel atractivo desconocido de boca inmensamente deseable.
Paula  había apoyado un pie en la barandilla de la terraza, así que el hombre hizo un gesto hacia la sandalia que colgaba de sus dedos y dijo:
-Si se cae por la terraza, podría matar a alguien.
Ella se la puso bien y él sonrió.
-Ya veo que tienes motivos para enseñar tus pies -declaró él, contemplándolo con intensidad-. ¿Qué es?
-Una sandalia -respondió ella. Él volvió a reír.
-No, me refiero a eso.
El hombre apunto a su tobillo con un dedo. Después, se inclinó sobre ella, tomó su pie entre las manos y lo apartó de la barandilla. Paula casi se quedó sin aliento al sentir su calor y el contacto de su piel.
Acto seguido, posó el pie de la mujer sobre una de sus rodillas y acarició el lugar donde tenía el tatuaje.
-Es muy bonito -dijo él-. ¿Te dolió?
Paula estaba tan alterada, que no fue capaz de responder con palabras. Se limitó a negar con la cabeza, porque si hubiera abierto la boca, probablemente habría gemido.
Él, mientras tanto, siguió acariciando con un dedo la figura del pájaro verde y azul que se había tatuado en el tobillo. Paula se removió en su asiento, repentinamente incómoda, y tuvo la impresión de que el aire apenas le llegaba a los pulmones.
-¿Por qué te tatuaste un colibrí, precisamente?
Paula  tardó en responder. No podía pensar en nada salvo en el contacto de aquellas manos. Se había excitado y sentía un intenso calor.
Por fin, recobró el aliento y susurró:
-Me gustan los colibríes. Son muy agresivos, pero también delicados y pequeños. Justo como siempre he querido ser.
Él negó con la cabeza.
-¿Por qué las mujeres quieren ser siempre lo contrario de lo que son? Incluso cuando son inmensamente atractivas...
Ella rio y lo miró. Efectivamente, Paula no era ni delicada ni pequeña; pero sí era agresiva, o al menos, estaba acostumbrada a que se lo dijeran. Sin embargo, el comentario de su atractivo le resultó mucho más interesante, mucho más embriagador.
-De repente acabo de descubrir que me gustan las mujeres altas.
-Me alegro.
-¿Tienes más tatuajes en otras partes del cuerpo? -preguntó él mientras admiraba sus hombros desnudos y su cuello.
Al sentir su mirada, los pezones de Paula se endurecieron y se apretaron contra su camiseta de algodón. La mujer se preguntó si él lo habría notado.
-No, pero estoy pensando en ello. No estoy segura de querer tatuarme lo que quiero antes de cumplir setenta y cinco u ochenta años.
Él arqueó una ceja.
-¿Lo que quieres? Paula asintió.
-Sí, Jessica Rabbit.
El hombre la miró como si no reconociera el nombre, así que ella hizo un gesto hacia su camiseta. Si todavía no había notado el endurecimiento de sus pezones, lo notaría ahora.
Paula estiró un poco la prenda para que pudiera ver mejor al atractivo y pelirrojo personaje de dibujos animados que decoraba su camiseta. Debajo, se leía la frase: «No soy rebelde. Solo me han dibujado así».
-Ah -dijo él, con voz algo más ronca. En aquel momento, Paula supo que había notado la reacción de su cuerpo.
-No parece un conejo -dijo él, sin dejar de tocar su tobillo.
-Porque el personaje no es un conejo. Lo de Rabbit es solo su apellido de casada.
-¿Y qué hay de tí? ¿Eres rebelde? ¿O solo te han dibujado de esa forma?
Ella cerró los ojos durante un momento y deseó que no dejara de acariciarle el tobillo.
-Tal vez deberías descubrirlo por ti mismo-murmuró.
El hombre soltó por fin su tobillo, como si de repente se hubiera dado cuenta de que iban demasiado deprisa para ser dos personas que se acababan de conocer.
-Yo también había pensado en hacerme un tatuaje -dijo él-, pero nadie lo creería.
-¿Porqué? Él sonrió.
-Digamos que la gente tiene determinada imagen de mí y que un tatuaje no encajaría con ella.
-Comprendo lo que quieres decir -murmuró ella-, pero tú no pareces un aburrido hombre de negocios. No hay más que ver el moreno de tu piel para saber que disfrutas de la vida.
-Eso es porque vivo en el sur de Florida. O vivía, hasta la semana pasada.
-¿Te has venido a vivir a Atlanta?
-No de forma permanente. Todavía no sé lo que haré. Digamos que hace poco me he encontrado con más libertad de la que esperaba.
-De modo que es algo así como una libertad condicional... Él asintió.
-Algo así. Es increíble que nos den la condicional con tanta facilidad a los maníacos homicidas -bromeó.
-No me digas que te encarcelaron por estrangular a morenas y arrojarlas desde lo alto de un edificio...
Él negó con la cabeza y sus pálidos ojos verdes brillaron.
-No, solo estrangulo a las de cabello negro naturales.
-Menos mal.
-¿Debería preguntarte quién eres y qué haces aquí? ¿O deberíamos marcharnos ahora mismo e ir a cenar directamente?
A Paula le gustó su franqueza y que no se anduviera con rodeos. Pero estaba segura de que, de haber podido, no le habría propuesto que fueran a cenar: le habría propuesto que hicieran el amor.
La situación era completamente inesperada para ella; sin embargo, no le importaba en absoluto. Nunca había experimentado una atracción tan intensa como aquella.
Por supuesto, había mantenido relaciones con muchos hombres; con tantos, que tal vez por eso se había decidido a descansar un poco tras el fracaso de su relación con Damián y la pérdida de su empleo.
Pero también había otras razones, como la contemplación del feliz matrimonio de Jazmín y  la breve relación que había mantenido con Raúl, un joven que trabajaba con su amiga. Había salido con él durante una corta temporada tras la ruptura con Damián, y era tan maravilloso, que había llegado a quererlo mucho. De haber sido algo mayor, tal vez se habría enamorado de él; pero sus vidas iban en direcciones opuestas y Paula supo que sería mejor que siguieran siendo, simplemente, amigos.
A pesar de ello, desde entonces no había dejado de pensar en la posibilidad de encontrar el amor verdadero cuando por fin consiguiera recuperarse de su fracaso con Damián.
Ya habían transcurrido ocho meses desde aquello y le parecía tiempo más que suficiente para recuperarse. Además, echaba de menos algunas cosas de su vida anterior; sobre todo, a los hombres. Le gustaban los hombres y le gustaba salir con ellos. Le gustaba bailar, jugar al billar o sencillamente pasear por el puerto de Baltimore.
Y desde luego, le gustaba mucho el sexo.
Sin embargo, y aunque disfrutara con ellos, nunca había encontrado a un hombre que le provocara un deseo incontrolable cuando estaba sobria.
-Me llamo Paula-se presentó.
-Un nombre muy apropiado -dijo él.

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