—En cualquier caso —repuso Zaira—, creo que podría olvidarme de su arrogancia con tal de estar con un hombre tan guapo todas las noches.
Paula no contestó. Federico ya llevaba demasiado tiempo instalado en su cerebro. No necesitaba hablar de él con otra mujer hambrienta de hombres.
—Quizá tengas suerte este fin de semana — continuó Zaira—. A lo mejor los rumores son ciertos y es un hombre muy diferente fuera del trabajo.
Paula dejó caer una pierna de plástico sobre su pie izquierdo, gimió y se agachó, intentando aliviar el dolor.
—¿A qué te refieres? —consiguió preguntar. Haciendo una mueca, se acercó jadeante hasta su escritorio y se apoyó contra él.
—Bueno, ya sabes que también va a estar allí.
—No, no creo. Esa reunión es más para minoristas, diseñadores y relaciones públicas, no para directores ejecutivos.
—Claro que va a ir, Paula. Va todos los años, ¿no lo sabías?
Paula negó con la cabeza.
—No tenía ni idea. ¿Y se va a alojar en el mismo hotel?
—Pues claro —una sonrisa cruzó el rostro de Zaira al advertir la obvia consternación de su amiga—. Oh, así que te has fijado en él, ¿eh?
—Sí, me he fijado en él, pero no me interesa. Ya te he dicho que no es mi tipo.
—No es tu tipo para una relación permanente, quizá. ¿Pero por qué no tener una aventura mientras estáis ambos fuera de la ciudad?
—¿Una aventura? No me interesan las aventuras de ese tipo, gracias —ya tenía suficiente con soportar las de su madre.
—Que no lo hayas hecho hasta ahora no quiere decir que no puedas hacerlo —repuso Zaira—. Ya es hora de que te des un descanso, de que te permitas algo divertido para variar. Muy bien, sabes perfectamente que no tienes nada que ver con ese pedante y que no podrías tener una relación seria con él. ¿Pero y qué? Nada te impide pasar una loca y fabulosa noche de sexo.
Paula intentó no escucharla. Lo que Zaira estaba sugiriendo era imposible. Aunque ella misma estuviera deseándolo, Federico Alfonso jamás había dado la menor señal de sentirse atraído por ella.
—Qué diablos, yo intentaría seducirlo si él pudiera estar interesado en mí —continuó Zaira—. Desgraciadamente, a juzgar por las mujeres con las que he oído decir que ha salido, le gustan las mujeres con curvas, como tú. No altas y delgadas como yo. Mira, ¿por qué no te pasas por mi mostrador y te doy unas muestras de maquillaje para este fin de semana?
—Olvídalo. Este va a ser un viaje de negocios, no de placer. Y no pienso tener ningún tipo de relación personal con Federico Alfonso.
Por si puesto, si Federico Alfonso resultaba ser aquel dios pagano al que había visto cambiando una rueda, seguramente no le importaría.
—De acuerdo —respondió Zaira, y se levantó para salir del despacho—. Pero recuerda, sí continúas retrasando la búsqueda de tu hombre ideal hasta que termines la carrera y tu madre y tu hermana puedan cuidarse solas, es posible que cuando lo encuentres él ya esté casado... o sea tan viejo que tengas que animarlo con Viagra.
A pesar del sol inclemente que abrasaba su espalda, Pedro Alfonso decidió dar una vuelta más. Había estado trabajando desde el amanecer; y eran ya las cinco. Había sido un día muy largo, pero también productivo. Aquel trabajo definitivamente merecía la pena, tanto para él como para el resto de su cuadrilla. Y por larga y dura que fuera su jornada laboral, pasar el día al aire libre continuaba siendo preferible a hacerlo en el almacén familiar, como su hermano gemelo, Federico.
El proyecto del Centro Turístico Dolphin Island era el más importante que había conseguido la empresa de jardinería que había montado tres años atrás. Sus trabajadores no se estaban quejando de las largas jornadas, y tampoco de la perfección que les exigía.
Ellos sabían tan bien como él lo mucho que se jugaban en aquel proyecto.
Pero el que más arriesgaba era Pedro. Los doscientos mil dólares que iban a cobrar podrían mantener la empresa a flote durante algún tiempo. Pero lo más importante eran los futuros clientes que a partir de aquel proyecto pudieran obtener.
—Eso podrías conseguirlo con unas cuantas llamadas —solía decirle Jason, su capataz.
Y era cierto. Unas cuantas llamadas a antiguos amigos y colegas bastarían para que su empresa tuviera más clientes de los que podía atender. Pero Pedro no quería hacer las cosas de ese modo.
Cuando se había ido de casa de su abuela, le había dicho que quería labrarse su propio futuro sin recurrir al apellido de la familia. A su abuela no le había hecho ninguna gracia, pero Pedro se había negado a dar marcha atrás. Ni las lágrimas ni las súplicas de su abuela le habían hecho cambiar su opinión. Y, por supuesto, tampoco sus amenazas.
Pedro adoraba a su abuela, y al resto de su familia, pero les había entregado cinco años de su vida que había dedicado a hacer las cosas tal como ellos pretendían. Cinco años vistiendo traje, asistiendo a reuniones e intentando preocuparse por las futuras tendencias del mercado para que la galería comercial de su familia pudiera continuar ganando sus todopoderosos dólares.
Cinco años sabiendo que nunca sería feliz haciendo lo que su familia quería que hiciera.
Pedro había pasado por la galería unas semanas atrás solo para recordarse lo que se estaba jugando. Como si formara parte de un oscuro presagio, se le había pinchado una rueda, algo que había divertido muchísimo a Federico cuando se lo había contado al día siguiente en una reunión familiar. Federico había sugerido que probablemente su abuela hubiera tirado clavos en la calle intencionadamente, para atraparlo. Cuando Pedro había admitido que había terminado disfrutando de una refrescante ducha delante del escaparate principal, su abuela se había puesto muy seria. Aunque la verdad era que rara vez le divertía nada, salvo las promociones y las ventas.
Federico estaba hecho para esa vida. A él le gustaba aquel ambiente serio y responsable. Le gustaba el orden, los horarios, ¡incluso llevar corbata, por el amor de Dios! Y, definitivamente, le gustaba el dinero que le permitía mantener a la interminable sucesión de mujeres de su vida.
Pedro disfrutaba sintiendo el calor del sol en la espalda. Le gustaba el sonido del viento batiendo las palmeras durante las tormentas. El rugido de las olas en una playa desierta y el olor de la hierba recién cortada al atardecer. Y le gustaba tocar la tierra con las manos.
Nada de lo cual lo capacitaba para atender el negocio familiar. Pero lo hacía completamente apto para su nueva aventura, una empresa de jardinería.
En realidad nadie lo había comprendido. Ni su abuela, ni sus padres ni Federico. Y tampoco Jennifer, la mujer qué él pensaba que lo amaba. Su devota prometida. Le había devuelto el anillo de compromiso menos de veinticuatro horas después de que le dijera que iba a dejar el negocio de la familia para dedicarse a cortar hierba.
—Algunas cosas es preferible descubrirlas cuanto antes —musitó en voz alta.
Como que su prometida era una cazafortunas que se había dedicado a perseguir a su hermano gemelo en cuanto se había dado cuenta de que él no iba a llevarla en Mercedes descapotables.
La ruptura de aquel compromiso había sido una interesante lección. Al principio le había importado. Pero ya no. Le gustaba su nueva vida. Le gustaba levantarse por las mañanas y enfrentarse al día de trabajo que tenía por delante. Y planeaba continuar haciendo exactamente eso. Pero solo si podía cumplir su promesa... y pronto. Su abuela no iba a dejar que la engañara eternamente.
—Hasta que cumplas treinta años —le había dicho ella—. Si no tienes un completo éxito financiero, prométeme que volverás a la galería.
Y, el muy tonto de él, lo había prometido. Incluso había firmado un documento legal a tal efecto. Y estando ya cerca su trigésimo cumpleaños, comenzaba a sentirse presionado.
Aquel trabajo podía ser la oportunidad que había estado buscando. Pero también su ruina. Y sabía que no había lugar para el error.
Mientras caminaba por la zona de césped que acababan de instalar sus hombres, alzó la mirada y observó las nubes que surcaban el cielo. Inhaló hondo, saboreando la electricidad de la tormenta. La hierba recién plantada absorbería la humedad que la ayudaría a arraigar en aquel suelo. Tomó una nueva bocanada de la brisa marina que la inminente tormenta había enfriado.
Pero quedarse cerca de una playa de Florida durante una tormenta no era exactamente una decisión sensata. De modo que se despidió de sus hombres y se dirigió al edificio principal del hotel. Afortunadamente, le habían proporcionado una habitación para el fin de semana. Tenía previstas varias reuniones importantes con el contratista que estaba a cargo de la ampliación del hotel y además quería revisar personalmente el trabajo que había hecho su equipo. El centro turístico había decidido pagarle la habitación, una verdadera sorpresa, teniendo en cuenta la actitud mezquina del director.
Como había invertido hasta el último penique que tenía en aquella empresa, no tenía dinero para pagarse unas vacaciones en hoteles de lujo. En realidad, aquellas tampoco iban a ser unas vacaciones, sino un fin de semana de trabajo. Aun así, había sitios peores para trabajar que un hotel de lujo con campo de golf, piscinas y cientos de metros de playa.
Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia y otro relámpago cruzó el cielo. Pedro llegó hasta el área ajardinada de la piscina que daba al mar. La zona estaba prácticamente vacía, la mayoría de los huéspedes del hotel se habrían puesto a cubierto en cuanto habían comenzado a aparecer las primeras nubes de tormenta. Solo quedaba una persona.
—Qué mujer tan loca —murmuró Pedro mientras observaba a una morena de pelo rizado, levantándose de una de las tumbonas de la piscina.
Al parecer, era completamente ajena al gusto eléctrico del aire, a las gotas que comenzaban a caer y a los truenos que retumbaban en la distancia. De hecho, ni siquiera había comenzado a doblar la toalla. Al contrario, se volvió lentamente hacia el mar, que se agitaba furioso a sus pies.
Pedro la observó, deleitándose en las pronunciadas curvas que el bikini negro apenas ocultaba.
—Bonita chica —musitó. Le gustaba la curva de sus caderas y la esbeltez de su cintura, y sus piernas bronceadas y perfectamente torneadas.
De pronto, se preguntó de qué color tendría los ojos. Y si estaría sonriendo mientras miraba hacia el mar.
—Será mejor que entre antes de que empeore la tormenta —le gritó alguien.
Pedro miró hacia la piscina y vio al encargado recogiendo las sillas. Obviamente, estaba hablando con la mujer, pero ella no le prestaba atención. Al contrario, extendió los brazos, echó la cabeza hacia atrás y elevó el rostro hacia el cielo.
Pedro la contemplaba fascinado, preguntándose quién sería. Y, lo más importante, por qué le parecía tan atractiva cuando ni siquiera había visto su rostro.
Entonces ella se volvió lentamente, como si estuviera retrasando el momento de recoger la toalla. Desde el otro extremo de la piscina, se fijó en él. Lo miró a los ojos. Y esbozó la más gloriosa sonrisa de júbilo que Pedro había visto en su vida.
Que lindo encuentro! lástima que ella piensa que es Federico! ;) Muy lindo comienzo!
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