Pedro soltó una carcajada y le pasó el brazo por los hombros.
—¿Tienes hambre?
——¿Cómo voy a tener hambre después de haber visto la pantalla llena de visceras?
—Quizá podamos comer algo más tarde.
Condujo a Paula hasta el Rincón del Gourmet, donde había extendido una sábana blanca en el suelo sobre la que había colocado una cesta y un termo.
—¿Un picnic?
—Creía que no tenías hambre.
—¿Qué has traído?
—Los mejores bombones que se venden en las galerías, frambuesas y champán.
Mientras compartían el champán y los dulces, Paula comenzó a sentirse más relajada. La partida de golf y los juegos habían sido divertidos, pero, de alguna manera, sentía que estaban pasando a una fase diferente. Que era, seguramente, lo que Pedro había planeado. Admiraba su ingenuidad. Y sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Pedro estaba dándole lo que pensaba que quería: la oportunidad de sentir que realmente lo conocía antes de involucrarse más seriamente con él.
Y todo eso habría sido magnífico si en realidad no hubieran dado ya otros pasos. Era muy difícil fingir que darle la mano mientras patinaban era suficiente cuando lo que realmente quería era verlo desnudo, hundiéndose en ella y completamente fuera de control.
«Pero la noche es joven», se recordó, disimulando una sonrisa. Sí, la noche era definitivamente joven. Tenían horas y horas por delante.
—Jamás me habría imaginado que este lugar pudiera ser tan romántico —dijo.
Bebió un sorbo de champán, dejando que el líquido empapara sus labios y sabiendo que Pedro estaba observando cada uno de sus gestos.
Pedro se inclinó lentamente hacia ella, hasta que sus respiraciones se mezclaron. Y cuando Paula apenas podía ya soportar la tensión, la besó, lamiendo el champán de sus labios.
—¿Está rico? —le preguntó Paula con un ronco susurro.
—Inténtalo con una frambuesa.
Paula no necesitó otra invitación. Tomó una de las jugosas frambuesas y se la metió en la boca. Pedro no hizo ningún esfuerzo por disimular su interés mientras ella abría los labios y deslizaba la fruta entre ellos. Paula mordió la frambuesa y gimió al sentir el jugo dulce y agrio en la lengua.
—Delicioso. ¿Quieres? —musitó, mientras deslizaba el resto de la fruta en su boca.
Pedro contestó inclinándose para besarla otra vez, saboreando la frambuesa en su boca y dejando que sus lenguas compartieran aquel suculento bocado.
Aunque Paula estaba más que preparada para tumbarse y dejar que el picnic terminara como deberían hacerlo todos los picnics románticos, Pedro se apartó y se levantó.
—¿Nos vamos? —Paula quería llorar.
—Sí, nos vamos —replicó él con voz ronca.
—¿A dónde? —le tendió la mano para que la ayudara a levantarse.
Pedro entrelazó los dedos con los suyos y no la soltó mientras caminaban por el almacén.
—¿Te importaría hacer un pase de modelos privado esta noche?
¿Un pase de modelos? La idea la tentaba. Paula había fantaseado a menudo con la posibilidad de probarse alguna de aquellas ropas exquisitas y aquel sería el momento perfecto.
Pero, por alguna razón, Pedro no se detuvo en el departamento de moda, sino que continuó caminando.
—Eh... ¿a dónde vamos?
—Ya lo verás.
Dejaron detrás la sección de jóvenes, de baño, de lencería... Y Pedro no se detuvo hasta llegar al último de los departamentos femeninos.
Paula se detuvo y lo miró con expresión escéptica.
—¿Novias?
—Ve al primer probador. He dejado allí algo para tí.
—No sé si me apetece probarme un traje de novia.
—Te prometo que no es un traje de novia. Yo te esperaré en el mostrador de cambios —antes de marcharse le dijo—: Y, por cierto, considéralo un regalo. Te lo compré ayer.
Mientras se encaminaba hacia el probador, por la mente de Paula cruzaron toda clase de posibilidades. El departamento de novias incluía toda una sección de vestidos de noche y trajes de etiqueta. Pero cuando su mirada se acostumbró a las deslumbrantes luces de la entrada del probador y pudo ver lo que Pedro quería que se probara para él, recordó que aquella sección también ofrecía todo un surtido de lencería. La más deliciosa y seductora lencería para el ajuar de una novia.
Apretó los puños, alzó los brazos al cielo y gritó con expresión de triunfo:
—¡Sí!
Pedro por fin había decidido poner fin a sus juegos. Porque no iba a ser capaz de mirarla sin tocarla.
Se metió en el probador, se desnudó rápidamente y tomó el delicado conjunto, temiendo casi tocar la delicada seda y el encaje. Como el cubículo estaba en penumbra, apenas podía distinguir el conjunto. ¿Era de color negro? ¿Color burdeos?
El sujetador apenas cubría las curvas de sus senos y el encaje rozaba sus sensibilizados pezones. Solo después de ponerse las bragas de encaje a juego se dio cuenta de que tenían una cremallera en el centro. ¡Qué escándalo!
A continuación descubrió una liga y las medias más sedosas que había visto en toda su vida. Después de ponérselas, se cubrió con una bata a juego y se ató el cinturón, notando el pronunciado escote que se abría hasta muy por debajo del final del sujetador. Y para terminar, se puso unas zapatillas de tacón que completaban el seductor conjunto.
Cuando terminó, intentó ver su reflejo en el espejo, pero apenas podía distinguir nada. Así que se pasó los dedos por el pelo, se mordió el labio y tomó aire. Aquel juego sensual era muy excitante, pero también la asustaba un poco. Al no poder verse a sí misma en el espejo, no podía reunir la confianza que necesitaba, no podía decirse a sí misma que merecía la pena el esfuerzo.
«Eres Paula», se recordó. Y Pedro se merecía la ansiedad y las inseguridades contra las que estaba batallando.
Paula salió de los probadores y no vio a Pedro por ninguna parte. Pero, definitivamente, sí vio lo que le había preparado.
En el departamento de novias había un rincón con una tarima, rodeada por tres espejos. Las novias normalmente la utilizaban para probarse el vestido de novia y tener una visión del mismo desde todos los ángulos.
Pero era obvio que Pedro tenía otra cosa en mente. Había cubierto la tarima con una tela de satén marfil y había colocado velas blancas delante de cada espejo. En el centro de la plataforma brillaba un solitario foco.
—¿Estás ahí? —le preguntó Paula, colocándose en una esquina, sin atreverse a ser iluminada por completo.
—Sal a la plataforma.
La voz procedía de cerca del mostrador de cambios, pero Paula no podía verlo. Se mordió el labio.
—¿Dónde estás?
—Estoy aquí, Paula. Por favor, da un paso adelante, déjame verte.
Paula tomó aire, se acercó a la plataforma y miró por encima del hombro, buscando a Pedro.
—No, no me mires a mí —le pidió Pedro con un ronco susurro.
Paula bajó la mirada y vio su cuerpo iluminado por la luz del foco.
—Mírate en los espejos —continuó Pedro.
Paula se miró. Y volvió a mirarse. Entreabrió los labios para poder respirar, intentando combatir el impacto causado por las imágenes que le devolvía el espejo. Su reflejo se repetía una y otra vez. El efecto era sorprendente. El tono brillante de la lencería color zafiro contra la suavidad de su piel era al mismo tiempo llamativo y sensual. Mientras veía las pronunciadas curvas de su cuerpo bajo la seda, se imaginó a Pedro contemplándola desde la oscuridad. El corazón le latía a un ritmo vertiginoso.
—¿Es esto lo que quieres?
—Oh, sí.
Aunque sabía que Pedro se había acercado, Paula no se movió. Continuó con la mirada fija en el espejo, sin reconocer apenas a la mujer que veía frente a ella. Una sonrisa curvó sus labios mientras se abría la bata.
Oyó que Pedro contenía la respiración.
—¿Quieres que pare?
—Solo si quieres matarme.
Paula rió suavemente, se desató el cinturón de la bata y dejó que se abriera completamente. Un suave gemido le indicó que Pedro estaba a solo unos centímetros de ella. No se volvió, y tampoco buscó su reflejo en el espejo. Paula ni siquiera había pensado nunca en lo adictiva que podía ser la sensación de sentirse deseada. Pero lo estaba sintiendo en aquel momento. Era una sensación embriagadora. Intensa. Sobrecogedora. Solo la igualaba la elemental respuesta de su cuerpo.
Deseaba tanto a Pedro que le dolía.
—¿Más?—sin esperar respuesta, dejó que la bata resbalara por sus hombros.
—Eres sorprendente. ¿Te ves a ti misma tal como yo te veo?
Paula se encogió de hombros y dejó que la bata cayera al suelo.
Después miró hacia adelante, estudiando su reflejo. Nunca se había considerado una persona verdaderamente bella. Y, desde luego, jamás se había visto a sí misma como una mujer sensual. Pero en aquel momento se veía exótica, bella, sensual. Y sabía que era Pedro el único hombre capaz de hacerle sentirse así.
Casi sobrecogida por la facilidad con la que Pedro había sido capaz de provocarle aquella reacción, Paula se llevó la mano al cuello. Se lo acarició, estudiando en todo momento su reflejo. A continuación, deslizó la mano por su hombro y su brazo.
—Estás imaginándote que soy yo el que te toco.
Paula asintió y continuó bajando la mano por su seno, acarició la piel suave de su vientre y hundió los dedos en el elástico de las bragas.
—Más —le pidió Pedro cuando se detuvo.
—No son mis manos las que quiero que me toquen.
Paula esperó durante unos segundos que le parecieron horas. Después, miró su reflejo por el rabillo del ojo y vio la mano de Pedro deslizándose por la curva de su cintura. Mientras saboreaba el calor de la palma de su mano contra su piel, Paula no dejaba de mirar. Los dedos bronceados de Pedro contrastaban marcadamente contra su piel clara.
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