—¿Yo soy la única persona del mundo que no sabía que tenías un hermano gemelo?
—Creo que sí —replicó Federico—. Pero no te sientas mal. Nos parecemos tanto que ha habido mucha gente que nos ha confundido. Pedro sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
—No nos parecemos tanto.
—Por supuesto que no. Solo se parecen físicamente —terció Paula, como si la idea le pareciera ridícula—. Me cuesta creer que no lo haya averiguado antes. Son completamente diferentes... ¿Pero cómo es posible que no hubiera oído hablar de ustedes dos? No tenía la menor idea de que Federico tuviera un hermano gemelo.
—Sí, de eso ya me he dado cuenta —dijo Pedro.
Y mientras hablaba, se dio cuenta de que su enfado prácticamente se había evaporado. Sí, todavía le dolía haber visto a su hermano con las manos encima de una mujer que él ya había decidido que era suya. Una mujer a la que había estado esperando durante toda su vida.
Por una vez podía perdonarlo. Pero como volviera a ponerle las manos encima...
—¿Y ahora qué? —preguntó Federico.
—Ahora vete —respondió Pedro—. Y rápido. Su hermano lo miró con los ojos entrecerrados.
—Creo que era yo el que la estaba besando cuando has llegado. ¿Por qué debería marcharme?
—¿Quizá porque yo me he acostado con ella este fin de semana?
Por el rabillo del ojo, vio que Paulase dejaba caer en el sofá y se tapaba la cara con las manos. Comprendió que no había sido muy diplomático. Pero ya se disculparía más tarde, en cuanto se fuera su hermano.
—¿Este fin de semana? ¿Durante el congreso?
—Sí —admitió Pedro—. ¿Y ahora quieres marcharte? Vete a regañar a alguno de tus dependientes por estar mascando chicle.
Federico lo ignoró y miró hacia Paula. Esta permanecía tan quieta como un saco de harina. Pedro se preguntó si se iba a desmayar, pero comprendió que no cuando advirtió que se estaba frotando los ojos.
—Entonces me ha besado pensando que yo era... tú. Aunque en realidad creía que tú eras yo —reflexionó Federico.
—Está empezando a dolerme la cabeza —farfulló Paula, sin destaparse la cara.
—Exacto. Simplemente, ha besado al hermano equivocado.
—O se ha acostado con el hermano equivocado —lo contradijo Federico, con una sugerente elevación de ceja.
—Déjalo, Federico, busca a otra pobre mujer a la que puedas romperle el corazón. Paula está fuera de tu alcance.
—¿Pobre mujer? —Paula se irguió y lo miró fijamente—. ¿Fuera de su alcance? Parecen un par de niños de ocho años discutiendo por un cromo de Pokémon.
—Bueno, tú eres la única que puedes aclarar esto, ¿verdad? Elige.
Pedro odió la confiada sonrisa que apareció en el rostro de su hermano. Iba a ser un auténtico placer ver cómo se le bajaban los humos cuando Paula lo rechazara.
—¿Que elija? Dios mío, ¿tengo que tratarlos como si fueran un par de pollos asados? ¿Siempre son así?
—No es para tanto, ángel —repuso Pedro con una sonrisa—. Federico en realidad no es tan malo. Solo un poco cabezota. Dile que se pierda y ya estará todo arreglado. Hace ya tiempo que establecimos algunas reglas para este tipo de situaciones. Lo hicimos desde que los dos decidimos que queríamos casarnos con Melanie Jones en primer grado. En cuanto la chica elige, el otro desaparece.
—La pobre Melanie probablemente terminó siendo la única niña del manicomio —musitó Paula, malhumorada.
—Vamos, Paula, dile que se vaya de aquí para que podamos hablar —le pidió Pedro.
Paula lo miró en silencio. Y a medida que el silencio se prolongaba, Pedro comenzó a fruncir el ceño. Aquello estaba durando demasiado. Tomó aire. Estaba seguro de que no podía haber confundido lo que había pasado entre ellos aquel fin de semana. Hubiera habido o no confusión de identidades, era imposible que Paula hubiera fingido sus sentimientos. Lo deseaba, eso era indudable. Pero entonces, ¿a qué estaba esperando?
—¿Y bien? —la urgió Federico—. Estuviste con mi hermano gemelo cuando en realidad pensabas que estabas conmigo. La pregunta es, ¿a cuál de los dos deseas?
Paula se cruzó de brazos y cerró los ojos.
—No me puedo creer que esto esté sucediendo.
—Me quiere a mí —intervino Pedro—. No a un director estirado y vestido de traje que solo aparta los dedos de la calculadora para bajar cremalleras...
—Oh, así que crees que prefiere a ese irresponsable cortacéspedes que renunció al negocio de la familia para dedicarse a echar estiércol.
Estaban tan acostumbrados a insultarse de aquella manera entre ellos, que ninguno de ellos se ofendía. Además, por mucho que discutieran, Pedro era consciente de que no podía contar con ningún amigo tan leal como su hermano. Y el sentimiento era mutuo.
—Que seas mi hermano no quiere decir que no seas un auténtico imbécil —dijo Pedro, riendo a su pesar.
—Y porque seas mi hermano no voy a renunciar y a dejar que ganes.
Pedro suponía que cualquiera que los estuviera oyendo debía pensar que realmente se odiaban, de modo que no se sorprendió cuando Paula dijo:
—Son increíbles —parecía disgustada con los dos—. Ya he decidido quién tiene que irse — continuó, mientras se inclinaba para ponerse las sandalias—. Yo.
Pedro se debatía entre evitar que se marchara o insistir en acompañarla. Pero algo lo detuvo: una triste y solitaria lágrima que se deslizaba por uno de los hermosos ojos de Paula, trazando un camino húmedo por su sedosa mejilla. La lágrima fue acompañada de un único susurro:
—Por favor...
Pedro sabía lo que estaba pidiendo. Estaba pidiendo espacio. Estaba pidiendo que la dejaran escapar antes de que rompiera a llorar. Que no le hicieran mantener una conversación en un momento en el que se sentía tan humillada. Que le dieran tiempo.
Pedro se apartó de la puerta, se acercó hacia ella y le secó la lágrima.
—Te llamaré más tarde.
Paula se llevó la mano a la cara, siguiendo el camino que Pedro había trazado con el dedo y le dirigió una llorosa sonrisa. Asintió y salió corriendo, dejando a Pedro y a Federico solos en el taller.
—Interesante. No me había fijado en lo atractiva que es la escaparatista. Siempre me ha parecido tan tranquila, tan callada y... tan intelectual.
—Justo lo contrario que las rubias platino tan estúpidas que a ti te gustan.
—¿Quién iba a imaginarse que el dulce rostro de Paula podía llegar a ser tan excitante?
Pedro se adentró en la habitación hasta quedar nariz con nariz frente a su hermano.
—Federico, te estoy diciendo que te olvides de ella. Es mía. No tienes ninguna oportunidad.
—Hum. Te veo terriblemente posesivo. Pero no creo que la conozcas desde hace mucho tiempo, porque, en ese caso, ella habría sabido cómo te apellidabas.
Pedro lo miró con los ojos entrecerrados.
—Te estás adentrando en un terreno muy peligroso.
—Oh, vamos, apenas la conoces. ¿Vas a decirme que no te retirarías deportivamente en el caso de que ella decidiera que soy yo el que le intereso?
—Eso es imposible. Ahora está confundida, pero todo se arreglará en cuanto lo supere.
Federico se encogió de hombros y se llevó el dedo índice a los labios.
—Quizá, ¿pero de verdad estás tan seguro? Pedro, dejando aparte todas estas tonterías, ¿no se te ha ocurrido pensar en la posibilidad de que lo que ha pasado este fin de semana no haya sido un error? A lo mejor ha sido algo intencionado.
Pedro no comprendía lo que quería decirle.
—Me refiero —continuó Federico— a que quizá se había propuesto llamar mi atención durante el congreso, antes incluso de que os conocierais. Y no por motivos sentimentales, sino económicos.
Pedro apretó los dientes con fuerza.
—Estás completamente equivocado.
—Mira —insistió su hermano—, quizá tengas razón y todo esto haya sido un extraño malentendido. Quizá todo esto os lleve al verdadero amor, a una casa, una familia y toda esa repugnante utopía.
Pedro no pudo evitar reírse ante el desdén con el que Federico hablaba del matrimonio y el compromiso.
—Pedro, Paula no sería la primera mujer que juzga las diferencias entre nosotros por el tamaño de nuestras cuentas corrientes.
—Ya. Supongo que esperas que esa sea la única comparación que hagan las mujeres entre nosotros —le espetó Pedro, sin dejar de pensar en las acusaciones de Federico.
No le gustaba, pero la engorrosa semilla de la sospecha había arraigado en su cerebro. Y sabía que permanecería allí hasta que pudiera hablar a solas con Paula.
—Creo que debería ir a buscarla.
—No creo que la encuentres. Además, has estado unos días fuera, ¿has ido ya a pagarles a tus empleados? ¿O te has pasado por ese almacén al que llamas despacho?
—La empresa es mía, de modo que eso es asunto mío.
—Me preocupo por ti, supongo que tengo derecho.
—Gracias, Federico, pero no tienes por qué preocuparte. Aunque comprendo que no quieras que fracase y tenga que volver aquí. Porque entonces tendrías que buscarte otro trabajo, hermanito.
Federico soltó una carcajada.
—No te creas que a veces no me gustaría. Así la abuela podría dedicarse a vigilar a otro de sus nietos durante una temporada. Y a buscarle pareja, por cierto. La abuela parece decidida a tener pronto bisnietos.
A pesar de sus comentarios, Pedro sabía que su hermano respetaba su decisión de montar un negocio propio.
Y el sentimiento era mutuo. A menudo habían hablado entre ellos de la falta de libertad en el seno de su familia. No era ningún secreto que Federico no siempre estaba feliz en el papel de aparente heredero. Pero si no feliz, por lo menos estaba satisfecho. Además de completamente dedicado a ello.
—La abuela no se va a salir con la suya, ¿eh?
—Me temo que no, así que continuarás siendo el rey de este castillo de la moda durante el resto de tu vida. Y yo seguiré siendo el príncipe sin reino.
—Creía que eras el bufón. Pedro elevó los ojos al cielo. Antes de salir de la habitación, dijo:
—Por cierto, procura mantenerte lejos de Paula. Si vuelves a besarla, eres hombre muerto.
—Creo que ella todavía no ha tomado ninguna decisión. Así que, hasta que no lo haga, el campo está libre.
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