Su abuela arqueó una ceja.
—Me pregunto si eres realmente consciente de lo peculiar que ha sido su infancia. ¿Sabes? Me sorprende que no haya intentado aferrarse a la posibilidad de conseguir un marido rico.
—Paula sabe que el dinero no es lo verdaderamente importante.
—Lo dice una persona que nunca ha sabido lo que es carecer de él. Pero Paula sí lo sabe. ¿Sabes que su hermana y ella tuvieron que pasar una temporada en una casa de acogida mientras su madre vivía en la playa con un puñado de hippies? ¿Que esa es la razón por la que su padre las abandonó y tuvieron que hipotecar la casa? Pedro miró fijamente a su abuela.
—La has investigado.
—Por supuesto. Desde que tu hermano trajo a la cena de Navidad a esa cabaretera que intentó meterse uno de mis huevos Fabergé en el bolso, he investigado a cualquiera que estuviera en contacto con ustedes.
—Paula nunca me ha contado nada sobre eso.
—Supongo que es algo de lo que no le gusta hablar. Pero seguro que te hace pensar. ¿No te das cuenta de lo agradable que sería para ella no tener que volver a preocuparse? Sentirse a salvo, segura, sin temer que su familia pueda quedarse sin casa otra vez. Sin pensar que sus hijos pueden llegar a pasar hambre. Como la pasó ella.
Pedro buscó en vano algún indicio de malicia en la voz de su abuela. Pero no, no estaba intentando engatusarlo. Y tampoco necesitaba hacerlo. Con la verdad era más que suficiente.
Paula acababa de llegar a su barrio cuando sonó el teléfono móvil. Lo conectó rezando para que no fuera su madre la que la llamaba.
-Paula, soy Pedro.
Paula se mordió el labio. Estaba deseando hablar con él. Sin embargo, aquel era un mal momento.
—Hola.
—¿Podemos hablar?
—Estoy en el coche, a punto de llegar a mi casa. Pedro, escucha, han pasado muchas cosas. ¿Podemos vernos más tarde? —bajó la voz—. Quiero hablar contigo. No quiero que pienses... Quiero que sepas... —sonó un claxon tras ella—. Sí, sí, ya voy —musitó.
—¿Qué?
—Lo siento, Pedro, hay mucho tráfico. Pero tienes razón, tenemos que tener una conversación larga y seria, pero no ahora. Tengo que... — ¿salvar a su madre otra vez?—. Tengo que pensar.
—De acuerdo, lo sé, Paula. Solo quería que supieras que voy a volver a trabajar con Federico.
Se cortó la comunicación antes de que Paula pudiera decir una sola palabra más.
El tipo que estaba tras ella continuó haciendo sonar el claxon, porque Paula no era capaz de moverse mientras intentaba absorber la información que acababa de recibir. ¿Había renunciado por ella? Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No, Pedro, no —no podía permitir que hiciera una cosa así.
Por fin, cuando nuevos conductores se unieron al coro de cláxones, Paula se puso en marcha y condujo hasta su casa. Y habría seguido dándole vueltas a la revelación de Pedro si no hubiera visto un coche de policía en la puerta de su casa. Las cosas no podían estar peor.
Paula estacionó y corrió inmediatamente hacia el interior de la casa.
—Mamá, no digas una sola palabra hasta que venga un abogado —gritó mientras irrumpía en el interior de la casa.
Alejandra y el hombre que estaba con ella en el sofá alzaron la mirada.
—Hola, Paula.
Paula se quedó mirando fijamente al oficial.
—¿Le ha leído sus derechos? El oficial, un caballero maduro y atractivo, se levantó y le tendió la mano.
—Tú debes de ser Paula, la otra hija. Y no, tu madre no necesita que le lea sus derechos porque no tiene ningún problema.
—Lo sé todo, mamá —Paula se volvió nerviosa hacia su madre—. Sé lo que has hecho y por qué. Pero ya hablaremos de eso más tarde —miró al policía—¿Entonces no van a denunciar a mi madre?
—Oh, no. Tu madre fue la primera en ponerse en contacto con nosotros para comunicarnos sus sospechas sobre el señor Howard, alias señor Hilton y señor Howell. Lo buscan en varios estados. Ella nos ayudó a ponernos en contacto con otras víctimas y nos ha dado suficiente información como para detenerlo. Esta misma tarde lo hemos arrestado.
Paula se dejó caer en una silla. Era tal su alivio que no podía mantenerse en pie. Tomó aire y alzó de nuevo la mirada. Su madre y el policía estaban intercambiando cariñosas sonrisas.
—Así que lo han atrapado. ¿Y ha devuelto el dinero?
Sol, que acababa de entrar, contestó a la pregunta.
—No, al parecer era un jugador. Se ha fundido todo, incluido nuestro dinero.
Sol no parecía en absoluto triste, pero Paula se levantó y abrazó a su hermana.
—Encontraremos la forma de volver a reunir ese dinero, cariño.
Su hermana le permitió abrazarla y después se separó de ella.
—Ya la hemos encontrado. Mamá tiene un trabajo nuevo y yo puedo trabajar durante todo el verano. Además está la recompensa.
—¿la recompensa?
—No es tanto como lo que hemos perdido, Paula—intervino Alejandra, que apenas había hablado desde la llegada de su hija—, pero nos ayudará a restituir la mayor parte de lo que teníamos en la cuenta.
El oficial tomó la gorra que había dejado sobre la mesita del café y dijo:
—Creo que será mejor que os deje hablar a solas. Alejandra, gracias por el té. Te veré el lunes en el trabajo.
Paula arqueó una ceja.
—Voy a trabajar en una comisaría —le explicó Alejandra—. Me han contratado como recepcionista —e intercambió una cálida mirada con el policía antes de que este se marchara.
Paula y su hermana se miraron con recelo. Y en cuanto estuvieron solas, Paula se volvió hacia su madre.
—Es posible que Sol y la policía se conformen con lo que ha pasado, pero yo no, mamá.
Alejandra le tomó la mano y la condujo hasta el sofá.
—Paula, no tienes que preocuparte por lo que ha pasado. Por primera vez, yo misma he sido consciente de lo que estaba ocurriendo y no he esperado a que nadie me sacara de apuros. He hecho algo por mí misma.
Aunque Paula estaba dispuesta a tener una discusión con su madre, se contuvo.
—Sí, lo has hecho, ¿verdad, mamá? Alejandra asintió feliz.
—Sabía cómo te sentirías. Y también que harías todo lo posible por solucionar este desastre. Pero soy capaz de aprender de mis errores, Paula. Soy capaz de cambiar y quiero hacerlo. Por tí —se volvió hacia Sol—. Por ustedes.
—¿Cambiar?
Alejandra bajó la mirada hacia sus manos.
—Ya he empaquetado todo el equipo de cerámica. Quiero empezar a ser como ustedes quieran que sea.
—Mamá, yo no quiero que cambies —susurró.
A Paula le costaba creer que fuera ella la que estaba pronunciando aquellas palabras, pero sabía que era cierto. Por primera vez en su vida, se permitía admitirlo. A pesar de las ocasionales frustraciones, los enfados y las preocupaciones, adoraba cada uno de los minutos que había pasado con su madre.
—Te quiero tal y como eres y me importas lo suficiente como para querer que seas completamente feliz. ¿No es así como deben ser las cosas?
—Por fin alguien que dice algo sensato en esta casa —asintió Sol.
Y con aquella misma respuesta, el dilema de Paula dejó de serlo. Amaba a Pedro tal como era. Y no lo cambiaría por nada del mundo.
Aunque eran casi las seis, Pedro no volvió a casa después de haber llamado a Paula. Regresó a Dolphin Island. Renunciara o no, iba a terminar aquel trabajo antes de irse.
Además, necesitaba trabajar. Hundir la pala, golpear con el martillo. Mantener su cuerpo ocupado para asegurarse de que su mente no pasaba todos y cada uno de los segundos preguntándose qué pensaría y decidiría Paula.
Una vez en el centro turístico, escribió una nota para Jason, se quitó la camisa y se preparó para ir a trabajar en el jardín. Quería sudar. Quería que le dolieran los músculos. Quizá así aquella noche pudiera conciliar el sueño.
Acababa de llegar a la puerta del jardín cuando vio un coche en la entrada.
—Paula—musitó.
Se quedó completamente paralizado mientras la observaba estacionar y salir del coche. Su expresión no daba ningún indicio de su humor. Pedro no sabía qué esperar. ¿Júbilo? ¿Desilusión? ¿Comprensión? ¿Un poco de todo?
—Hola —lo saludó Paula cuando por fin llegó a su lado—. Me imaginaba que estarías aquí.
—Todavía queda mucha luz. Paula se cruzó de brazos.
—¿Lo que has dicho por teléfono era cierto? ¿Quieres renunciar a este trabajo?
—Sí. Ya le he dicho a Federico que voy a volver con él.
—Eso no contesta a mi pregunta. ¿Quieres renunciar a tu trabajo?
—Te quiero a ti, Paula—vio que a los labios de Paula asomaba una sonrisa.
—Y me tienes, Pedro. Me has tenido desde la primera vez que te vi bajo la lluvia —se acercó a él y le acarició la cara con el dedo. Después buscó el lóbulo de su oreja para tocar el arete de oro—. Te amo.
Pedro inclinó la cabeza, y le besó la palma de la mano.
—Yo también te amo, Paula. Y quiero hacer tus sueños realidad.
—Me has dado muchos sueños nuevos, Pedro. Y una nueva forma de entender el amor y la lealtad —deslizó el brazo por su cuello para estrecharlo contra ella—. Pero hay algo que deberías saber. No tengo intención de ser la esposa de un aburrido ejecutivo.
—¿Qué quieres decir?
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