lunes, 4 de mayo de 2015

Entre Dos Hombres: Capítulo 1

—Cariño, estoy preparada. Llevo toda la semana esperando este momento... Por fin solos. Ya es hora de que te quites esa ropa y te pongas algo cómodo.
Sin esperar respuesta y, por supuesto, sin recibir ninguna, Paula Chaves tomó la hebilla del cinturón, la desató y, con un rápido movimiento de los dedos, desabrochó el botón de los pantalones. Agarró la lengüeta de la cremallera y la bajó delicadamente. El metálico siseo de los dientes de la cremallera quebró el silencio de la noche y fue seguido por el susurro de la tela cayendo al suelo.
Paula se puso de puntillas y alcanzó la cinta elástica de los calzoncillos. Tiró de ellos hacia abajo, se sentó sobre los talones y suspiró.
—Es viernes por la noche. Soy una soltera razonablemente atractiva de poco más de veinte años y acabo de desnudar a un hombre —se pasó la mano por la frente y musitó—: Es una pena que seas tan anatómicamente correcto como el muñeco Ken.
El maniquí no respondió. Y tampoco su colega femenino que permanecía detrás de Paula en el escaparate principal de la galería comercial Alfonso's.
Qué forma de pasar un viernes por la noche. Sola, en unos desérticos y exclusivos almacenes de Boca Ratón, en Florida. Rodeada de prendas de diseño ridiculamente caras, complementos de cuero y pretenciosas joyas... y con un puñado de maniquíes de plástico como única compañía.
Paula se encogió de hombros y revisó sus notas para pensar en la nueva disposición del escaparate. Los viernes por la noche se cambiaban los principales escaparates de la galería. Una gran cosa, especialmente desde que el director le permitía hacer montajes más atrevidos. Hasta entonces, Paula se había limitado a aportar sus propios toques creativos en los escaparates de la parte posterior de los almacenes.
Aunque solo llevaba seis meses trabajando en Alfonso's, sabía que sus creaciones ya habían llamado la atención. No, al director no le había hecho mucha gracia que dejara un maniquí completamente desnudo con un bañador colgando de uno de sus dedos. Pero al público le había encantado y al final el mismísimo Federico Alfonso había aceptado escuchar sus ideas para los principales escaparates de la entrada.
Justo cuando estaba alargando la mano hacia la cremallera del traje de noche de la maniquí, Paula  oyó el sonido de un motor. Se asomó a través de las gruesas cortinas que cubrían el escaparate y vio una camioneta negra aparcada en la acera. Miró el reloj. Eran poco más de las doce de la noche. El guardia de seguridad debía estar haciendo su ronda, pero podía encontrarse en cualquiera de los tres pisos del almacén. Con su mala suerte, y con la reputación del vigilante, seguramente estaría roncando en uno de los colchones de la sección de muebles. Lo que significaba que tendría que tratar ella sola con la banda de ladrones que probablemente estaba a punto romper con un banco la luna del escaparate para robar las joyas que se exponían en él.
Agazapada tras las cortinas, Paula vio salir a un solo hombre de la camioneta. Y cuando este pasó bajo una farola y pudo distinguir su rostro, suspiró aliviada.
—Federico Alfonso.
Probablemente había ido a comprobar qué estaba haciendo con su precioso escaparate.
—¿Por qué los hombres guapos tienen que ser tan impertinentes? —musitó en voz alta.
Federico  era un hombre atractivo, eso era incuestionable, pero Paula había conocido pocos hombres tan estirados como él. Se había fijado en él en más de una ocasión desde que había comenzado a trabajar en aquella firma familiar.
Al fin y al cabo, Fefedrico era un hombre soltero, rico y guapo. En algunos aspectos, era todo lo que Paula podía desear. Los rumores decían que era muy inteligente, estable y trabajador. Justo lo contrario de los últimos hombres con los que había salido... Y también de su propio padre, sus dos padres adoptivos y la larga cadena de novios de su madre.
Exactamente lo que estaba buscando.
O al menos eso había creído al principio. Pero Paula no podía soportar a un hombre que no sonreía, que no disfrutaba con nada. Ese era el problema de ser demasiado maduro y sensato. Por lo que Paula había oído, la única pasión de Federico era correr. Al parecer vivía cerca de la playa y le gustaba correr varios kilómetros todas las mañanas. Lo que probablemente explicaba su físico perfecto, por no mencionar su bronceado. Dos rasgos que, de alguna manera, no encajaban con la imagen de hombre trajeado con la que aparecía en público.
El caso era que, por atractivo que Federico Alfonso pudiera ser, parecía incapaz de disfrutar de la vida. Y por mucho que Paula anhelara encontrar a un hombre guapo, estable y trabajador, para ella era un requisito indispensable que su pareja supiera reírse.
Advirtió mientras lo observaba que no iba vestido con uno de sus habituales trajes azul marino. Por increíble que pareciera, llevaba unos vaqueros particularmente estrechos, que realzaban las líneas de sus músculos... por no mencionar las curvas de un trasero magnífico en el que hasta entonces Paula no se había fijado.
Mientras Federico salía del haz de luz de la farola, un relámpago iluminó el cielo. Paula lo vio fruncir el ceño y creyó verlo pronunciar un juramento. Cuando Federico se agachó al lado de la camioneta para revisar la rueda comprendió por qué.
—Ha pinchado —musitó para sí.
Paula  observó a Federico ir a buscar la rueda y la palanca a la parte trasera de la camioneta. Era extraño, ella habría jurado que sería miembro honorario de cualquier club de carretera. Le impresionaba que un hombre como él supiera cambiar una rueda.
En cuestión de minutos, Federico  había sacado la rueda pinchada. Paula, todavía escondida tras las cortinas, tuvo que reprimir las ganas de salir a ayudarlo.
Unas gotas de lluvia comenzaron a deslizarse por la parte superior del escaparate. Pero Troy no parecía notar la lluvia.
—Será mejor que te des prisa, amigo —susurró Paula para sí.
Federico dejó la rueda pinchada en la acera y Paula apreció la fuerte musculatura de sus brazos.
—Muy bien, así que no le asusta el trabajo físico...
Federico se limpió las manos en los vaqueros, dejando una mancha de grasa en la cadera. Volvió de nuevo al trabajo, pero de pronto se detuvo y levantó la mano. Al verlo hacer una mueca y llevarse un dedo a los labios, Paula comprendió que se había hecho daño.
La visión de los hermosos labios de Federico Alfonso curvados alrededor de su dedo hizo que el tiempo se detuviera durante al menos cinco segundos. Tiempo suficiente para quePaula tragara saliva e imaginara esos mismos labios alrededor de alguna parte de su propia anatomía.
Federico permanecía ajeno a su presencia mientras ella continuaba mirándolo ávidamente desde el escaparate. Colocó la rueda pinchada en la parte posterior de la furgoneta mientras la lluvia incrementaba su fuerza. Y estaba terminando de ajustar la última tuerca cuando la lluvia comenzaba a convertirse en el típico diluvio de Florida. Paula esperaba que Federico corriera al interior de la furgoneta o buscara refugio bajo la marquesina del almacén. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Mientras Paula lo miraba con el corazón en la garganta, se levantó, alzó el rostro hacia el cielo y comenzó a reír. La camiseta de algodón blanco absorbía el agua con la voracidad de una esponja y se iba oscureciendo contra su cuerpo, hasta quedar pegada a sus músculos como una segunda piel.
Justo cuando Paula comenzaba a pensar que no podía ceder ni un segundo más a aquel ejercicio de voyeurismo y había decidido volverse, vio que Federico agarraba el dobladillo de su camiseta. Se quedó paralizada, con la nariz pegada al cristal y los ojos abiertos como platos, preguntándose si realmente Federico iba a hacer lo que parecía que iba a hacer.
Con el rostro inclinado hacia el cielo, Federico  comenzó a tirar de la camiseta hacia arriba. ¡Se la iba a quitar! La camiseta tardó una eternidad en separarse de su piel. Paula no movía un solo músculo mientras lo miraba, apenas respiraba y cada vez estaba más excitada. Federico se quitó la camiseta, la arrojó a la parte trasera de la camioneta y permaneció con el torso desnudo bajo la lluvia.
—Guau —consiguió musitar Paula.
Federico  flexionaba los músculos con la gracia de un animal. Paula  presionó los dedos contra el escaparate. La frialdad del cristal se contraponía a la piel ardiente que ella imaginaba. Gimió cuando Federico alzó lentamente los brazos al cielo. Parecía elegante y poderoso al mismo tiempo. Evidentemente, estaba saboreando la lluvia sobre su rostro. Comenzó a girar muy lentamente, como si quisiera empaparse o, simplemente, danzar disfrutando de los elementos.
Paula  retrocedió instintivamente a pesar de que sabía que era imposible que pudiera verla por la rendija de las cortinas.
No, no podía verla. Pero, definitivamente, ella podía verlo a él gracias a la farola que lo iluminaba de la cabeza a los pies. Volvió a acercarse al cristal y vio las gruesas gotas de lluvia resbalando por los vigorosos músculos de su cuerpo. El agua empapaba la cintura de los vaqueros, oscureciendo la tela.
A Federico no parecía importarle. Parecía una suerte de dios pagano en aquella sensual adoración de la lluvia. Fuerte. Poderoso. Y perfecto.
Un hombre en completa sintonía con sus sentidos. Un hombre saboreando el fresco alivio de la lluvia en una noche de verano. Un hombre capaz de reírse de un diluvio.
Definitivamente, un hombre al que le gustaría conocer mejor.
Dos semanas después, Paula estaba convencida de que Federico Alfonso era un vampiro que solo vivía después del ocaso. No había vuelto a ver un solo indicio de aquel hombre espectacular desde la noche en la que lo había visto cambiando la rueda bajo la lluvia. El cielo sabía que lo había buscado durante las reuniones, o cuando se habían cruzado casualmente en la galería. Pero al único que había visto había sido al serio y estirado Federico Alfonso que la había contratado.
-¿Estás segura de que no necesitas que te acompañe a ese lujoso hotel?
Paula  apartó de su cabeza el recuerdo de Federico Alfonso sin camiseta y empapado, y prestó atención a su amiga y compañera.
—Lo siento, Zaira, me encantaría que vinieras. Alfonso ha aceptado pagarme el viaje para que pueda asistir a esa conferencia, pero no creo que esté dispuesto a pagártelo también a ti, aunque seas la mejor encargada de perfumería del estado.
Zaira Nara , la encargada en cuestión, limpió la superficie de uno de los taburetes del despacho de Paula y se sentó en él alegremente.
«Despacho» era una palabra demasiado generosa, quizá. En realidad, Paula trabajaba en un lúgubre rincón, en la zona más oscura de las galerías. El despacho estaba lleno de cajas, cajones y ropa de la que Paula pensaba utilizar en los escaparates. Por no mencionar brazos, cabezas y diversas partes del cuerpo de los maniquíes.
—No entiendo cómo eres capaz de quedarte aquí encerrada todas las noches.
—Me gusta. Además, prefiero tener que vérmelas con motas de polvo a tener que volver a casa todas las noches oliendo a treinta perfumes diferentes.
—Y que lo digas. Mi pobre perro no sabe quién llega a casa cada noche. Pero de todas formas, ¿no te sientes muy sola aquí metida?

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