Consciente de que iba a enloquecer si no se enfrentaba cuanto antes a la mujer que amaba, Pedro se detuvo en medio de la zapatería y regresó al taller. De una u otra forma, averiguaría la verdad.
Para cuando regresó, Paula estaba sola, sentada en el sofá con la cara entre las manos. Intentando endurecerse contra sus lágrimas, Pedro entró en la habitación.
Paula alzó inmediatamente la mirada.
—Pedro—Paula se levantó, pero no se acercó a abrazarlo—. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
—El suficiente como para haber oído la conversación que has mantenido con mi abuela — cruzó hasta el escritorio e, incapaz de controlarse, tiró de un manotazo todos los papeles que había sobre él—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido confabularte con mi abuela para arruinarme? ¡Yo pensaba que lo nuestro era auténtico!
—¡Y lo es! Pedro, ¿qué parte de nuestra conversación has escuchado?
—La suficiente como para saber que se suponía que debías distraerme de mi trabajo. ¿O acaso lo he entendido mal? ¿No era eso de lo que estabais hablando mi abuela y tú? ¿De las formas de aseguraros de que me arruinara?
Paula sacudió la cabeza. Las lágrimas comenzaron a resbalar de sus ojos.
—Quizá sea eso lo que ella quiere, Pedro, pero yo no estoy de acuerdo con ella. No tenía la menor idea de que había planificado enviarme a ese congreso para que nos conociéramos.
—Sí, ya me he enterado. Pero supongo que vino a verte más tarde, cuando se dio cuenta de que estaba loco por ti.
—No, Pedro. Te prometo que esta es la primera vez que ha venido a verme.
—¿Nunca habías hablado con ella?
—Solo una vez —admitió—. Pero fue antes de conocerte. Me hizo muchas preguntas, alabó mi trabajo y eso fue todo —Paula dio un paso hacia él y le tendió la mano—. Por favor, Pedro, tienes que creerme. Yo nunca te engañaría. Y tampoco sabía que tu proyecto no estaba yendo bien. ¿Es eso cierto?
Pedro ignoró la pregunta.
—¿Hasta hoy no te había pedido que me distrajeras?
—No —contestó Paula con sinceridad.
Pedro la creyó. Hasta aquel día, no había estado de acuerdo en sabotear su trabajo. Pero eso no lo resolvía todo.
—Entonces —insistió, cruzándose de brazos—, ¿vas a seguir adelante con el plan? ¿Piensas volverme loco de amor para pedirme muy dulcemente que te ayude a tener un nivel de vida al que no te costaría nada acostumbrarte?
—Yo no me merezco eso, Pedro. No, no se lo merecía. Y Pedro se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas.
—Lo siento, Paula. No debería haberte dicho eso.
—Yo nunca he querido ser rica, Pedro. Y nunca me ha importado que tengas menos dinero que tu hermano.
—Lo sé. Pero el problema no es el dinero, ¿verdad? Sino la seguridad, la estabilidad, el que no sea capaz de convertirme en el tipo aburrido capaz de trabajar con un horario fijo al que llevas esperando desde que eras una niña.
Paula se enderezó. Las lágrimas corrían libremente por su rostro.
—No lo hagas parecer tan ridículo. Ahora mismo, un tipo que trabaje de nueve a cinco me resulta mucho más atractivo que un hombre capaz de gastarse el dinero de los estudios de los niños en abrir una escuela de paracaidismo.
¿Eso era lo que pensaba de él?, se lamentó Pedro. ¿Cómo podían haber llegado hasta allí? ¿Cuándo había permitido que las cosas escaparan de aquella manera a su control?
—Entonces, ¿estás de acuerdo con lo que pretende mi abuela? ¿Quieres que vuelva a trabajar aquí, que sea como Federico? ¿Crees que eso resolvería nuestros problemas?
Paula estaba cada vez más pálida.
—¿Alguna vez te he pedido algo parecido o te he hecho pensar que era eso lo que quería?
—No, no lo has hecho. Pero nunca has intentando convencerme de verdad de que no te importa que no sea un hombre de éxito, rico y estable como mi hermano.
La pelota estaba en el tejado de Paula. Lo único que tenía que decir eran tres palabras: «no me importa». Pero permaneció en un ominoso silencio mientras las lágrimas continuaban cayendo por su rostro.
—Supongo que no hay nada más que decir —Pedro se volvió y salió del taller.
En cuanto Pedro se fue, Paula se dio cuenta de lo que le estaba pidiendo. Quería una negativa, quería que le dijera que estaba equivocado. Le estaba pidiendo fe y ella no había sido capaz de comprender aquella maldita petición.
Sabía que debería seguirlo. Asegurarle que lo amaba, que lo amaba tal y como era. Al fin y al cabo, era cierto. Amaba a Pedro Alfonso incluso antes de saber quién era.
Pero también le producía un miedo mortal.
Aquel día, tras averiguar lo que había hecho su madre, sus sentimientos hacia Pedro se habían hecho mucho más confusos. Sí, lo amaba. Pero no sabía si quería vivir siempre con él. Si quería despertarse veinte años después con la misma clase de noticia que había recibido aquel día sobre su madre. Pedro no era tan irresponsable como Alejandra, pero era apasionado. Un soñador. Un amante del riesgo. Pedro siempre se dejaba llevar por su corazón, nunca por su cerebro. Y cometía cientos de errores por el camino.
Oh, vivir con él sería muy emocionante. Pero Paula llevaba años diciéndose que no quería emociones, sino seguridad. Y estar con Pedro sería convertir su vida en una montaña rusa.
—¿Pero de verdad quieres pasarte la vida encerrada en casa, o prefieres ser de esas mujeres capaces de montar en la más vertiginosa montaña rusa?
¿Tendría fuerza suficiente para montar? ¿Suficiente valor? ¿Suficiente amor?
Sí.
Pero no, no podía dar aquel paso. Todavía no. En su mente ocupaban un lugar prioritario los problemas de su madre y sabía que eran lo primero que tenía que resolver. Y quizá, en el proceso, mientras se enfrentaba a su última debacle, decidiera lo que realmente deseaba hacer en el futuro.
Pedro no pretendía enfrentarse a su abuela por haberse inmiscuido en su vida. Sin embargo, cuando la vio salir del despacho de Federico junto a su hermano, fue incapaz de marcharse de las galerías.
Su abuela abrió los ojos como platos al verlo.
—Pedro, no sabía que estabas aquí, ¿por qué no comemos juntos?
—No tengo hambre —replicó Pedro—. Y a menos que prefieras que lavemos nuestros trapos sucios aquí, te sugiero que nos metamos en el despacho.
Sara lo comprendió al instante. Sin decir una sola palabra, giró sobre sus talones y lo precedió al interior del despacho. Federico fue el último en entrar, cerrando la puerta tras ellos.
Pedro se dirigió directamente a su abuela.
—Doy por terminado nuestro acuerdo.
—¿De qué estás hablando?
—No me vengas ahora con evasivas. Tú has roto las reglas. Ya no hay trato.
Federico se acercó al escritorio y se sentó en su silla.
—¿Qué ha pasado?
—Nuestro acuerdo decía que no habría ninguna clase de interferencias abuela. Y tú has interferido —se interrumpió un momento y se cruzó de brazos—. He oído tu conversación con Paula. Has perdido.
—Yo no he interferido en tu negocio, Pedro. Te prometí que no lo haría, que no le pediría a ninguno de mis conocidos que no contratara a tu empresa.
—Has interferido asegurándote de que me alojara en el hotel aquel fin de semana para que conociera a Paula.
Federico se reclinó en la silla y posó los pies en el escritorio.
—Esto se está poniendo interesante.
—Estoy hablando en serio, abuela —continuó Pedro—. Tú misma has anulado nuestro acuerdo. Suceda lo que suceda el día que cumpla treinta años, no pienso volver aquí.
Su abuela frunció el ceño.
—Yo no he interferido en tu negocio. Solo he intentado hacer de casamentera...
—¿Y cuando has intentado sobornar a Paula para que me pidiera que renunciara o me mantuviera tan ocupado que mi empresa terminara fracasando?
—Pedro, yo solo quiero lo mejor para tí. Has intentado montar esa empresa de jardinería y es evidente que has fracasado. En cualquier caso, estás a punto de perder hasta tu último penique en ese proyecto.
Federico bajó los pies de la mesa, se irguió en la silla y preguntó:
—¿No vas a poder terminar el trabajo de Dolphin Island?
—Claro que voy a terminarlo —aunque tuviera que trabajar dieciocho horas al día durante siete días a la semana, se aseguraría de terminarlo a tiempo—. En realidad abuela, debería darte las gracias. Me has hecho un favor. A partir de ahora, según el acuerdo que firmamos, soy un hombre libre.
—Paula no ha aceptado la oferta. No haría nada que pudiera herirte. De modo que al final no he afectado a tu negocio.
—Eso no importa, abuela. Nuestro acuerdo era muy específico. No decía que tus intentos de sabotaje tuvieran que tener éxito. Bastaba con que lo intentaras.
Por primera vez en su vida, Sara parecía haber enmudecido. Movía los labios, pero de su boca no salía palabra alguna. Al final, recurrió a las lágrimas.
—Yo solo quería lo mejor para ti.
—Lo que es mejor para mí es la mujer que acabas de ayudarme a perder.
—Imposible. Paula está locamente enamorada de ti. Créeme, lo supe desde el momento en el que ví su primer escaparate. Yo hablaré con ella.
—Déjalo, ¿quieres? Paula tiene que decidir por sí misma lo que quiere. Es evidente que hay algo que la preocupa.
Vio que su abuela agarraba el bolso y se lo colocaba en el regazo.
—Eh, Pedro, ¿no te ha contado lo que le pasa?
—No, pero estoy seguro de que tiene que ver con su pasado, con las cosas que siempre ha pensado que quería. Ella nunca ha tenido una familia muy normal.
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