-De acuerdo, tómate un descanso -dijo Gastón-. Puedes utilizar mi despacho si quieres. Después, Gastón se volvió hacia Collins y dijo:
-No intentes nada inadecuado. Si le pones una mano encima, tendrás que beber el resto de tu vida con una pajita.
Pau le dio a Gastón un abrazo rápido y notó la sorpresa del hombre. Aunque no fuera un familiar de verdad, aunque no les unieran lazos de sangre, para ella era su tío. Su hermana, Malena, había sido la madre adoptiva de Pau desde los ocho años.
Nunca había olvidado las visitas de Gastón a Jersey, ni cuánto le gustaba que se disfrazara de Rey Mago en Navidad, aunque los regalos que le llevaba fueran casi siempre ropa y juguetes de segunda mano.
Las visitas de Gastón eran mejor que la propia Navidad. A los diez años, le había enseñado a jugar al póquer. A los doce, le había enseñado a escupir como un chico. Y a los catorce, le había enseñado a fingir enfermedades para librarse de algún examen importante.
Gastón también le había enseñado que ser pobre no era algo de lo que avergonzarse, y había utilizado su propio ejemplo para convencerla de que, a veces, trabajar duro servía para conseguir los sueños.
Pau nunca había olvidado la lección.
Además, Gastón tambien la había ayudado cuando llegó a Baltimore en busca de un empleo, justo después de terminar sus estudios en el instituto. Y desde entonces era el miembro más cercano de su familia.
-Muy bien -dijo Pau a su impaciente cliente-. Te concedo cinco minutos.
Llevó a Collins hacia una puerta lateral. Cruzaron el almacén, lleno de cajas, y se dirigieron al despacho de Gastón. Una vez dentro, Pau se sentó en la desgastada butaca, se inclinó hacia delante y observó al hombre que acababa de sentarse frente a ella, en una silla de metal.
-¿Por qué no me dices quién eres y qué quieres? -preguntó.
Pau se encontraba en su mundo y no estaba dispuesta a perder el tiempo con educados rodeos.
-Me llamo Facundo Pieres -dijo al fin-. Y tú eres Pau Chaves, nacida en Trenton, hija de Alejandra Chaves y Miguel Schulz. ¿No es verdad? Necesito confirmarlo.
-Eso me han dicho, aunque nunca ví a mi padre. Pero, ¿por qué quieres confirmar ese dato?
El hombre hizo caso omiso de su pregunta y dijo.
-Tu cabello me sorprende, pero los ojos, ese profundo verde de tus ojos...
Pau lo observó mientras la contemplaba y supo perfectamente lo que estaba viendo: una alta Morena de boca grande y una figura que volvía locos a los hombres y celosas a las mujeres. Hacía tiempo que había dejado de ser consciente de su altura y de su hermosa figura, pero la mirada del hombre la inquietó.
-Tus padres no estaban casados -añadió.
-Lo sé. Mi madre solía bromear diciendo que, de haber adoptado el apellido de mi padre, se habría llamado Alejandra Schulz. El nombre no le gustaba demasiado -dijo con ironía.
-No llegaste a conocer a tu padre, y perdiste a tu madre cuando tenías ocho años -declaró.
Pau apretó los dientes y contuvo el impulso de levantarse y marcharse de allí.
-¿Qué quieres? -preguntó. Collins pareció notar que su paciencia estaba al límite.
-Creo que tu padre, que se hacía llamar Miguel Schulz, podría ser en realidad mi primo Maxwell Longotti hijo.
El corazón de Pau comenzó a latir más deprisa, pero mantuvo la compostura.
-¿Por qué?
-Mi primo dejó la casa de sus padres en Atlanta, hace treinta años, porque quería ser actor. Vivió una temporada en Nueva York y allí adoptó su nombre artístico, Miguel Schulz.
El nerviosismo de Pau iba en aumento.
-Mi madre me contó que lo había conocido en Nueva York, pero nunca me dijo que utilizara un nombre artístico...
Pau no sabía demasiado de su verdadero padre. Pero recordaba que su madre le había confesado, muchas veces, que la hacía reír más que nadie.
-Puede que no lo supiera. Solo estuvo en Nueva York unas cuantas semanas y luego se marchó a California.
-¿Dónde está ahora? -preguntó, incapaz de contenerse.
-Murió en un accidente de tráfico un año más tarde.
Pau cerró los ojos y sé maldijo a sí misma por sentir dolor.
-Ah.
-Pensaba regresar a Nueva York, pero tenía que pasar antes por Atlanta para arreglar las cosas con mi tío Max, su padre. Su relación no era buena. Sin embargo, lo llamó por teléfono y le dijo que quería charlar con él, que había ocurrido algo importante, algo que le había hecho comprender la importancia de la familia.
Pau pensó que un hombre que había abandonado a su compañera y a su hija en Nueva York no podía saber nada de esas cosas.
-Al día siguiente, supimos que se había matado en un accidente, Cuando su padre fue a recoger sus cosas a su apartamento, encontró un sobre con una tarjeta que decía: Felicidades, papá. En el interior del sobre había una fotografía de una niña, con un nombre en la parte posterior: Paulina.
-Pero yo me llamo Pau-intervino la joven.
El hombre se encogió de hombros, como si no fuera importante.
-Es posible que sea un apodo. O puede que tu madre cambiara de idea a última hora.
-No creo que mi madre me hubiera llamado Paulina. Y por otra parte, estoy segura de que yo conocería mi verdadero nombre.
Leo apartó la mirada.
-¿Has comprobado tu nombre en tu certificado de nacimiento?
-Nunca llegué a verlo. Cuando estaba en el instituto, robaron en la casa de mi madre adoptiva y se perdieron muchos documentos.
El hombre arqueó una ceja.
-Pero en mi carnet de conducir, en la tarjeta de la Seguridad Social y en los registros académicos aparezco como Pau-continuó-. Supongo que, si no fuera mi nombre real, alguien ya se habrá dado cuenta.
-Tal vez, pero no importa -dijo el hombre con una sonrisa-. La cuestión es otra. Hay suficientes pruebas circunstanciales como para pensar que podrías ser la hija de mi primo.
Pau permaneció en silencio, intentando asumir lo que acababa de oír. Ya se había tranquilizado. Si no le hubieran contado que su padre había fallecido, tal vez habrá sentido un rayo de esperanza. Pero ahora solo sentía angustia. Aunque Collins estuviera diciendo la verdad, no estaba más cerca de tener un padre que antes.
En el fondo, esperaba que se equivocara. Siempre había imaginado a su padre llevando una vida maravillosa, convertido en el gran tipo que suponía que era. Incluso había imaginado su felicidad al descubrir que tenía una hija. Su madre le había contado que había intentado ponerse en contacto con él cuando ella nació, y nunca había dejado de soñar con su regreso.
Pero cabía otra posibilidad: que su padre no hubiera recibido el mensaje. A fin de cuentas, las cartas se perdían y la gente cambiaba de números de teléfono. Por eso, Pau lo había imaginado llevando una gran vida en alguna parte y siendo tan maravilloso como su madre le había dicho que era.
Definitivamente, no quería saber que había muerto. Ni en aquel momento, ni nunca. Pau se levantó y dijo:
-Ya has dicho lo que tenías que decir. Es una historia muy interesante pero no creo nada. No me llamo Violeta, y por otra parte, Miguel Schulz no es un nombre inusual. Además, Nueva York es una ciudad muy grande. Creo que es hora de que te marches.
El hombre la miró con asombro. Obviamente esperaba que cayera a sus pies, llena de gratitud. En cambio, ella deseó no haberlo visto en toda su vida.
-Pero... Debes admitir que podría ser posible-dijo.
-¿Por qué? ¿Qué importancia tiene si mi padre ha muerto?
-Que me gustaría que vinieras a Atlanta a conocer tu abuelo.
Pau negó con la cabeza. Aceptar que tenía un abuelo en Atlanta equivalía a aceptar que su padre había fallecido, que no llegaría a verlo, que había acabado en la tumba antes de que pudiera conocerlo.
Aquello era demasiado para ella.
-Además te pagaré una buena suma de dinero si vienes conmigo -añadió el hombre.
Pau estaba a punto de marcharse, pero se detuvo y se volvió a sentar en la butaca.
Pedro Alfonso estaba sentado en su nuevo despacho de Longotti Lines, asintiendo con satisfacción mientras contemplaba la elegante decoración y la magnífica vista del centro de Atlanta. El despacho que había tenido en la empresa de su familia, en el sur de Florida, era igualmente bonito; pero en lugar de edificios, veía palmeras y mujeres en bikini.
-Bueno, eso también tenía sus ventajas - se dijo con una sonrisa.
A pesar de todo, Atlanta le gustaba. Le agradaba el paisaje de la gran ciudad y su enorme energía. Solo llevaba una semana allí y ya se sentía más vivo que nunca.
Sin embargo, seguía sin poder creer que se hubiera marchado a Atlanta. Había sido una sorpresa incluso para él mismo. Si un año antes le hubieran dicho que iba a dejar su cargo en la cadena de grandes almacenes Alfonso, nunca lo habría creído. Jamás se había imaginado haciendo otra cosa.
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