Pedro miró a su alrededor, preguntándose si realmente estaría hablando con él. De las otras tres personas que había en el ascensor, dos eran dos hombres trajeados absortos en su propia conversación y la tercera una anciana. Sí, Pamela Anderson estaba hablando con él. Veinticuatro horas antes le habría respondido. Pero no entonces. Se apoyó contra la pared del ascensor y desvió la mirada.
Ni siquiera se fijó en que alguien se movía a su lado. Por lo menos hasta que sintió una mano en el trasero.
—¡Eh!
La anciana agarró con fuerza su bastón y los dos hombres lo miraron con recelo. La rubia sonrió como un felino satisfecho.
Sorprendido por la extraña actitud de aquella mujer, Pedro le dirigió una mirada implacable y se cruzó de brazos. Ella hizo un puchero con los labios, obviamente rellenos de silicona. Cuando el ascensor llegó al decimosexto piso y las puertas del ascensor se abrieron, incluso los hombres de negocios se callaron para observarla. La rubia salió, apoyó la mano en la puerta para evitar que se cerrara y miró a Pedro por encima del hombro.
—¿Estás seguro de que no quieres quedarte aquí conmigo?
—Ni lo sueñes —musitó Pedro.
Los dos hombres lo miraron como si estuviera loco y la rubia lo fulminó con la mirada mientras se cerraban las puertas del ascensor.
Paula encontró difícil mantener la calma y aparentar naturalidad cuando abandonó la habitación el sábado por la mañana y bajó a la sala de conferencias. ¿Cómo aparentar normalidad? ¿Cómo iba a caminar entre diseñadores, publicistas y detallistas sin que todo el mundo se diera cuenta de lo que había estado haciendo durante las últimas horas?
Disfrutar de una noche apasionada y salvaje con un hombre al que apenas conocía. ¿Apenas? Diablos, el Federico con el que había pasado la noche eran tan diferente al Federico que conocía del trabajo que le parecía un auténtico extraño. Un hombre delicioso y encantador que le había provocado más orgasmos en diez horas que los que había tenido en toda su vida.
¿Se podría morir de una sobredosis de orgasmos?
Consiguió pasar la mañana sin subirse a una mesa y ponerse a bailar para dar rienda suelta a su buen humor. De todas formas, se sentía como si estuviera bailando, sobre todo cuando pensaba en lo que la esperaba aquella noche.
Aunque aquella mañana había considerado muy seriamente poner un fin inmediato a su relación para proteger no solo su empleo, sino también su corazón, se alegraba de haber cambiado de opinión. Sí, se sentía muy vulnerable ante él. Sentía la emoción creciendo dentro de ella con la intensidad de una ola capaz de derribarla. Pero no podía detenerse. No podía decirle a Federico que no volvieran a verse. No podía prescindir de pasar otra noche en sus brazos, intercambiando besos y susurros, amor y risas.
—Solo una noche más —se dijo a sí misma—. Después volveré a la vida, a la realidad. Él volverá a ser un serio ejecutivo y yo una simple escaparatista.
Pensar en el día siguiente la entristecía terriblemente.
Paula vio a Federico algunas veces durante el día, aunque nunca frente a frente. Cuando se vieron el uno al otro por primera vez, Federico inclinó la cabeza y le dirigió una evasiva sonrisa.
—Qué buen actor —susurró Paula para sí cuando cruzaron las miradas durante el almuerzo.
Paula, para azorarlo un poco, miró a su alrededor y cuando se aseguró de que nadie más la estaba mirando, le guiñó el ojo.
Federico frunció el ceño e inclinó la cabeza, aparentemente confundido.
—Realmente bueno —Paula continuaba decidida a ponerlo nervioso. En aquella ocasión, apretó los labios y le tiró un beso.
La sorpresa de Federicole hizo sonreír. Había vuelto a ser el Federico frío y distante de siempre. Abrió los ojos como platos y miró de soslayo para comprobar si alguien la había visto. Paula creyó verlo ruborizarse. Y estuvo a punto de morirse de risa. ¿Cómo era posible que un hombre que horas antes le había enseñado rincones de su cuerpo que ella ni siquiera sabía que existían fuera capaz de ruborizarse porque le enviaba un beso?
Le parecía una contradicción absolutamente maravillosa.
Durante el resto de la tarde, Paula intentó, sin mucho éxito, apartar de su mente todos los recuerdos de la noche anterior y concentrarse en el trabajo. Todavía tenía muchas cosas en las que pensar. Quería ser una esponja, empaparse de todo lo que pudiera aprender sobre la industria de la moda.
Conoció a algunas personas interesantes, responsables de los departamentos de moda de diferentes almacenes, representantes de promoción de algunas cadenas nacionales y periodistas de los más importantes periódicos del sur de Florida. Cuando le preguntaban a qué se dedicaba, Paula observaba divertida la reacción de la gente ante su respuesta. Algunos se mostraban amistosos. Otros se encogían de hombros. Una mujer perfectamente maquillada que se había presentado como la directora de unos almacenes de élite, arrugó la nariz como si estuviera oliendo algo repugnante y se dio media vuelta sin decirle una sola palabra.
Pero no, Paula no era la única persona sin poderes ejecutivos que había en el congreso. Y probablemente no era la única persona relacionada con el escaparatismo. Pero apostaba a que era la única que estaba estudiando por el día y dedicaba las noches a trabajar en los escaparates. Y tenía que agradecer a Federico que le hubiera permitido adentrarse en aquel ambiente.
Una persona más recelosa se habría preguntado por sus posibles motivos. Y la parte más susceptible de su carácter especulaba sobre la posibilidad de que la decisión de Federico de pagarle aquel viaje pudiera tener algo que ver con la forma en la que habían terminado las cosas entre ellos.
Pero no. Absolutamente no. Lo que había ocurrido la noche anterior había sido algo mágico y perfecto. Nada calculado. Su madre habría dicho que los planetas y la luna se habían alineado bajo el signo de Venus o algo parecido. A Paula no le importaba el porqué, dónde o cuándo había sucedido.
Lo único qué le importaba era el quién y el cómo. Cómo Federico había conseguido hacerle sonreír, o que la hubiera besado como si nunca hubiera saboreado nada más dulce que sus labios, o cómo brillaban sus ojos bajo la luz de la luna mientras hacían el amor en el agua. O cómo se había hundido en ella.
Paula se estremeció. Tenía una noche más. Y tenía la certeza de que sería maravillosa.
El sábado por la noche, como no vio a Federico en el salón de baile en el que se celebraba el banquete, Paula aprovechó para llamarlo. Desde uno de los teléfonos del vestíbulo, pidió que le pusieran con su habitación. Desgraciadamente, contestó su buzón de voz.
—Hola, soy yo —le dijo Paula—. Sería maravilloso que no hubieras bajado a cenar porque hubieras decidido disfrutar directamente del postre —riendo suavemente continuó—: Ahora en serio, si antes te he puesto en una situación embarazosa, lo siento. Pero te pones tan condenadamente guapo cuando estás tan formal y tan nervioso. Estoy deseando que llegue esta noche, seguimos quedando a las diez, ¿verdad? —y colgo
Unos minutos después, cuando estaba en uno de los lavabos que estaban cerca del vestíbulo, sonó su móvil. Lo descolgó preocupada, temiendo que pudiera haber ocurrido algo.
—¿Diga?
—Hola, preciosa.
Federico. Algo se ablandó inmediatamente en su interior. Cubrió el teléfono con la mano para evitar que la oyeran y dijo:
—Llevo todo el día deseando oír tu voz.
—Yo también. Espero que no te importe que haya llamado. Esta mañana vi tu número escrito en la funda del móvil y lo apunté antes de irme.
—Me alegro de que lo hicieras. Yo hace un rato te he dejado un mensaje en tu habitación.
—¿De verdad? Pues llevo aquí cerca de una hora. A lo mejor estaba en la ducha —se interrumpió—. No, la luz del contestador no está parpadeando. Espero que no le hayas dejado un mensaje erótico a alguno de los huéspedes.
Paula soltó una carcajada.
—No, no ha sido una llamada erótica, pero supongo que me he equivocado de habitación. ¡Espero que quien quiera que esté alojado en esa habitación no tenga una novia o una mujer celosa!
—Yo también. Si mañana nos enteramos de que han tirado el equipaje de un hombre por el balcón, ya sabremos por qué. Y ahora, acerca de esa llamada erótica...
Paula alzó la mirada al advertir que entraba otra mujer en el lavabo.
—Eh... creo que este no es el momento más oportuno. Y, bueno, la verdad es que no tengo mucha experiencia en ese tipo de cosas.
—Siempre hay una primera vez para todo — intentó engatusarla Pedro.
Paula cerró los ojos y visualizó su sonrisa.
—Hablaremos sobre eso esta noche.
—Estaré esperándote.
Para las nueve y media de la noche, Paula estaba ya de vuelta en su habitación, revisando su maletín por décima vez.
—¿Un vestido? ¿Unos pantalones cortos? ¿En camisón? —dijo en voz alta, preguntándose cómo iba a recibirlo cuando llegara—. ¿Cómo habrá que vestirse para tener una aventura?
Recibirlo desnuda le parecía lo más apropiado. Sin embargo, era imposible asegurarse de que no hubiera nadie en el pasillo del hotel cuando le abriera la puerta.
Miró el reloj desesperada y, al final, imaginarse a uno de los representantes de Neiman Marcus cruzando el pasillo justo en el momento en el que ella abría la puerta, le hizo decantarse por ponerse algo de ropa para recibir a su amante.
Su amante. Aunque solo fuera durante una noche.
—Esto es solo una aventura —se dijo en voz alta—. Entre nosotros no puede haber nada permanente.
Sin embargo, a medida que iba conociendo a Federico , más difícil le resultaba creérselo. Porque el Federico con el que estaba pasando el fin de semana no solo era un hombre estable y atractivo, sino que, definitivamente, sabía reírse.
Paula nunca había creído en el amor a primera vista. Sobre todo después de haber tenido el ejemplo de su madre, que tenía una fe ciega en él y se había embarcado en una interminable sucesión de parejas. En cada ocasión creía haber encontrado al nombre perfecto. Y siempre terminaba sola y sufriendo miserablemente. No, Paula no se consideraba a sí misma una persona romántica o idealista. Ella siempre había sido realista.
No se había enamorado de Federico a primera vista. De hecho, ni siquiera le gustaba demasiado hasta la noche que lo había visto bajo la lluvia.
Era extraño que todo la llevara siempre a aquella noche. Había sido entonces cuando la indiferencia que sentía por Federico se había transformado en una gran atracción. Si no lo hubiera visto y se hubiera dado cuenta de que había mucho más en Federico Alfonso de lo que hasta entonces había conocido, no se habría acostado con él aquel fin de semana.
Parecía imposible, pero de pronto se sentía como si todo girarse alrededor de él. Como si tuviera que grabar en su mente hasta el último detalle de sus encuentros porque temía que fuera eso lo único que le quedara de Federico durante el resto de su vida. «Es el sexo».
—No, no es sexo —se respondió enfadada en voz alta.
«Admítelo. Ese hombre ha conseguido sacudir todo tu mundo desde la cama».
Sí, había sacudido todo su mundo desde la cama. Y también en la playa, y en la ducha, y...
—De acuerdo —musitó—. En parte es el sexo.
Tenía que admitir la verdad. Sin embargo, Federico era capaz de volver su mundo del revés con solo una sonrisa. O cada vez que soltaba una carcajada en respuesta a una de sus bromas. O cuando entrelazaba los dedos con los suyos mientras caminaban juntos.
Sabía que podía enamorarse de él.
¿Que podía? ¿Pero a quién pretendía engañar? En realidad ya estaba medio enamorada.
Sí, probablemente lo estuviera. Por imposible que pudiera parecerle solo veinticuatro horas atrás, había encontrado al hombre de su vida. Pero la pregunta continuaba sin respuesta: ¿estaba preparada para admitir que quería algo más que un fin de semana? .¿Y lo estaría él?
Pedro llamó a la puerta de su habitación pocos minutos antes de las diez, llevando un ramo de flores y una botella de vino en una mano y una pizza en la otra. Ella abrió la puerta y lo recibió con su maravillosa sonrisa.
—No me lo imaginaba —dijo Pedro, olvidándose de todo lo que llevaba en las manos.
—¿No te imaginabas qué? —preguntó Paula, tomando inmediatamente el ramo y la botella y dejando que fuera él el que se encargara de la pizza.
—Que tu sonrisa tuviera el mismo efecto en mí que un buen trago de whisky —admitió mientras la seguía al interior de la habitación.
—Pues no sé a ti, pero en las pocas ocasiones en las que he bebido whisky, siempre me he sentido como si estuviera a punto de vomitar.
Pedro dejó la pizza en una esquina de la mesa, la agarró por los hombros y la hizo volverse hacia él para dibujarle los labios con el dedo.
—Yo me acaloro y me siento cargado de electricidad. Es una sensación intensa y embriagadora.
—¿La del whisky?
—No, la que provoca tu sonrisa —susurró antes de darle un beso en sus labios entreabiertos.
De la garganta, de Paula escapó un suspiro mientras se besaban. Un suspiro de absoluta satisfacción.
Deslizó los brazos alrededor de su cuello e inclinó la cabeza, invitándolo silenciosamente a saborear las profundidades de su boca. Sus lenguas se entrelazaron en una lenta danza de bienvenida. Pedro sintió los dedos de Paula hundiéndose en su pelo, acariciando delicadamente sus sienes y descendiendo después hasta su barbilla. Sabía, antes de que lo hiciera, que iba a acariciarle el pendiente; algo que parecía fascinarla. Y lo hizo, tomando el pequeño botón dorado con el pulgar y el índice y acompañando con sus dedos el movimiento de su lengua.
Cuando el beso terminó, Paula retrocedió.
—Ahora soy yo la que se alegra de no habérselo imaginado.
—¿El qué?
—Tu forma de besar.
—¿Ah, si?
—Todos los hombres deberían besar como tú.
—Pues la verdad es que no estoy dispuesto a dar clases.
—Eso espero —replicó ella. Se sentó en el borde de la cama, se quitó las sandalias y subió las piernas, dejando que la tela del vestido amarillo que llevaba cayera sobre ellas—. Supongo que hace falta mucha experiencia para llegar a hacer algo tan bien.
Era tan transparente, pensó Pedro mientras se sentaba a su lado y le tomaba las manos.
—Ya te lo dije anoche, hace mucho que no tengo una relación seria con nadie. Pedro lo miró por el rabillo del ojo.
—Y tampoco relaciones informales.
—Me cuesta creerlo.
—He estado completamente entregado a mi trabajo. Aparte de que tuve algunos problemas personales que me impiden confiar en la gente como confiaba antes.
—Pero estás aquí conmigo —señaló Paula.
—Confío en ti.
Y era cierto. No debería hacerlo porque apenas la conocía. Pero por alguna razón inexplicable, se sentía seguro de su carácter. Una mujer que físicamente era tan receptiva y entregada no podía ser cruel o hipócrita.
—Me alegro. Porque yo también confío en ti.
—Pero, con el pasado de tu familia, a ti tampoco te resulta fácil confiar, ¿verdad?
—La verdad es que no. Aunque, para serte sincera, los problemas de mi madre no siempre proceden de hombres en los que no se puede confiar. Mi madre parece enamorarse siempre de hombres que le tienen fobia a comprometerse, hombres irresponsables y perezosos—Pedro rió ante su gesto de resignación—. Pero la verdad es que ella tampoco es especialmente responsable. Es una mujer muy creativa, pero se distrae fácilmente. Está acostumbrada a saltar continuamente de una cosa a otra, un día se le ocurre una idea maravillosa y al día siguiente decide abandonarla por cualquier otra cosa que intuye mucho mejor. Cuando lo único que mi hermana y yo queríamos era que encontrara un trabajo estable de secretaria o algo así para que Sol y yo pudiéramos ir al dentista de vez en cuando.
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