martes, 12 de mayo de 2015

Entre Dos Hombres Parte 2: Capítulo 3

Seis años antes, cuando su padre se jubiló, comenzó a trabajar con su hermano gemelo, Agustín; pero en seguida descubrieron que Agustín odiaba ese trabajo. Cuando su hermano dejó los grandes almacenes para dedicarse al diseño de exteriores, Pedro se encargó de la dirección ejecutiva de la empresa. Le gustaba su trabajo, y aunque a veces se aburría, llevaba una vida muy divertida en Florida. No le faltaban las mujeres; como hombre rico y atractivo, la compañía femenina nunca había sido un problema para él.
Pero el año anterior, sus planes comenzaron a romperse. Agustín se casó con Camila, y al observar su felicidad, Pedro comenzó a preguntarse por primera vez en su vida si alguna vez encontraría a una mujer que lo volviera totalmente loco.
-Lo dudo -se dijo.
Su cuñada se quedó embarazada poco después y la familia estaba encantada con lo sucedido. Pedro sentía tanta envidia, que incluso empezó a mantener una relación más o menos seria, aunque breve, con una mujer que ni siquiera era su tipo. Suponía que lo había hecho porque, de forma inconsciente, intentaba seguir los pasos de su hermano gemelo.
Fuera como fuera, la relación terminó de forma desastrosa. Ella se enamoró locamente de él, pero él no la correspondía. Le gustaba, desde luego; era encantadora y muy atractiva, pero lo aburría.
La ruptura le había hecho daño y, por supuesto, ella se lo hizo notar, aunque Pedro no había querido herirla. Nunca le había hecho ninguna promesa y en realidad solo habían salido juntos unas cuantas veces. De hecho, ni siquiera habían llegado a hacer el amor.
Al pensar en ello, se preguntó cómo era posible que hubiera intentado mantener una relación con una mujer que no lo volvía loco de deseo. El amor podía ser el mejor invento desde la rueda, pero si no estaba acompañado de una intensa atracción sexual, no era amor. La mujer de la que se enamorara tendría que inspirarle escenas de pasión, largos y eróticos días y noches, antes de que pasara a las promesas hechas en voz baja.
-Eso nunca ocurrirá -se dijo.
En cualquier caso, el daño ya estaba hecho. Por primera vez en su vida había herido a alguien que no se lo merecía. Muchas mujeres lo habían llamado canalla a lo largo de los años, pero aquella era la primera vez que era cierto.
Además, había algo peor. Por culpa de aquel desastre, ahora era mucho más cauto y desconfiado en sus relaciones con las mujeres. Llevaba tres meses sin acostarse con nadie, un tiempo excesivo para alguien que había perdido la virginidad a los catorce años con una criada de su abuela.
Su hermano gemelo solía decir que pasar cortas temporadas sin hacer el amor podía ser bueno para un hombre. Pero Pedro habría preferido perder un brazo antes que bajar su ritmo erótico. Si perdía un brazo, podía escribir con la otra mano; pero resultaba evidente que solo podía tener orgasmos con ciertas partes de su anatomía.
Con todo, el desastre de aquella relación fue poca cosa comparada con el desastre de su carrera profesional. El trabajo con el que se sentía tan seguro desapareció de repente.
Tras seis años de estar jubilado, su padre decidió volver a trabajar otra vez y naturalmente tuvo que devolverle el cargo en la empresa. Casi todos los hombres de cincuenta y ocho años que habían sufrido un pequeño infarto habrían decidido llevar un ritmo de vida más tranquilo, pero su padre había optado por lo contrario; decía que la tranquilidad de la jubilación acabaría por matarlo y que trabajar era mucho más sano. De modo que regresó a Florida.
La intención de su padre no era echarlo de su trabajo. Bien al contrario, le había dicho que trabajarían en calidad de socios. Pero entonces, Pedro pensó que le había dado la oportunidad perfecta para hacer algo que nunca había pensado: dejar la empresa, tal vez marcharse a otro sitio, y probar con otras cosas.
Su nueva libertad fue una sensación tan intensa como intoxicadora. Por fin empezaba a comprender las decisiones que había tomado su hermano gemelo; hasta entonces nunca había comprendido por qué prefería diseñar jardines a trabajar en la cadena de grandes almacenes.
El destino le facilitó las cosas. Max Longotti, viejo amigo de su fallecido abuelo, le dijo a su abuela que estaba pensando en vender su empresa y que quería que los Alfonso consideraran la posibilidad de comprarla. Para ello, le pidió a Pedro que fuera a trabajar a la sede de Atlanta durante unos meses, para que la dirección de la empresa pudiera conocerlo antes de solicitar a la junta que votara a favor de la venta.
Pedro aceptó. Cerró su casa de la playa y se dirigió a Georgia. Max Longotti, un viejo cascarrabias que le recordaba mucho a su abuelo, lo recibió con los brazos abiertos y lo alojó en su propia casa hasta que pudiera encontrar otro sitio donde vivir. Estaba a punto de marcharse a un apartamento, pero de momento seguía en la mansión de los Longotti. Era una casa gigantesca, muy cómoda y prácticamente vacía.
En el escaso tiempo que llevaba en Atlanta había descubierto que Max Longotti era un hombre rico y solitario, rodeado de carroñeros que esperaban su muerte para clavar las garras en su fortuna. Aquello le disgustaba sobremanera.
En ese momento recordó que Max le había dicho que llegaría a casa más tarde de lo normal porque tenía una cita con su médico. Pedro miró el reloj y vio casi eran las cuatro. Tenía tiempo de leer las previsiones sobre ventas antes de reunirse con Max al final del día.
Estaba a punto de ponerse a estudiar los documentos cuando algo llamó su atención: un inesperado brillo .
Era una mujer. Estaba sentada en la terraza, con sus largas y bellas piernas cruzadas. Como no había entrado en su despacho, supuso que habría ido a ver a Max; pero Max no estaba allí y le extrañó que su secretaria no se lo hubiera dicho.
Pedro  se levantó, se dirigió a la terraza y se detuvo ante el cristal de la puerta corredera, sin abrirla. La mujer llevaba sandalias y se había quitado una. El hombre contempló su pie desnudo y se fijó en que llevaba las uñas pintadas de rojo; además, tenía un tatuaje en el talón derecho.
Siguió mirándola, sin poder evitarlo. Sus piernas eran tan largas que parecían inacabables. Pedro  se estremeció al observar la suave piel de sus pantorrillas y la esbeltez de sus muslos. Llevaba unos vaqueros cortos; su mirada pasó sobre ellos y se clavó en su camiseta, bajo la que se veían unas curvas más que generosas.
El corazón de Pedro  se detuvo un momento. Después, vio su cara, sus grandes labios, su nariz perfecta. Las largas pestañas de sus párpados impedían que pudiera ver, en esa postura, sus ojos. Y una larga y rizada melena negra brillaba bajo los rayos del sol.
Al contemplar que movía los labios y que llevaba el ritmo con un pie, supuso que estaba cantando. Se pegó al cristal y escuchó:
-Rebelde, soy rebelde hasta los huesos.
La letra de la canción y la visión de aquella mujer devolvió la vida a su libido. Sonrió, llevó una mano al pomo de la puerta y abrió. No se había sentido tan bien en mucho tiempo. Exactamente, desde hacía tres meses.
-Gracias a Dios… -susurró.
Ahora, había llegado el momento de conocer a la mujer que lo había sacado de su largo sueño sin sexo.
-Hola, Atlanta, Scarlett ha venido de visita. Tía Pitty, guarda la vajilla de plata. Y Rhett, si estás ahí, llámame.
Pau Chaves habló en voz baja. Se sentía como si fuera la famosa protagonista de Lo que el viento se llevó, y cerró los ojos para disfrutar de los cálidos rayos del sol. Habría sido capaz de quedarse dormida allí mismo, lo que no resultaba tan extraño si se tenía en cuenta que su vida había dado un vuelco en las últimas setenta y dos horas y que no había dormido demasiado últimamente.
Si la semana anterior le hubieran dicho que en cuestión de días se iba a encontrar en la capital de Georgia, a punto de reunirse con un hombre que podría ser su abuelo, habría reído y habría tomado por loco al inventor de la historia.
Pero allí estaba.
Marcharse había resultado muy fácil, porque Gastón insistió en que podían pasar sin ella en el Flanagan. Después, se las había arreglado para que su mejor amiga, Agostina, se encargara de cuidar a su mimado gato y sus plantas medio muertas. Al gato, lo adoraba. Las plantas, en cambio, no le importaban tanto; pero odiaba admitir la derrota, y si sus heléchos estaban condenados a morir, prefería que murieran por su propia mano.
Con todo, estaba segura de que las plantas estarían perfectamente sanas cuando regresara a casa; a Agostina se le daban muy bien, como había tenido ocasión de comprobar cuando su amiga llegó al edificio donde vivía y se convirtió en vecina suya.
Paula  la había echado mucho de menos desde que se había cambiado de casa, un año antes. De haber sido todavía su vecina, seguramente la habría conseguido convencer para que le contara toda la verdad sobre su viaje. Pero Agostina estaba recién casada y no le fue difícil ocultarle la verdad. Su adorado esposo, Nate, la tenía bastante distraída.
Paula  se acomodó en la silla de hierro forjado. Le encantaba aquel lujo.
-Camarero, tráigame un martini y un asiento más cómodo -bromeó en voz baja, con una sonrisa.
Le habría gustado tomarse unas vacaciones en la playa, pero tenía la sensación de que Atlanta le iba a gustar, sobre todo tal y como le habían estado yendo las cosas en Baltimore.
En ningún momento se arrepintió de haber tomado aquella decisión; ni cuando ingresó los cinco mil dólares del cheque de Facundo Pieres en el banco, ni cuando aquella misma mañana tomó un taxi al aeropuerto para viajar al sur. Seguía sin saber qué se traía Pieres entre manos. Cabía la posibilidad de que solo fuera un sobrino encantador dispuesto a cualquier cosa por hacer feliz a su tío, pero lo dudaba; sospechaba que ella formaba parte de algún plan, aunque aún no conociera su papel en aquella trama. Con todo, cinco mil dólares era mucho dinero. Más que suficiente para pagar su alquiler durante muchos meses y para comprar ropa de verano a los niños que cuidaba su madre adoptiva.
Al fin y al cabo, no estaba haciendo nada ilegal. Simplemente había aceptado pasar una semana en el sur y conocer a Longotti por si era su nieta desaparecida. Que ella misma tuviera grandes dudas al respecto no quería decir que no pudiera ser cierto. Las posibilidades estadísticas de que realmente lo fuera eran superiores a las de ser alcanzada por un rayo o a las de ganar la lotería. De hecho, también eran superiores a la posibilidad de encontrar al hombre de su vida, tener un hogar e incluso hijos. Al pensar en ello, suspiró.
Fuera como fuera, lo que Pieres tuviera en mente no era asunto suyo. Ella solo estaba disfrutando de un viaje, y de un viaje muy bien pagado.
A pesar de ello, sentía tanta curiosidad, que había llamado a su madre adoptiva para preguntarle por el certificado de nacimiento. Malena le recordó que el original se había perdido en el robo, pero añadió que la agencia de adopción había enviado una caja con varios documentos cuando Paula cumplió dieciocho años. Después, le confirmó que había guardado la caja en alguna parte y que se la enviará a Baltimore por correo.
Los rayos del sol la relajaron tanto, que Paula empezó a tararear, y después a cantar, una vieja canción que le gustaba mucho. Pero poco después oyó que se abría una puerta, dejó de cantar y abrió los ojos. Esperaba ver a Facundo, acompañado por un hombre de avanzada edad, y casi tuvo miedo de mirar. Se preguntó si el rostro de Longotti le resultaría familiar, si se reconocerá en su sonrisa, si él verá algo en ella que le recordara a su fallecido hijo.

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