Aunque sospechaba que pretendía que fuera una broma, a Pedro no le pasó desapercibido el dolor que teñía su voz.
—Querías estabilidad.
—Desde luego. Estabilidad y normalidad. Todavía quiero ambas cosas. Quiero seguridad en un noventa y cinco por ciento y no tener que correr ningún riesgo.
Aquello molestó a Pedro. Porque él no podía ofrecerle a nadie seguridad al noventa y cinco por ciento.
—¿Y no crees que has corrido un gran riesgo este fin de semana?
—Quizá. O quizá haya sido capaz de reconocer a un gran tipo nada más verlo. En mi vida no ha habido muchos hombres que se hayan presentado en mi casa con flores y comida. Gracias por las dos cosas. ¿Tienes hambre? Yo creía que no, pero la pizza huele maravillosamente.
Se levantó y se alisó el vestido, ofreciéndole la posibilidad de apreciar la larga y bronceada línea de su espalda. Pedro posó las manos en su cintura y tiró de ella, colocándola entre sus piernas entreabiertas y la cama.
—Estoy muerto de hambre —dijo mientras posaba sus labios entreabiertos sobre uno de los lunares de su espalda.
Paula irguió la cabeza, pero no se volvió. Pedro encontró una cremallera diminuta, la agarró y la deslizó lentamente hacia abajo, teniendo mucho cuidado de no tocar la piel desnuda que se ocultaba debajo. Mientras la tela se abría, acarició con la lengua la piel desnuda expuesta, hasta terminar arrodillado en el suelo.
—¿Estás segura de que tienes hambre de pizza? —le susurró con la voz cargada de deseo. Acababa de ver el tanga amarillo que Paula llevaba debajo del vestido.
—De todas formas, la pizza está mucho mejor fría —farfulló Paula, estremeciéndose bajo sus manos.
Pedro observaba cómo se iba erizando el vello de aquellos lugares que acariciaba con su aliento. Cuando tomó la banda elástica del tanga con los dientes, Paula se tambaleó como si estuviera a punto de caerse y Pedro la agarró por la cintura para ayudarla a recuperar el equilibrio.
—Sigue confiando en mí —le susurró.
Sin dejar de besarle las caderas, deslizó las manos por debajo del vestido. Paula tensó los fuertes músculos de sus piernas y Pedro posó las manos sobre sus pantorrillas y la instó delicadamente a separar las piernas.
Entonces se abrió camino entre sus muslos, acercándose poco a poco hasta el vértice de sus piernas. Continuó después hacia delante, aproximándose todavía más al lugar en el que Paula deseaba sus caricias. Cuando por fin alcanzó el húmedo triángulo de seda que cubría su pubis, Paula soltó un gemido lento y profundo que pronto se transformó en un jadeo,
—¿Qué estás...? ¡Oh! —suspiró al notar los dedos de Pedro sobre el punto más sensible de su sexo—. Por favor...
Pedro sabía lo que le estaba pidiendo. Lo que estaba a punto de suplicarle. Y para él, dárselo representaría tanto placer como para ella recibirlo. Así que deslizó los dedos bajo la seda, tomó sus rizos y descubrió el centro palpitante del placer. Paula volvió a gemir, en aquella ocasión con más intensidad. Recordando cómo había jugueteado ella con su pendiente, Pedro atrapó el minúsculo botón y lo acarició lentamente, hasta hacerla temblar.
—Date la vuelta —le pidió entonces, sabiéndola cerca del límite.
Quería verla cuando llegara al orgasmo, quería saborear hasta su último placer con la lengua.
Paula comenzó a volverse lentamente y el vestido cayó al suelo. Permanecía con los ojos cerrados, con el cuerpo listo y suplicante. Pedro tomó el elástico del tanga, lo bajó y dejó que cayera hasta sus pies. Después estrechó a Paula contra él, consciente de que el calor de su respiración sobre los muslos la estaba volviendo loca.
—Agárrate a mis hombros y sujétate fuerte si tienes la sensación de que vas a caerte. Porque estoy tan hambriento que voy a tardar mucho en saciarme.
Una picara sonrisa de anticipación cruzó los labios de Paula. Pedro estaba tan cerca de ella que la esencia de Paula lo llenaba como un incienso embriagador.
Y justo una milésima de segundo antes de que pudiera deleitarse en aquella dulzura, oyó un desagradable pitido.
Era su teléfono móvil.
—Contesta y eres hombre muerto.
Pedro podría haberse reído de su vehemencia si él mismo no hubiera estado deseando abofetearse por haberse olvidado del teléfono. Se llevó la mano al cinturón, de donde lo llevaba colgado, para desconectarlo. Pero antes de poder hacerlo comenzó a sonar un pitido procedente de su bolsillo.
—El busca.
—Al parecer hay alguien que está deseando matarme.
—No hay muchas personas que tengan estos dos números —consultó el número de la persona que lo llamaba—. Es de casa de mi abuela.
—A lo mejor también era ella la que te llamaba por teléfono —ambos miraron horrorizados el móvil—. Será mejor que contestes —le aconsejó Paula, mientras se vestía a toda velocidad, como si fuera una adolescente a la que acabaran de descubrir con un chico en el coche de sus padres.
—Sí, tienes razón. Pero como esto no sea una emergencia, este teléfono dejará de funcionar inmediatamente.
Desgraciadamente, se trataba de una emergencia. Tras tres minutos de conversación con su abuela, Pedro colgó y se volvió hacia la mujer con la que había estado a punto de hacer el amor.
—¿Va todo bien? —le preguntó Paula.
—Acaban de ingresar a mi padre en un hospital. Ha sufrido un ataque al corazón. No es nada importante, está consciente y es capaz de hablar, pero mi madre está muy afectada.
—¡Cómo no va a estarlo! ¿Vas a ir a verlo?
—Sí. Mi abuela tiene ya los billetes de avión. Será mejor que vaya inmediatamente al aeropuerto.
—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Necesitas que llame a alguien?
—No, pero gracias por preguntarlo. No sabes cuánto siento todo esto. Definitivamente, tenía otros planes para esta noche.
—No te preocupes, de verdad. Espero que tu padre se ponga bien.
—Estoy seguro de que se repondrá —le acarició el hombro y se entretuvo en colocarle el tirante del vestido—. La verdad es que no ha podido elegir un momento peor.
—Dímelo a mí. Creo que en cuanto te vayas voy a darme una ducha fría.
Pedro le acarició suavemente la mejilla.
—¿Y por qué no te das un baño de burbujas? Puedes relajarte y pensar en mí mientras te enjabonas... concienzudamente.
Paula se sonrojó violentamente.
—Yo... eh, yo no... Eso es... Pedro rio suavemente. Le gustaba su confusión, su inocente pudor.
—Prométeme que lo harás. Te meterás en la bañera y acariciarás todos esos rincones que estoy deseando acariciar. Date tanto placer como el que yo pensaba darte esta noche. Así tendré algo interesante en lo que pensar durante el viaje... Y así tendremos algo interesante de lo que hablar la próxima vez que hablemos por teléfono.
Paula continuaba intensamente sonrojada. Sus senos ascendían y descendían al agitado ritmo de su respiración. Y antes de que Pedro pudiera disculparse por haberla puesto en aquel estado, alargó los brazos, hundió los dedos en su pelo y le dio un lento y prolongado beso.
A Pedro lo conmovió tanta ternura. Su dulzura lo cautivaba. Y cuando se separó de él, permitiéndole mirarla a los ojos, lo conmovieron sus lágrimas.
—Ahora ya tienes algo en lo que pensar.
—Te voy a echar de menos. ¿Vas a quedarte aquí hasta mañana?
—Sí, ¿puedes llamarme esta noche para contarme cómo está tu padre?
Pedro asintió y se dirigió hacia la puerta. Cuando la alcanzó, se volvió para volver a besarla. En aquella ocasión, Paula ya no pudo contener las lágrimas.
—Esto no es un adiós, Claudia. Estoy seguro de que nos veremos pronto.
Ella lo miró con expresión escéptica. Pedro quería darle más confianza, pero no tenía tiempo. Y no podía decirle todo lo que sentía, lo mucho que le gustaba, lo mucho que la deseaba y lo seguro que estaba de que lo que estaba sucediendo entre ellos era algo único.
Así que se limitó a llevarse los dedos a la oreja y a quitarse el pendiente. Se acercó a Paula, le quitó el aro que ella llevaba y le puso su propio pendiente. Comprendiendo lo que pretendía, Paula tomó el pendiente que Pedro acababa de quitarle y lo deslizó en el lóbulo de su oreja.
—Será un recuerdo constante —le dijo Pedro suavemente, alegrándose de que las lágrimas hubieran desaparecido de sus ojos—. Pronto volveremos a cambiarlo.
—Cuento con ello.
Pedro le dio un último beso en la punta de la nariz, abandonó la habitación y se dirigió a la suya, prometiéndose volver a verla muy pronto.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, curvó los labios en una pesarosa sonrisa.
—No creo que este ascensor tenga espejo. Y aunque lo tuviera, estoy condenadamente seguro de que no llevo un traje como ese. Así que tú no puedes ser mi reflejo.
—No, entre otras cosas porque yo no me pondría unos vaqueros tan viejos ni loco.
Pedro se limitó a sacudir la cabeza y a fijar la mirada en el que era al mismo tiempo su hermano y su mejor amigo, Federico.
—Vaya —comentó Federico—. Si no fuera un tópico, diría que qué pequeño es el mundo.
—¿Qué haces por aquí, Federico? ¿Te has enterado de lo de papá?
La sonrisa de Federico se desvaneció.
—Sí, me ha llamado la abuela. Me he puesto en contacto con el hospital inmediatamente y me han dicho que está evolucionando muy bien. Incluso están empezando a dudar de que haya sido un ataque al corazón, pero le están haciendo pruebas.
Pedro suspiró aliviado, alegrándose de que su hermano hubiera llamado al hospital
—¿Entonces vas hacia el aeropuerto? —le preguntó Federico.
—Sí. Antes tengo que ir a recoger el equipaje a mi habitación. ¿Necesitas que te lleve?
—No, iré en mi coche. Además, ni se me ocurriría montar en ese monstruo de camioneta que llevas —bromeó—. Yo también iba a mi habitación para hacer el equipaje.
—¿No estabas en tu habitación cuando te ha llamado la abuela? —quiso saber Pedro, preguntándose si Federico habría estado tan agradablemente ocupado como él.
Wowwwwwwww, qué bolonqui se va a armar. Está buenísima esta historia Naty
ResponderEliminarMuy buena historia!!! lo que debe pensar Federico de las caras que le hace Paula! No veo la hora de que se resuelva este enredo y cada uno sepa quién es!
ResponderEliminarguuuuaaaaauuuuuuu mori de amor
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