martes, 5 de mayo de 2015

Entre Dos Hombres: Capítulo 6

Pedro disimuló una sonrisa mientras contemplaba la variedad de emociones que estaban cruzando el adorable rostro de su acompañante desde que había sugerido el paseo por la playa. Sabía que estaba pensando exactamente lo mismo que él: eran dos desconocidos. ¿Qué estaba pasando y por qué se sentía tan bien?
—Tú eliges, podemos quedarnos aquí si lo prefieres.
—Hum —Paula se llevó el dedo índice a la mejilla, fingiendo indecisión—. Así que, podemos quedarnos aquí, en un bar abarrotado y lleno de mujeres que llevan más de una hora comiéndote con los ojos, o salir a dar un paseo romántico bajo la luz de la luna. Qué difícil es tomar una decisión.
Pedro se encogió de hombros.
—Es la historia de mi familia. Tomar decisiones difíciles —se inclinó hacia ella—. Además, no me he fijado en ninguna otra mujer. En lo único en lo que me he fijado es en esos tres tipos que están en la barra y que se vuelven para mirarte cada vez que te mueves.
Paula abrió los ojos como platos y se volvió para verlos.
—¿Estás seguro de que me están mirando a mí? Esto está lleno de mujeres solas.
—Pero ninguna tiene unas piernas como las tuyas.
—Oh, espera, ya lo tengo —replicó ella, ignorando su cumplido—. Eres tú el que les interesa. Seguramente son gays. Eso explica por qué no se han acercado a ninguna de esas mujeres.
Pedro  se echó a reír.
—¿Por qué te resulta tan difícil creer que puedes llamar la atención de un hombre?
El rostro de Paula reflejó un adorable desconcierto. No parecía ser consciente de su propio aspecto. No tenía idea de lo atractiva que era. Ni de cómo podía seducir a un hombre con su risa. Ni de la energía que desprendían sus ojos. Ni de que cualquier hombre con sangre en las venas desearía ver aquellas piernas rodeando su cintura. Incluido él mismo. Pedro bebió el resto de su vaso de agua.
Al final Paula contestó la pregunta.
—Quizá porque estoy acostumbrada a ser responsable y discreta y no suelo provocar miradas lujuriosas ni en la calle... ni en los bares — sonrió y miró a su alrededor—. ¿Estás seguro de que me están mirando a mí?
—Oh, claro que sí. Y como esto siga así, voy a terminar comportándome como uno de esos tipos de las cavernas que se sienten impulsados a marcar su territorio.
—¿Su territorio?
—No pretendía decirlo en un sentido tan primitivo.
—Gracias a Dios. Creo haber oído hablar de la forma en la que algunos animales marcan su territorio en la selva. Todavía no nos hemos besado siquiera, así que quizá sea un poco pronto para comenzar a hablar de ese tipo de perversiones.
Pedro echó inmediatamente la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Los tipos de la barra se volvieron para mirarlo.
—¿Estás lista para salir de aquí?
—Más que lista —respondió Paula, levantándose.
Mientras la agarraba del brazo y la alejaba del bar, Pedro se preguntaba qué buena obra habría hecho últimamente para merecer tan increíble fortuna. Aquella mujer era como un sueño hecho realidad. Divertida, encantadora, sencilla... y suficientemente sexy como para hacerlo temblar de deseo.
Claudia era la mujer de sus sueños hecha realidad.
—¿Estás bien? —le preguntó al advertir que se tambaleaba ligeramente. Acababan de salir del bar y se dirigían por la piscina hacia la playa.
—No estoy acostumbrada a los tacones —admitió—. Estoy segura de que los inventó un hombre. Son una auténtica tortura. Como los cinturones de castidad, la cera para depilar y los corsés.
—Parece que al hombre le gusta tirar piedras contra su propio tejado. Excepto, claro, en lo relativo a la cera para depilar.
—Hay muchos lugares en el mundo en los que las mujeres no tienen la necesidad de depilarse —lo contradijo.
—Afortunadamente, no en el Centro Turístico de Dolphin Island —Pedro la miró fijamente y dejó que una divertida sonrisa asomara a sus labios para que Paula pudiera adivinar lo que pretendía decir.
—Eso te gustaría saber a ti —respondió ella suavemente. Y bajó todavía más la voz para añadir—. Y a mí no me importaría enseñártelo.
Pedro  dudaba de que supiera que la había oído. Sonrió de oreja a oreja, pero se volvió para que Paula no pudiera verlo.
Diablos, claro que le gustaría saberlo. Y pensaba averiguarlo.
Cuando cruzaron la piscina y llegaron a las escaleras de madera que conducían a la playa, Pedro se detuvo. Como la estaba agarrando del brazo, Paula también se paró y lo miró con curiosidad. Sin darle ninguna explicación, Pedro se agachó a su lado, le desabrochó las sandalias, tomó la mano de Paula y la posó en su hombro, para que ella pudiera descalzarse sin perder el equilibrio. Advirtió la tensión de los dedos de Paula en su hombro, y sintió su piel ardiendo a través de la camisa. Aquel breve contacto conmovió su cuerpo entero.
Ya solo era capaz de pensar en ella.
No solo sus delicados dedos estaban abrasando su hombro, sino que tenía el rostro a solo unos centímetros de sus sedosos muslos.
Las manos le temblaban mientras le quitaba cada una de las sandalias y apenas fue incapaz de resistir la tentación de acariciarle uno de los tobillos mientras demoraba el momento de levantarse con el fin de controlar la respuesta de su cuerpo a la cercanía de aquella mujer.
—¿Así estás mejor? —le preguntó cuando por fin se levantó.
—Mucho mejor —contestó Paula con inmenso alivio.
—De todas formas, no habrías podido andar con esos tacones por la arena —respondió Pedro intentando apartar de su mente la fantasía de deslizar las manos por la dulce y vulnerable curva de su pie para ir subiendo lentamente por su rodilla, por sus muslos... y acercar después su boca para explorar con los labios su delicada y embriagadora fragancia.
—¿Estás bien? —le preguntó Paula, al verlo tan callado.
Pedro tragó saliva y asintió.
—Sí, muy bien. Aunque me siento un poco *beep* por no haber pensado en que no vas adecuadamente vestida para pasear por la playa. Los tacones se habrían hundido en la arena a cada paso.
—En ese caso me habrías rescatado, ¿no? Supongo que no habrías sido capaz de dejarme hundida hasta las rodillas en la arena toda la noche como si fuera una sombrilla, ¿verdad?
Pedro  sonrió pensando que no le habría importado lo más mínimo tumbarse debajo de aquella sombrilla.
—De todas formas, no creo que vaya a ser muy cómodo caminar por la arena con esto.
Pedro  siguió el curso de su mirada hacia sus piernas, todavía cubiertas por un par de medias negras. Por supuesto, no iba a ayudarla a quitárselas. La próxima vez que le tocara las piernas, sería para explorar cada centímetro de su piel con las manos y la boca. Y esperaba poder hacerlo pronto. Pero no allí, a solo unos metros de la puerta del hotel, desde donde cualquiera podía verlos.
Antes de que pudiera ofrecerle que volvieran dentro para que pudiera quitarse las medias, vio que comenzaba a tirar de las medias para quitárselas.
—Iba a decirte que si querías que volviéramos dentro para cambiarte.
—Esto también funciona —continuó tirando de las medias.
Pedro arqueó una ceja mientras observaba con interés cómo levantaba poco a poco la falda, al tiempo que iba empujando sus medias hacia abajo. Su excitación crecía a la vez que ella iba levantándose la minifalda. Y también el ritmo de los latidos de su corazón. Para cuando Maite fue capaz de comenzar a bajar las medias, Pedro vislumbró, durante una infinitésima fracción de segundo, un triángulo de seda roja entre sus muslos. Inmediatamente, la falda volvió a su lugar.
Paula le dirigió una alegre sonrisa, como si no fuera consciente de que había disparado hasta la última gota de sangre de Pedro  a su entrepierna, donde en ese momento palpitaba con urgente intensidad.
—¿Nos vamos? —le preguntó.
Pedro  no contestó. La tomó delicadamente por el hombro y la hizo girar para que quedaran el uno frente al otro. Bajó la mirada hacia sus brillantes ojos y le dijo:
—Dime una cosa, ángel, ¿de verdad no tienes la menor idea de lo que me estás haciendo? ¿O es que disfrutas humillándome?
La suave risa de Paula fue más seductora que el cielo aterciopelado que los cubría.
—Digamos —contestó ella, con expresión repentinamente seria—, que soy consciente de que aquí está pasando algo. Francamente, Pedro, cuando te has arrodillado y me has quitado las sandalias, se me han ocurrido unos cuantos pensamientos perversos.
Pedro gimió suavemente, preguntándose si habría imaginado lo mismo que él... Si se lo habría imaginado tocándola, saboreándola. Conociéndola tan íntimamente como un hombre podía conocer a una mujer.
—Yo también —susurró—. Si no hubiéramos estado en frente del hotel, podría haberte ayudado a quitarte las medias —se inclinó hacia ella, hasta sentir su pelo rozando sus labios—. Y cualquier otra cosa que necesitaras.
Paula  entreabrió los labios y Pedro clavó en ellos su mirada, anticipando su sabor, o el calor que aquella mujer desprendería entre sus brazos.
La respiración de Paula se aceleró, y con ella el movimiento de sus senos. Pedro bajó entonces la mirada hacia el escote de la blusa de seda. Distinguió el encaje rojo de su sujetador. Su cuerpo reaccionó instintivamente y Pedro apretó los dientes, en un vano intento de controlarse.
—Probablemente te habría dejado —admitió Paula—. Ayudarme, quiero decir. Pero yo también me he fijado en las puertas del hotel. Digamos que no estábamos exactamente a solas.
—Así que... la tortura ha sido intencionada — señaló hacia sus piernas desnudas.
—No soy una exhibicionista —repuso Paula con una tímida sonrisa—. Tampoco me he subido la falda por encima de la cintura ni nada parecido.
Obviamente, no sabía que Pedro había visto más de lo que ella pretendía revelar. Lo más caballeroso habría sido dejar que continuara pensándolo. Sin embargo, Pedro jamás se había considerado a sí mismo un caballero.
—Me gustan mucho el satén y el encaje rojo.
Paula lo miró confundida al principio. Al cabo de unos segundos, abrió los ojos como platos. Inmediatamente bajó la cabeza, hacía la falda, intentando asegurarse de que estaba todo en su lugar. Obviamente, también se dio cuenta de que se le había desabrochado uno de los botones de la blusa y rápidamente se lo abrochó.
—No estaba intentando deslumhrarte.
—Y yo tampoco estaba intentando mirarte a escondidas... Aunque tampoco puedo decir que me haya esforzado en desviar la mirada.
—Eres sincero. Me gustan los hombres sinceros —respondió Paula—. Y me alegro de haberme puesto bragas. Estas medias pueden llevarse sin ellas.
No esperó la respuesta de Pedro. Dejándolo pestañeando y nuevamente excitado ante la idea de que hubiera podido estar completamente desnuda bajo la minifalda, dejó los zapatos y las medias en el último escalón y rápidamente se dirigió hacia la playa. Pedro la siguió lentamente, observándola correr hasta el borde del agua y hundir los pies en el agua. Oyó su risa desde donde estaba.
Se acercó a ella, extasiado por el resplandor de la luna que arrancaba destellos de oro de su pelo y por su sonrisa. Era evidente que aquella mujer estaba disfrutando de la fuerte brisa del mar que azotaba su ropa. Mientras la alcanzaba, pudo distinguir el contorno de sus muslos bajo la falda y la suave curva de sus senos.
Paula se volvió hacia él con los brazos abiertos de par en par.
—Ha sido una idea maravillosa. Durante el día no he tenido muchas oportunidades de bajar a la playa. Tienes suerte de vivir al lado de mar.
—Es muy único capricho. Como ya te he dicho, apenas puedo pagar el alquiler, pero merece la pena disfrutar de estos amaneceres.
Paula  se acercó a Pedro, lo agarró de la mano y tiró suavemente de él.
—Quítate los zapatos —le ordenó. Vamos, ven conmigo.
Sin pensárselo dos veces, Pedro se quitó los zapatos y los calcetines y los dejó en la arena. Se remangó las perneras de los pantalones y metió los pies en el agua.
—Está caliente.
—Está buenísima —se mostró de acuerdo Paula.
Continuaron paseando por la playa hasta llegar a un lugar desierto, dejando tras ellos las luces del hotel.
—Me encantaría bañarme —expresó Paula en voz alta.
—Puedes hacerlo, yo me encargaré de vigilar si quieres bañarte desnuda.
—Supongo que lo que quieres decir es que te encargarás de vigilarme.
—Eso también —admitió—. Pero ahora en serio, si quieres bañarte, adelante. No hay nadie por aquí, es la una de la mañana y tu conjunto rojo puede ser perfectamente confundido con un bikini.
—¿Mi conjunto rojo? ¿Entonces también me has visto el sujetador?
Pedro esbozó una picara sonrisa.
—O sea que ya no me queda ningún secreto —dijo Paula, con un suspiro. Dio una patada al agua, empapando los pantalones de Pedro.
Pedro se echó a reír y le salpicó la espalda. De pronto, se puso repentinamente serio, y se acercó a ella hasta que sus cuerpos estuvieron separados por la única distancia de un rayo de luna.
—Cariño, ver tu ropa interior solo ha servido para que esté más interesado en lo que hay debajo.
La sonrisa de Paula desapareció para dar lugar a una nueva luz en sus ojos.
—Me has conquistado en cuanto me has quitado las sandalias, lo sabes, ¿verdad?
Antes de que Pedro pudiera contestar o inclinarse para besarla, lo agarró del pelo y acercó su boca a la suya.
«Dios mío, una mujer capaz de dar el primer paso», fue el último pensamiento coherente de Pedro  antes de que sus labios se encontraran. Después no hubo ninguna clase de pensamiento. Solo placer.
Probablemente, la hermana Mary Francés estaba retorciéndose en su tumba ante el descarado comportamiento de Paula. Si, por supuesto, estaba ya en su tumba, algo que Paula dudaba, puesto que era una monja muy joven cuando Paula tenía solamente siete años. Por supuesto, eso era lo que menos le importaba a Paula. Quería besar a ese hombre. En ese mismo instante.
Y lo hizo. No pidió permiso. Lo besó, sabiendo que él deseaba saborearla tanto como ella deseaba saborearlo a él. Y, en un instante, Pedro le devolvió el beso.
Oh, Dios. Aquellos labios perfectos estaban tocando, acariciando y succionando delicadamente lo suyos. La boca con la que Paula había fantaseado desde la noche que lo había visto bailando bajo la lluvia estaba sobre su propia boca. Paula nunca, había experimentado nada tan sensual.
Aunque había sido ella la que había iniciado el contacto, perdió rápidamente el control. Se sintió debilitarse en los brazos de Pedro  mientras él deslizaba la lengua entre sus labios para saborearla, para memorizarla, para inhalarla.
Aquel hombre sabía maravillosamente. La embriagaba como el más fuerte de los licores. El suyo era un sabor limpio, fresco y marcadamente masculino. Sus respiraciones se mezclaban mientras el inicial frenesí iba cediendo y ambos comenzaban a saborear el beso.
Al principio, Pedro hundió las manos en su pelo y le tomó la cabeza tal como ella tomaba la suya. Después, mientras ambos comenzaban a moverse al ritmo de las olas y los sonidos de la noche, sus manos fueron descendiendo. Paula  le rodeó el cuello con los brazos, Pedro  bajó las manos hasta su cintura. Ambos se mecían ligeramente, y Paula se sentía absolutamente fascinada.
Jadeó cuando Pedro la estrechó contra él para que pudiera sentir su excitación.
—Oh, eso es... Estás..
—Sí —gruñó Pedro contra su boca—. Eso es mi... —entonces deslizó los labios por su mejilla, cubriéndola de besos—. Ya te he preguntado que si sabías lo que me estabas haciendo.
Paula  gimió, completamente incapaz de resistir la tentación de presionarse contra él y volvió a gemir al sentir la fuerza de su erección contra su vientre.
—Pero no sabía que te estaba haciendo... tanto.

3 comentarios:

  1. Muy buenos capítulos! Espero por los siguientes! cuando se dará cuenta que Pedro no es el Federico que ella conoce!

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  2. Ayyyyy, ya vislumbro un bolonqui familiar y pronto cuando Paula quiera avanzar con Federico pensando que es Pedro jajajaja. Me encanta esta historia.

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  3. : O ... Muy buenos Naty.. muero x saber como sigue

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