miércoles, 22 de abril de 2015

Herencia de Amor Parte 2: Capítulo 23

Era un día perfecto, pensó Paula feliz al salir del cuarto de baño e ir a la cocina.
—Vaya, madrugas —comentó Pedro.
Pedro estaba preparando café. Llevaba pantalones vaqueros y una camiseta. Y ella sabía que, debajo, no llevaba nada.
Por supuesto, ella tampoco llevaba mucha ropa. Como no tenía una bata, Pedro le había ofrecido una camisa blanca suya. Era enorme, pero le gustaba cómo le quedaba. Además, le hacía sentirse más cerca de él.
—A veces, me gustan las mañanas —dijo Paula, incapaz de apartar los ojos de Pedro.
—¿Estás cansada? —preguntó él.
—Sí. ¿Y tú?
—Me echaré una siesta.
Paula rió. Alfonso encendió la cafetera eléctrica; después, se acercó a ella y la besó, deslizando sus manos por debajo de la camisa, acariciándole las desnudas nalgas.
—¿Otra vez? —preguntó Paula  con el pulso acelerado.
—Quizá después de desayunar —contestó Pedro apartándose de ella—. ¿Por qué estás tan sonriente?
—Estaba pensando en anoche.
—Ah. Vale.
Paula volvió a reír. Pedro estaba aprendiendo a sentirse relajado con ella. Lo conocía lo suficiente para dudar de que eso le ocurriera con otras personas.
—Debes de tener hambre, ¿no? —dijo Pedro.
—Estoy muerta de hambre.
Pedro le indicó la nevera.
Paula alzó los ojos al techo.
—No, gracias. Sé que no tienes nada en la nevera, aparte de unos cuantos condimentos y una caja de levadura.
—Crees que lo sabes todo, ¿verdad?
—Así es —Paula se acercó a la nevera, la abrió y vio… comida.
—Has ido a la tienda de comestibles —dijo ella mirándolo.
Pedro se encogió de hombros.
—Sí, mientras tú dormías.
—Tienes comida ahí dentro. Odias la comida.
—Me gusta la comida. Y como sabía que tarde o temprano ibas a venir, compré unas cuantas cosas.
Paula  examinó el interior del frigorífico. Había huevos, beicon, queso, bollos, zumo, pan, carne, lechuga y harina preparada para hacer pastas.
Cerró la puerta y volvió a mirar a Pedro.
—¿Sabías que iba a volver? —preguntó Paula.
—Eres muy obstinada.
Paula se le acercó y le puso las manos en el pecho.
—Eres un tipo duro. Podrías mantenerme alejada de tí  si realmente quisieras.
Pedro suspiró.
—Paula, no hagas una montaña de un grano de arena.
—Deja de decirme eso. Me invitas con una mano y con la otra me apartas —Paula respiró profundamente para darse ánimos—. Estamos saliendo juntos. Tú puedes llamarlo como quieras, pero la verdad es ésa. Somos una pareja. Tú quieres seguir viéndome y yo quiero seguir viéndote. Eso es salir juntos. Acéptalo.
La expresión de los ojos de Pedro endureció, pero no se apartó de ella. Entonces, le cubrió las manos con las suyas y se las apartó del cuerpo.
—Tengo mis motivos para no querer decir que salgo contigo —dijo Pedro—. Salir con alguien implica fiarse de alguien, y yo no me fío de nadie. Y no voy a cambiar.
Pedro estaba equivocado, pensó ella con tristeza. A pesar de negarlo, Pedro se fiaba de ella; de lo contrario, nunca le habría dado las llaves de su casa.
Y luego estaba lo del regalo de Nueva York y la comida en la nevera. ¿Y no estaba dispuesto a cambiar? Lo estaba haciendo.
Pero en vez de decirle eso, Paula murmuró:
—No te preocupes, salir conmigo es algo muy simple. Sólo hay unas cuantas condiciones y tú, siendo un tipo listo, las entenderás sin problema alguno.
Pedro  se la quedó mirando fijamente.
—¿Qué condiciones?
 —En primer lugar, si dices que me vas a llamar, quiero que me llames. También que seas puntual y que no salgas con ninguna otra.
Pedro, que tenía las manos de ella en las suyas, las acarició.
—No tengo interés en salir con otra.
Paula casi se deshizo.
—Me alegro. Bueno, a ver qué más… Ah, sí, halagos. Siempre me han gustado los halagos.
—¿Y los regalos? —preguntó Pedro.
—No son necesarios. Pero no diría que no a un regalo —Paula sonrió traviesamente—. En realidad, no creo que diga que no a nada que venga de tí.
Los ojos de Pedro se ensombrecieron de emoción.
—No se me dan bien estas cosas, Paula. Estás pidiendo demasiado.
—Tengo fe en tí.
—¿Y si sale mal?
—¿Por qué pensar lo peor? ¿Y si sale bien?
Pedro le soltó las manos y le acarició el rostro.
—Eres una optimista.
—Es parte de mi encanto.
—Sí, lo es —Pedro la besó—. Quédate aquí, no te muevas.
Pedro  salió de la cocina. Paula sirvió dos tazas de café y se quedó esperando a que volviera.
Cuando Pedro regresó a la cocina, tenía en la mano una tarjeta.
—Este es mi teléfono en el trabajo. Te he escrito el número del móvil en la parte de atrás de la tarjeta.
Paula sabía lo que Pedro  le estaba ofreciendo: acceso a su mundo. Acceso a él. Era un gran paso por parte de Pedro.
A cambio, ella le entregaba su corazón.

A última hora de la mañana del domingo, Paula se encontró delante de la segunda casa más grande que había visto en su vida. Al menos tenía que haber tres jardineros.
Mariana la tomó del brazo.
—Bueno, ¿qué te parece?
—Es maravillosa. No puedo creer que alguien de mi familia viva aquí. La casa de Fernando es más grande, pero como no es familia, no cuenta. ¿Crees que tiene criados?
—Estoy segura de ello.
—Creo que no me gustaría tener criados. Me gusta ir y venir sin que nadie me controle.
Julia apareció en ese momento.
—Perdón que llegue tarde. Estaba ocupada… y he perdido la noción del tiempo.
Paula miró a Mariana.
—Creo que estaba con Felipe, haciendo… ya sabes.

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