domingo, 19 de abril de 2015

Herencia de Amor Parte 2: Capítulo 13

La expresión de Pedro mostraba sólo un cortés interés, nada más. No había humor en su rostro, ni deseo. Era como si no hubiera ocurrido nada entre los dos.
Desde luego, Pedro no había dicho en broma lo de que sólo se acostaba con la misma mujer una noche, pensó Paula  con tristeza. Si hubiera sido otra persona quizá se le insinuara, pero era ella. ¿Qué sentido tenía hacerlo? Debería alegrarse de lo que había tenido por una noche y contentarse con que, al menos, Pedro la hubiera deseado una vez en su vida.
Paula  dejó la bolsa en el reposapiés y se acercó a la caja que estaba junto a la chimenea. La gata estaba tumbada al lado de sus tres crías. Ronroneó cuando ella se acercó.
—Hola, cariño —murmuró Paula—. ¿Qué tal estás? Tus gatitos han crecido. ¿Te va bien?
La gata frotó la cabeza contra la mano de ella.
—¿Come bien? —le preguntó Paula a Pedro.
—Creo que come el doble de lo que debería —la informó él.
—Bueno, eso es porque está sana. ¿Has pensado en un nombre para ella?
—No voy a ponerle ningún nombre.
—Tienes que hacerlo, necesita una identidad.
—Es una gata vagabunda.
Paula se sentó en la alfombra y lo miró.
—Todo el mundo se merece un nombre.
—En ese caso, pónselo tú.
—Está bien —Paula miró de nuevo a la gata—. ¿Qué tal Ensaimada?
—No, Ensaimada no.
—¿Por qué no?
—Porque no es comida. A una gata no se le pone el nombre de algo de comer.
—¿Pookey?
—No —gruñó Pedro.
—Has dejado muy claro que no es tu gata. ¿Por qué te crees con derecho a veto?
—Porque está viviendo en mi casa. Tendré que llamarla por su nombre. Pookey no.
—¿Jazmín? ¿Copito de nieve? ¿Princesa Leia?
—¿Princesa Leia?
—Como en La Guerra de las Galaxias.
—No, mejor Jazmín.
—¿No Copito de Nieve?
—No es blanca.
—La nieve puede ser gris.
Pedro emitió un sonido gutural que podía ser otro gruñido, pero Paula no estaba segura.
—En ese caso, Jazmín —Paula se puso en pie—. Hola, Jazmín. Bienvenida a la familia.
Pero antes de que Pedro  pudiera decir que no eran una familia, Paula agarró la bolsa y se dirigió a la cocina.
 —Voy a hacer unas pastas.
Pedro la siguió.
—¿Aquí? ¿En mi cocina?
—En tu horno —dijo ella mientras regulaba la temperatura.
—¿Y si no quiero pastas?
—Todo el mundo quiere pastas —Paula lo miró—. De chocolate, para ser exactos. ¿Cómo no te van a gustar?
Paula sacó de su bolsa una bandeja para el horno y un paquete de masa para pastas precocinada. Lo único que tenía que hacer era separarla en unidades, ponerla en la bandeja y meterlas en el horno. Pastas casi instantáneas.
Cuando la bandeja estuvo lista, Paula se apoyó en el mostrador de la cocina y miró a Pedro. Estaba guapo, muy guapo. Le hacía desear que las cosas fueran diferentes, que él quisiera poseerla otra vez. De tener el menor indicio de que así era, se aferraría a la idea; pero, por el momento, nada.
También había que, si no quisiera que estuviera allí, la echaría sin contemplaciones.
—Bueno, ¿qué tal te va? —preguntó Paula.
—Déjalo, no te va a servir de nada —la informó él.
—¿El qué?
—No me vas a convencer de tener relaciones contigo.
—Eso lo sé.
—Lo de las pastas es sólo un gesto amable —y también una excusa para quedarse ahí un rato.
Pedro la miró fijamente, haciéndola estremecer.
—¿Por qué te acostaste conmigo? —preguntó él—. Te dejé las cosas muy claras y sé que no eres una mujer que se acueste con un hombre una noche y se dé por satisfecha.
—Sí, es verdad, no lo había hecho nunca —dijo Paula suspirando—. Creo que se debió a la pérdida de sangre, el cerebro no me funcionaba bien.
Pedro  sonrió; pero, desgraciadamente, su sonrisa se desvaneció rápidamente.
—Vamos, sigo esperando una respuesta seria. ¿Por qué lo hiciste?
—Es un poco… no sé, me da vergüenza decirlo.
—Te prometo que no me reiré —dijo Pedro.
Paula  respiró profundamente. Pedro había sido honesto respecto a lo que quería y no quería, quizá ella también debería serlo, decirle por qué lo había hecho.
—Tú me deseabas —contestó ella simplemente—. A mí me gustaste y me fiaba de tí. Contigo me sentía a salvo, segura; pero lo que realmente hizo que me acostara contigo fue darme cuenta de lo mucho que me deseabas.
Pedro frunció el ceño.
—¿Te acostarías con cualquier tipo que mostrara interés por tí? —preguntó Pedro frunciendo el ceño. Dulce se echó a reír.
—No, no lo creo. No lo sé. En general, no despierto deseo en los hombres.
—Eso ya me lo dijiste y es una tontería. Claro que sí. Mírate en el espejo. Eres guapa y divertida. Algo rara, pero no estás loca.
—Para los hombres sólo soy una buena amiga, alguien en quien confiar, alguien a quien contarle los problemas —dijo Paula—. Hace un par de años fui a una fiesta y oí a un grupo de hombres hablando. Habían bebido bastante y estaban preguntándose entre ellos con quién les gustaría acostarse. Cuando hablaron de mí, todos dijeron que les caía bien, que era muy simpática, pero que no era la clase de chica con la que les gustaría… en fin, ya sabes.
Esa había sido la parte fácil de la historia. Paula clavó los ojos en la ventana e hizo acopio de valor para contar el resto:
—Yo había salido con uno de ellos y habíamos… estado juntos. Más o menos había sido el primero con el que lo había hecho. Yo creía que estábamos enamorados, pero él ya había roto la relación sin decirme por qué. Aquella noche, dijo a sus amigos que se había acostado conmigo porque me debía un favor. Es decir, me había hecho un favor al acostarse conmigo.
Aún le dolía.
—El segundo con el que me acosté, después de la primera noche no volvió a mostrar interés en el sexo. Decía que era culpa mía, que nunca antes había tenido problemas con una mujer.
—No era culpa tuya —declaró Pedro.
—Eso no lo sabes.
—Paula, te he visto desnuda. Te he acariciado todo el cuerpo. Te he besado, te he saboreado y te he visto estallar en mis brazos. No era culpa tuya, te lo aseguro.
Los ojos de Paula  se agrandaron.
—Pero esos hombres, lo que dijeron…

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