jueves, 23 de abril de 2015

Herencia de Amor Parte 2: Capítulo 25

—Me gusta la idea —admitió Mariana—. La casa es maravillosa y, además, a la abuela le haría feliz. Sí, ¿por qué no?
—Paula, ¿tú qué opinas? —preguntó Julia.
—A mí también me parece una buena idea.
—Hablando de otra osa —dijo Mariana mirando a Julia—. ¿Te molesta que papá vuelva a casa?
 Julia se encogió de hombros.
—No lo sé, supongo que no importa. He hablado de eso con Felipe y me ha ayudado bastante. Mamá lo quiere. Puede que yo no comprenda por qué, pero tengo que respetarlos. Papá es su marido y es nuestro padre; y aunque nos parezca un egoísta, es parte de la familia.
Mariana sonrió.
—Yo, personalmente, estoy deseando verlo.
—Porque siempre fuiste su preferida —dijo Julia.
—Nos llevamos bien. Estoy de acuerdo en que la vida habría sido más fácil si hubiera sido un padre normal que estuviera en casa, pero no es así. Yo he aceptado siempre cómo es papá y disfruto su compañía cuando está aquí.
—En ese caso, debes de ser mejor persona que yo —dijo Julia con un suspiro—. Bueno, tengo que marcharme ya, Felipe  me está esperando.
Julia se despidió de sus hermanas y se dirigió a su coche. Mariana se volvió hacia Paula.
—Supongo que querrás ir a ver a Pedro.
—Sí.
—Bueno, ahora las dos tienen novio. Supongo que tendré que buscarme uno también.
—Tienes a Fernando.
Mariana se echó a reír.
—Sí, claro —Mariana dio un abrazo a su hermana—. Bueno, te veré en casa de mamá.
—Ahí estaré.
Mariana se marchó.
Paula  se subió en su coche y lo puso en marcha.
Ahora que estaba sola, no tenía por qué seguir fingiendo que le hacía ilusión ver a su padre. Lo cierto era que, en secreto, siempre había temido las visitas de su progenitor. Por mucho que hiciera ella, su padre siempre la había considerado una fracasada. Y aún seguía doliéndole.
Por la tarde, Paula cambió de postura en el asiento del Mercedes de Pedro, tratando de combatir el ataque de náuseas y preguntándose si desaparecería alguna vez el nudo que sentía en el estómago.
—Estás muy callada —comentó él mientras llevaba el coche al carril de la izquierda—. ¿Te pasa algo?
—No, estoy bien. Es decir, no estoy bien, pero tampoco estoy fatal. Medio fatal. Esto es un error. ¿Por qué vamos a hacerlo? No deberíamos hacerlo. Debería haber dicho que no o que los dos teníamos cosas que hacer o que tú estabas ocupado. Pedirte que vinieras conmigo ha sido un error.
Paula se mordió el labio, suspiró y añadió:
—No lo digo en plan mal.
—No, claro que no. Lo tomaré como un cumplido.
Eso la hizo sonreír.
—No lo digo por tí, sino por mí. Estoy nerviosa. Además, a tí no te gusta esto de las familias. ¿Por qué has dicho que sí?
Pedro  tomó la salida de la autopista.
—Porque me lo pediste y para tí es importante.
En otras circunstancias, las palabras de Pedro  le habrían hecho mucha ilusión. Pero no ese día. Iba a ser un desastre.
—Se trata de mi padre —admitió Paula—. Ha vuelto, lo que es bueno, pero también es… no sé, estoy algo confusa.
—Los padres tienen ese efecto en los hijos.
—¿Te acuerdas tú del tuyo? —preguntó ella.
Pedro se encogió de hombros.
—A mí padre no lo conocí. No sé si mi madre sabía quién era. De ella me acuerdo algo, pero casi siempre estaba fuera de casa. Murió cuando yo tenía ocho años.
—¿Dónde estaban los de los Servicios Sociales? —preguntó Paula—. ¿Por qué no se encargaron de tí?
—Creo que no sabían nada de mí. Cuando mi madre murió, me quedé en la calle. En realidad, había vivido en la calle la mayor parte del tiempo, ya era una especie de mascota para algunos miembros de la banda. No me costó mucho que me aceptaran. Además, les era útil; les hacía recados, como llevar drogas de un sitio a otro y cobrar.
A Paula aquello le sonó a chino.
—¿No ibas al colegio?
—Dejé el colegio después de la escuela primaria.
—No lo entiendo, eres una persona con estudios.
—Estudié en el ejército. Luego, todo el tiempo libre que tenía lo pasaba leyendo. Fundamentalmente, lo que sé lo estudié yo solo.
Paula temió que las lágrimas afloraran a sus ojos. No quería llorar. Por lo tanto, respiró profundamente y cambió de tema de conversación.
—Los gatitos están creciendo mucho —dijo—. Van a necesitar una caja más grande.
—Compraré una esta semana.
Por fin, llegaron a la casa de Alejandra.
—Bueno, ya hemos llegado —dijo Paula con la esperanza de parecer más animada de lo que estaba.
Entraron en la casa. Eran los últimos en llegar, los demás ya estaban allí. Su padre, como de costumbre, se hallaba en el centro de un grupo.
Estaba igual que siempre, pensó Paula. Aún guapo y rubio, moreno y con esos ojos azules permanentemente impregnados de buen humor.
—Usted debe de ser Pedro —dijo Miguel Chaves con una sonrisa—. He oído hablar mucho de usted.
Los dos hombres se dieron la mano.
—¿Cómo está mi Paula? —preguntó Miguel.
—Estoy bien, papá —respondió ella dándole un abrazo.
Abrazada a su padre, Paula sintió una mezcla de placer y aprensión. Luego, se apartó de él, pero su padre le puso un brazo sobre los hombros.
—Así es como debe ser, de nuevo con mis chicas —dijo Miguel.
Paula  se separó de él con decisión y se acercó a su madre.
—¿Qué tal estás? —preguntó Paula, aunque veía felicidad en el rostro de su madre.
—Maravillosamente bien. Estoy contenta de tenerlo en casa.
Paula  asintió. Vio a Pedro hablando con Felipe.
Julia estaba al lado de su prometido, agarrada a su mano no como si no quisiera soltarlo. Las familias eran muy complicadas.
—Bueno, a ver si estoy enterado —le dijo Miguel  a Pedro—. Usted trabaja para Felipe, ¿no?
—Soy el encargado de seguridad de las diversas empresas de Felipe  y Fernando —respondió Pedro asintiendo.
—Felipe me ha dicho que es el mejor en su campo de trabajo.
—Sé lo que hago.
—Impresionante —Miguel dio una palmada a Pedro en la espalda—. Muy bien, muy bien. Al menos, no es como los otros perdedores de Paula.
—Papá —dijo Mariana rápidamente, agarrando a su padre de la mano—. Venga, vamos al cuarto de estar. UCLA está jugando contra la Universidad de Washington.
Paula agradeció la intervención de su hermana, pero le habría gustado que no hubiera sido necesaria. Sentía calor en las mejillas y el nudo en el estómago se había hecho más grande.
Su padre se dejó llevar. Pero al llegar al cuarto de estar, volvió la cabeza y miró a Pedro.
—Me alegro de que Paula esté cambiando para mejor, siempre me ha preocupado. Nunca ha sido ni tan lista ni tan bonita como sus hermanas. Dudaba que encontrara a alguien que la quisiera. Me alegro de haberme equivocado.
Paula  se sintió como si le hubieran dado un golpe en la cabeza con un bate de béisbol. La vergüenza la hizo enrojecer visiblemente. Sin saber qué hacer, corrió a la cocina y allí se echó a llorar.
Al momento, sus hermanas estaban a su lado.
—Es un imbécil —murmuró Julia abrazándola—. Esta es una de las numerosas razones por las que lo odio.
—Reconozco que no es muy sensible —dijo Mariana, abrazándolas a las dos—. Lo siento, Paula.
Al cabo de unos instantes, sus hermanas se retiraron. Durante unos segundos, Paula se quedó sola. Entonces, unos brazos la rodearon.
No tuvo que abrir los ojos para reconocer al hombre que la abrazaba. Se sintió indecisa. Aunque necesitaba estar con él, se hallaba demasiado avergonzada para mirarlo.
—Lo siento —dijo Paula, forzándose a alzar el rostro y clavar los ojos en los de Pedro.
Pero en vez de censura, vio en la expresión de Pedro… afecto.
—Uno no puede elegir a sus padres.
—Lo sé. Siempre ha sido así. ¿Quieres que irte? Mariana podría llevarme a casa.
Pedro le secó las lágrimas con la mano y la besó. La besó de verdad.
—Lo que quiero es estar contigo, tenerte a mi lado desnuda —susurró Pedro—. Luego quiero hablar contigo y estar a solas contigo. Sólo contigo, Paula. He conocido a muchas mujeres, pero tú eres única. Eres apasionada, hermosa, cabezota, generosa y me encantas.
El nudo desapareció. Las lágrimas se le secaron.
Quería estar dentro de Pedro y no salir nunca de allí.
Lo amaba.

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