—No has comprado esto, ¿verdad? —preguntó Paula cuando Pedro estacionó frente a una enorme finca de Beverly Hills. Las puertas de acero se abrieron, dejando ver una casa de tres plantas con enormes jardines.
—Yo crecí aquí.
—¿Qué? ¿Vivías aquí? ¿Con tus padres? Me dijiste que me vistiera de forma casual. Dijiste que probablemente nos mancharíamos. No puedo conocer a tus padres con esta pinta.
Llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta de manga corta que había estado a punto de tirar. No se había molestado en maquillarse ni en lavarse el pelo.
—No están aquí —dijo él mientas aparcaba frente a la casa—. Están en Europa. Te he traído para poder echarle un vistazo al desván. Pensé que habría algunas cosas que te gustarían.
—Ah. Bueno, el desván suena intrigante —Paula salió del coche y miró a su alrededor—. Tiene mucho estilo. No se parece a mi casa.
—Me gustó tu casa —dijo él, abriendo la puerta con la llave—. Me sentí muy cómodo. Este lugar no es así.
Entraron en la casa y Pedro encendió las luces. Paula se fijó en los techos altos, en los suelos de madera y en las impresionantes obras de arte. Y sólo estaban en la entrada.
—¿No hay empleados? —preguntó.
—Hay un ama de llaves interna. Hoy es su día libre. Le dije que nos pasaríamos, pero que no hacía falta que estuviera. Tenemos la casa para nosotros.
Pedro la condujo por una escalera y luego por un pasillo flanqueado por habitaciones.
—¿Cómo de grande es este lugar? —preguntó ella—. ¿Diez mil metros cuadrados?
—Creo que más bien quince.
—Eso es mucho limpiar.
—Yo no lo sé —contestó él con una sonrisa.
—Sería un trabajo de jornada completa. No puedo creer que tus padres tengan este sitio y casi nunca estén aquí.
—Les gusta viajar.
—Mis hermanas y yo podríamos haberlo pasado muy bien aquí. ¿Quién necesita un parque de atracciones? Te portaste muy bien con ellas, por cierto. ¿No te lo había mencionado? Casi te ganaste su confianza.
—Me gané su confianza. Sin casi.
—Qué arrogante.
—Y con razón.
Las señales de alarma comenzaron a sonar en su cabeza. Paula sabía que no debía dejarse seducir, pero no podía evitarlo. Era un hombre fantástico.
Al final del pasillo tomaron otra escalera hacia el tercer piso. En vez de más habitaciones, había espacios abiertos, dándole al lugar un estilo loft. Las ventanas dejaban entrar una gran cantidad de luz.
—Me encanta esto —murmuró Paula— Me dan ganas de ser pintora o algo creativo. ¿No te parece que sería un estudio fantástico?
—Fernando y yo jugábamos aquí cuando éramos pequeños. Teníamos todo el piso para nosotros.
—Un paraíso para los niños.
En una esquina había otras escaleras. Eran estrechas y empinadas. Paula siguió a Pedro y se encontró metida en el desván.
Parecía sacado de una película original de la PBS; con vigas descubiertas, muebles cubiertos con sábanas y ventanas polvorientas. Había cajas por todas partes, además de ganchos en las paredes y baúles.
¿Cómo era posible que Pedro y ella se hubieran criado a menos de treinta kilómetros de distancia y hubieran tenido una vida tan distinta? ¿Cómo podía ser real ese mundo?
Pedro quitó unas cuantas sábanas, y dijo:
—Fernando y yo pasábamos mucho tiempo aquí arriba. Metíamos las narices en todo. La mayoría de las cosas eran muy aburridas para un niño, pero recuerdo...
Atravesó la sala y movió algunas cajas.
—Sé lo que piensas del arte moderno. ¿Esto es más de tu estilo?
Le había prometido una sorpresa. Paula no había estado muy segura de qué esperar, pero desde luego no una hermosa canastilla.
Se arrodilló y tomó aliento al tocar la pieza. Estaba decorada con ángeles, corazones y flores. Estaba un poco ajada, pero era increíble.
—Oh, Pedro. Es increíble.
—Me alegro de que te guste. Podemos restaurarla. Hay un vestidor a juego —Pedro se sentó a su lado—. Puede que estas cosas tengan ciento cincuenta años. No hay cambiador, pero podríamos pedir que nos hicieran uno. Y lo mismo con la cuna.
—Eso suena genial. ¿Cómo sabías que me encantaría?
—Simplemente lo sabía.
Paula habría imaginado que Pedro era el tipo de hombre que hacía regalos típicos, pero se equivocaba, y le encantaba. No era que fuese a quedarse con esos muebles. Eran herencia familiar. Pero estaría encantada de utilizarlos mientras el bebé fuera pequeño.
—Eres increíblemente considerado —le dijo—. Gracias. Son increíbles.
—Bien. He estado leyendo cosas en Internet. Sobre bebés. Necesitan muchas cosas.
—Es difícil creer que algo tan pequeño necesite tantos accesorios.
—¿Puedes sentir algo ya?
—Sólo náuseas —dijo ella, llevándose la mano al estómago—. Ningún movimiento. Para eso faltan un par de meses.
—Apenas se te nota.
—Tengo un poco de barriga —estuvo a punto de decir que debía verla desnuda, pero eso podría llevar a equívocos.
—¿Cuándo vas a decírselo a tus socios? —preguntó él.
—Pronto. Tengo que hacerlo. Hay muchos detalles de los que tengo que ocuparme, pero funcionará. Es extraño. Hasta que no descubrí que estaba embarazada, mi carrera era lo más importante en mi vida. Vivía para trabajar. Estaba decidida a ascender. Un bebé lo complicará todo, pero no me importa.
—No tomarás las decisiones sola —dijo él—. Yo también participaré—. Voy a ser un padre presente, Paula. Quiero estar ahí por mi hijo.
—Me parece bien —dijo ella—. Podemos entrevistar a futuras niñeras.
Lo decía en broma, pero Pedro puso cara de repugnancia.
—Yo tuve una niñera.
—Interesante. ¿Era simpática?
—Tuve varias, y todas eran simpáticas. Mis padres decidieron evitar los aspectos «sucios» de educar a un hijo. Me llevaban con ellos cuando viajaban, pero nunca estábamos juntos. No recuerdo que me llevaran a sitios con ellos, ni que comiésemos juntos. Yo tenía mi propia suite en el hotel, con mi niñera, y a veces Fernando, si sus padres también iban.
—Debías de sentirte muy solo —dijo ella.
—A veces. A medida que fui creciendo lo fui llevando mejor, y pude salir solo. Podía ver a otros niños. Cuando llegué al colegio, estuve a salvo, excepto en verano. Siempre estábamos viajando de un lado a otro.
Paula también recordaba sus veranos, pasando los días en el jardín. Sus hermanas y ella se inventaban juegos que duraban días.
—Fernando ayudaba —continuó Pedro—. Nos apoyábamos mutuamente. Como tus hermanas y tú.
—Son importantes para mí —convino ella.
—Quiero algo más para nuestro bebé, Paula. Quiero que sepa que estamos los dos ahí. Quiero que formemos una familia. Quiero la familia que nunca tuve.
Sonaba decidido y dolorosamente triste. Paula sufría por el niño que había tenido tantas cosas y, al mismo tiempo, tan poco cariño.
—No creo que podamos regresar en el tiempo y darte esa familia—dijo ella—. Sé que no quiero recrear la mía. Pero podemos construir algo nuevo que nos venga bien.
—Me gustaría intentarlo. ¿Sabe tu padre ya lo del bebé?
—La verdad es que no se lo he dicho —dijo ella, arrugando la nariz—. Si mi madre ha hablado con él hace poco, puede que se lo haya mencionado.
—No te cae bien. Lo noto en tu voz.
—No puedo perdonarlo —admitió—. Le hace daño una y otra vez. Sé que ella tiene parte de responsabilidad; se lo permite. Pero desearía que lo mandase a paseo de una vez por todas y encontrase a un hombre decente. Pero ella dice que lo quiere.
—¿No la crees?
—Creo que el amor no tiene que hacer tanto daño.
Pedro le tomó la mano. Por supuesto, sintió el tradicional cosquilleo y deseo. Paula tenía la sensación de que siempre experimentaría eso cuando Pedro estuviese cerca. Pero había algo diferente. Algo cálido y reconfortante. Como si pudiera confiar en él para que estuviese siempre presente.
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