En ese mismo instante, cuando se suponía que ella debía estar preparando café, Fernando estaba dormido en su cama.
Hasta que él había entrado por la puerta la noche anterior, su casa había sido una zona libre de hombres. Después de lo que había ocurrido con Garrett, había deseado que fuese así. La había alquilado después de acabar la universidad, la había amueblado de manera femenina y su colchón había sido prácticamente virginal.
Pero ya no, pensó mientras alcanzaba con una sonrisa la lata del café. Tenía el brillo típico después de una noche de pasión y los músculos agarrotados a consecuencia de ello.
Encendió la cafetera y se apoyó contra la encimera. En teoría, debía estar arrepintiéndose. No era propio de ella. Era mucho más sensata, más cuidadosa, mucho menos impetuosa. Lo cual volvería a ser muy pronto. Pero, de momento, quería disfrutar de los cálidos recuerdos de lo que habían hecho.
Se sentía bien, demasiado bien para sentirse mal.
—Buenos días.
Levantó la mirada y vió a Fernando de pie en la puerta de la cocina. Se había puesto los pantalones y la camisa, pero no se la había abrochado. Podía ver su piel desnuda y sus fuertes músculos. También parecía desaliñado, sin afeitar y demasiado sexy para explicarlo con palabras.
—Hola —murmuró ella—. Estoy haciendo café, lo cual probablemente ya sepas.
—Bien. Gracias.
No tenía ni idea de en qué estaba pensando él. Probablemente hiciera eso todas las mañanas, despertándose en una cama extraña. Podría dejar que él llevara las riendas, sólo que ése no era su estilo. Ella era más de estar al mando. Sus hermanas podrían dar buena cuenta de eso.
—He perdido práctica—dijo, encogiéndose de hombros—. Todo este asunto del hombre desconocido en mi cama y todo eso. No esperaba lo de anoche, así que no estaba preparada para esta mañana. ¿Qué quieres hacer? ¿Ducharte? ¿Marcharte? ¿Mi número de teléfono?
Fernando se cruzó de brazos y se apoyó en el marco de la puerta.
—Eres sincera.
—Como lo fui anoche. Es algo que va conmigo. Me gusta pensar que marco tendencias. Además, nunca he entendido la gracia de mentir. La verdad siempre acaba por saberse.
—Un punto de vista interesante. ¿Qué planes tienes para hoy?
¿Planes? Era sábado.
—Tengo que hacer algunos recados. Me he traído trabajo a casa e iba a reunirme con mis hermanas más tarde para comer.
—Una chica ocupada.
—Suele pasar. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer hoy?
—Reunirme con mi primo, aunque eso será más larde. ¿Puedo tomarte la palabra en lo de la ducha? ¿Y tal vez tomar prestado un cepillo de dientes?.
—Claro.
Aquello era tan raro, pensaba Paula mientras abría el armario que había junto al cuarto de baño. Había un cepillo de dientes sin estrenar y que era, por desgracia, rosa brillante.
—Lo siento —murmuró.
—Sobreviviré. ¿Tus cuchillas de afeitar tienen flores?
—No, pero son casi todas moradas.
—Qué chica estás hecha.
—¿Preferirías que fuera un chico? —preguntó ella.
—No, aunque hubiera proporcionado una conversación interesante.
—Toma —dijo ella, entregándole un par de toallas y señalando después hacia el baño.
—De acuerdo. Gracias.
Paula regresó a la cocina y buscó una taza. Había un hombre en su cuarto de baño. Un hombre que pronto estaría desnudo bajo la ducha y que usaría su jabón. Todo era muy extraño. Debería...
—¿Paula?
Dejó la taza y regresó al pasillo. La puerta del baño estaba parcialmente abierta.
—¿Qué? ¿Hay algún problema? —preguntó ella.
—Más o menos.
Paula se detuvo frente a la puerta y abrió la boca para hablar. Pero, antes de que pudiera decir nada, él la agarró por el brazo y la metió dentro.
Estaba desnudo. Se dio cuenta de eso justo antes de que la abrazara y la besara. Desnudo, excitado y, aparentemente, con ganas de más, pensó ella mientras abría la boca y dejaba que comenzasen los juegos.
—Llevas una bata —murmuró él mientras le besaba el cuello.
—Sí, así es —dijo ella sin aliento.
—Tiene que desaparecer.
Era un hombre de palabra. Le desabrochó la bata y se la quitó. Debajo no llevaba nada; cosa buena, a juzgar por cómo comenzó a acariciarle los pechos inmediatamente.
Mientras él se inclinaba y le lamía los pezones, ella le acariciaba los hombros, la espalda, y luego le dio un beso en la cabeza.
—De acuerdo —dijo él—. Hora de ducharse.
—¿Qué?
Le agarró la mano y la guió hasta la ducha antes de cerrar la cortina. La metió bajo el chorro del agua y alcanzó el jabón.
Tras enjabonarse las manos, comenzó a frotarlas por su cuerpo. El jabón hacía que su piel se volviera resbaladiza.
Le enjabonó la espalda, las caderas, la parte de atrás de las piernas, antes de aclararla. Entonces, en vez de darle la vuelta, simplemente se acercó y, presionando su espalda contra su torso, comenzó a deslizar las manos por la parte delantera de su cuerpo.
Le acarició el cuello y luego se entretuvo en masajearle los pechos. La combinación de dedos jabonosos sobre sus pezones y el agua caliente la volvieron loca de deseo. Paula le cubrió las manos con las suyas para mantenerlas ahí mientras echaba la cabeza hacia atrás para apoyarla sobre su hombro.
—Hay más —susurró él—. Mucho más.
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