lunes, 20 de abril de 2015

Herencia de Amor Parte 2: Capítulo 15

Paula abrió la boca para luego cerrarla. Quería decir a sus hermanas que estaban equivocadas. Ella no hacía eso… aunque quizá sí.
De repente, recordó un incidente en su adolescencia. Estaba en su cuarto arreglándose para salir con un chico cuando entró su padre. Él no pasaba mucho en casa; por lo tanto, cuando estaba allí, tanto ella como sus hermanas estaban encantadas. Paula había dado media vuelta y había dejado el cepillo del pelo en la cómoda.
—¿Qué te parece, papá? ¿Estoy guapa?
Su padre se la había quedado mirando durante un tiempo y luego contestó:
—Nunca serás tan lista ni tan guapa como tus hermanas, pero estoy seguro de que acabarás encontrando a alguien que se haga cargo de tí. Pero no sueñes con un príncipe azul, eso es todo.
Las palabras de su padre se le habían clavado en el alma. Había salido con su amigo, pero no recordaba nada de aquella noche, las palabras de su padre no dejaron de rondarle en la cabeza.
Siempre había sabido que Mariana y Julia eran más guapas que ella y que tenía que estudiar más que sus hermanas para conseguir peores notas que ellas, pero nunca le había dado importancia. Hasta ese momento, se había considerado especial.
Pero si su propio padre no lo creía, quizá no lo fuera. Desde entonces, jamás se volvió a sentir especial… hasta la noche que pasó con Pedro.
—Paula, ¿te pasa algo? —preguntó Mariana inclinándose hacia ella.
—No, estoy bien —Paula respiró profundamente—. Tenéis razón. Creo que evito a los hombres normales porque me da miedo enamorarme y ser rechazada. ¿En qué estaba pensando? No voy a cambiar a Pedro. Él no quiere tener nada que ver conmigo y voy a dejarlo en paz. Es lo mejor.
Julia se mordió el labio inferior.
—¿Te encuentras bien? No era mi intención herir tus sentimientos.
—No lo has hecho. Estás preocupada por mí y te lo agradezco.
—Te quiero —dijo Julia con sinceridad.
—Y yo también te quiero —añadió Mariana.
Paula  reconoció el afecto de sus hermanas y se sintió algo mejor. Siempre podía contar con ellas. En cuanto a Pedro, iba a olvidarlo. Él no la quería en su vida, se lo había dejado muy claro.
Quizá hubiera llegado el momento de dejar de querer imposibles y plantar los pies firmemente en la tierra. Quizá debiera buscarse un hombre normal. Pero… ¿cómo era un hombre normal exactamente?
Pedro entró en la casa y oyó el maullido de las crías, lo que le pareció extraño ya que, normalmente, no hacían ningún ruido. Dejó el portafolios en una silla de la cocina, salió al cuarto de estar y vio a las crías en la caja, pero no a la madre.
Buscó por toda la casa, pero no había rastro de la gata. Pero la ventana que había dejado entreabierta para que se ventilara la casa estaba más abierta y la rejilla estaba fuera, en el suelo. La gata se había marchado.
Lanzó una maldición y miró la caja con las crías. ¿Habría abandonado a su familia? No necesitaba más problemas, pensó mientras agarraba el teléfono, y fue cuando se dio cuenta de que no tenía su número de teléfono.
Tres minutos más tarde estaba marcando. Sus programas de seguridad, junto con un buen ordenador y conexión de Internet, le permitían encontrar a cualquier persona en cualquier parte del mundo.
—¿Sí?
Pedro frunció el ceño. La voz no le resultaba familiar.
—¿Paula?
Oyó un sonido nasal seguido de un tembloroso:
—Sí.
Algo le pasaba. No quería saberlo, pero sabía que debía preguntar, era lo correcto. Al demonio, pensó unos segundos más tarde.
—Soy Pedro.
Paula emitió un sonido semejante a un sollozo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella con voz espesa, una voz que a él le pareció de llanto—. No me llamarías si no te pasara algo.
Paula  había dicho la verdad y eso le gustaba.
—La gata se ha marchado.
—¿Jazmín?
—Sí, Jazmín. He dejado la ventana abierta para que entrara aire y la gata ha conseguido tirar la rejilla y se ha escapado. Las crías no hacen más que maullar y yo no sé qué hacer.
—No dejar la ventana abierta es lo mejor que podías haber hecho —dijo ella con voz queda—. Ahora mismo voy.

Paula  hizo lo que pudo por recuperar la compostura, no quería que Pedro pensase que había llorado por él. No lo había hecho. Sus problemas no tenían nada que ver con Pedro. Pero los hombres eran tan arrogantes que seguro que era lo primero que él pensaría.
Estacionó el coche y, con el último pañuelo de papel que le quedaba, se secó las lágrimas. Luego, se sonó la nariz y tomó aire. Prefirió no pensar en su aspecto. Lo importante era encontrar a Jazmín.
Salió del coche, lista para llamar a la gata; pero antes de poder pronunciar una palabra, Jazmín salió de entre unos arbustos y maulló.
Paula se agachó y le acarició el lomo.
—¿Necesitabas pasar un rato a solas? —le preguntó Paula—. ¿Te estaban cansando tus hijos?
Jazmín volvió a maullar y se frotó contra ella. La puerta de la casa se abrió.
Paula  se enderezó y se preparó para recibir el impacto de la presencia de Pedro. Ese hombre era muy guapo. Era un hombre alto, fuerte y parecía dispuesto a enfrentarse al mundo.
—Ha vuelto —dijo Paula señalando a Jazmín—. Creo que sólo quería estar sola un rato. ¿Has intentado abrir la puerta y llamarla?
—Ah, no. No se me había ocurrido. No tengo práctica con los animales domésticos.
—Eso es evidente.
Alfonso la miró, luego a la gata y, una vez más, a ella. A Paula se le ocurrió pensar que se sentía algo *beep*. Quizá no estuviera bien, pero eso la hacía sentirse mejor.
—Te sugeriría que sujetaras bien las rejillas. Además, no estaría mal que dejaras salir a la gata todas las mañanas un rato. Debe de ser agotador cuidar de tres gatitos.
Pedro se la quedó mirando. Paula no sabía qué era lo que él estaba pensando y tampoco le importaba mucho en ese momento. Estaba sumamente triste, le habían dado la noticia sin previo aviso.
—¿Quieres entrar?
—¿Queda alguna pasta?
Pedro  asintió.
—Está bien —quizá lo ayudara tomar un poco de chocolate.
Paula entró en la casa. Jazmín también entró y se fue a la caja, con sus crías.
—Siéntate —dijo Pedro indicando el sofá.
Paula se sentó. Le resultaba extraño estar allí otra vez, se había jurado a sí misma no volver a verlo. Aunque le gustaba ver el cuerpo de ese hombre, no pudo evitar pensar que aquél era otro lugar en el que la habían rechazado.
Pedro le llevó una bandeja con pastas y una botella de agua.
A pesar de la presión que sentía en el pecho, Paula lo miró y sonrió.
—¿Pastas y agua?
—Lo siento, no tengo nada de bebida.
—No te preocupes.
Mientras hablaba, una lágrima le resbaló por la mejilla.  Paula tuvo miedo de echarse a llorar y tragó saliva.
—¿Tienes pañuelos de papel? —preguntó ella.
—Sí, ahora te los traigo.
Pedro  se marchó y volvió inmediatamente con una caja de pañuelos de papel. Paula  agarró un par de pañuelos y se secó las lágrimas.
—No te asustes, no lloro por tí —explicó Paula—. He perdido mi trabajo. No sabía nada, no me habían avisado. Yo creía que todo iba bien. De repente, me han llamado para decirme que ya no requieren mis servicios. Mucha gente les escribió diciéndoles que mi cómic no tenía gracia o que no lo entendían.
Paula  respiró profundamente y lo miró. Pedro seguía de pie junto al sofá, como si no supiera qué hacer.
—Las protagonistas eran tres chicas calabazas. Eran amigas, salían juntas e iban de compras. Vivían en una granja, aunque no era una auténtica granja. Había un centro comercial y un restaurante. Salían con otras verduras. Era muy gracioso.
Paula  bajó la cabeza y continuó llorando.
—¿Cómo es posible que la gente no le viera la gracia? Además, trabajaba mucho —eso era lo que más le molestaba, lo mucho que había dado de sí misma en el trabajo.
—¿No puedes vender tu viñeta en algún otro sitio? —le preguntó Pedro.
—Creo que no. Se trataba de una revista de horticultura semanal. Las chicas calabaza eran de cultivo biológico, llevaban un estilo de vida holístico. Eran muy espirituales.
—¿Las calabazas?
Paula asintió.
—No ganaba mucho dinero, no era una revista de gran tirada. Pero era un trabajo. Con el dinero que me daba la viñeta y con la venta de velas conseguía vivir.
—¿Vendes velas?
—Sí —Paula contuvo un sollozo—. Ya sé que no soy como mis hermanas, pero me gustaba mi vida. Era una vida de poca cosa, pero me gustaba. Tenía mis velas y a mis chicas. Pero ahora ya no tengo a las chicas y no sé qué voy a hacer. Además, me dijeron que no tenía gracia. Adiós. Sin más. Aunque no les ha importado todo lo que he trabajado. ¿Tienes idea de las horas que me llevaba hacer la viñeta a la semana? Muchas.
Pedro se sentó en el sofá y la miró.
—Lo siento.

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