—Ah, ya, una novia por Internet.
Pedro sacudió la cabeza y giró el ordenador para que ella pudiera ver la pantalla. Vio una foto de una hermosa isla de cielo imposiblemente azul y arena casi blanca.
—¿Vacaciones?
—Jubilación. Voy a jubilarme dentro de ocho años; cinco, si mis inversiones siguen dándome más beneficios de los que esperaba.
¿Jubilación? Paula frunció el ceño.
—Pero si apenas tienes treinta años, ¿no?
—Treinta y tres.
Paula se sentó en la otra silla al lado del escritorio.
—¿Por qué quieres jubilarte?
—Porque puedo. Ya he trabajado lo suficiente.
Y ella apenas había empezado a vivir.
—¿Cómo qué?
—Mentí respecto a mi edad, falsifiqué el certificado de nacimiento y entré en el ejército a los dieciséis años. Pasé allí diez años, ocho de ellos en las Fuerzas Especiales.
Lo que explicaba las cicatrices, pensó Dulce. Un guerrero.
—Cuando dejé el ejército, pasé cuatro años protegiendo a gente rica en lugares peligrosos. Ganaba bastante dinero, pero me aburrí de que me disparasen. Acepté trabajar para Fernando y Felipe porque la empresa estaba empezando y se me presentaba la posibilidad de ganar una fortuna.
—¿Es eso lo que quieres, hacerte con una fortuna? —si tenía pensado jubilarse dentro de cinco u ocho años, probablemente ya la tenía.
—Sí.
—¿Por qué?
Pedro señaló la foto que se veía en la pantalla del ordenador.
—La intimidad y la soledad no son baratas. Quiero vivir en un lugar aislado y fácil de defender, un lugar en el que haya poca gente y posibilidades para hacer lo que me gusta.
Paula no entendía la necesidad de soledad de Pedro.
—¿No quieres tener una familia? ¿No quieres casarte y tener hijos?
—No, eso no me interesa.
Paula agarró con fuerza la taza de café.
—Estarás solo —dijo ella.
—Exacto.
—Eso no es bueno.
Pedro la miró fijamente.
—Paula, ya te lo he dicho, no quiero ataduras emocionales. Nunca.
—No lo comprendo. Para mí, la familia lo es todo —le dijo ella, como si Pedro le estuviera hablando en chino—. Yo me sentiría perdida sin mi familia. Todo el mundo necesita a alguien, incluso tú.
—Te equivocas.
Paula no lograba entender que Pedro estuviera dispuesto a pasarse el resto de la vida solo.
—Anoche… fue tan íntimo —murmuró ella.
—Fue sexo.
—¿Es ésa la única forma que tienes de conectar con otra persona, a través del sexo?
—No intentes analizarme, Paula —dijo Pedro sin enfadarse—. No soy un hombre destrozado, no necesito ayuda.
—Pero necesitas a alguien además de a ti mismo, Pedro —no obstante, Paula sabía que él no iba a creerla. Entonces, miró en dirección a los gatos—. ¿Quieres que les busque algún sitio?
—Pueden quedarse durante un par de semanas. Luego, yo mismo los llevaré a algún refugio para animales.
—¿Necesitas que… que venga a ayudarte con los gatos? —le preguntó ella.
—No, sé valérmelas yo solo.
Por el tono de voz de Pedro, Paula se dio cuenta de que se estaba alejando de ella. Era como si la unión que había existido entre ambos el día anterior se estuviera desvaneciendo.
—¿Te molestaría que viniera a hacerles alguna visita antes de que los dejes en algún sitio?
—No, puedes hacerlo.
—Gracias. En fin, será mejor que me vaya ya.
—He traído tu coche hasta aquí —dijo Pedro volviendo su atención al ordenador—. Está delante de la puerta.
—Gracias.
Paula llevó la taza de café a la cocina y la enjuagó. Después de agarrar su bolso, se dirigió a la puerta de la casa.
—Bueno, supongo que nos veremos.
—Adiós, Paula.
—Adiós —después de abrir la puerta, Paula lo miró—. ¿Quieres mi número de teléfono?
Pedro también la miró. Ella buscó en los ojos de Pedro un rastro de la pasión que viera en ellos el día anterior, pero no vio nada, absolutamente nada.
—No, ya veo que no —susurró Paula, y se marchó.
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