De pronto recordó las paredes de cristal y volvió a sentarse. Bajó la voz, pero no estaba menos enfadada.
—Si esto es tu idea de una broma, no es divertida. Es horrible.
—¿Horrible? —preguntó él—. ¿Por qué?
—Ni siquiera nos gustamos —murmuró ella—. ¿Qué tiene de bueno casarnos?
—Tú sí me gustas —dijo él—. Y, salvo por un pequeño detalle que no puedes perdonar, creo que yo te gusto a tí. Casarse por el bien del bebé es una tradición bien vista.
—¿En qué siglo?
—Somos adultos racionales e inteligentes —dijo Pedro—. Vamos a tener un bebé. Los dos querremos que tenga lo mejor y eso significa tener a sus dos padres cerca. ¿Realmente quieres ser madre soltera?
—Sí. Me parece bien. Me educó una madre soltera —más o menos. Técnicamente había un padre, pero no servía para nada.
—Creo que es importante tener a ambos padres cerca si es posible —insistió Pedro.
—Genial, pero no es posible.
—¿Por qué?
—No quiero casarme contigo —dijo ella.
—¿Por qué no?
—No te conozco. Y pesar de lo que diga tu cerebro egocéntrico, no me gustas especialmente. No tengo interés en casarme por una razón sociológica arcaica . Creo que una madre soltera puede hacer un trabajo excelente.
—Podríamos intentarlo.
¿Pero cuál era su problema? ¿Por qué seguía insistiendo? ¿Y por qué ella se sentía furiosa y, a la vez, increíblemente triste?
—No quiero intentarlo. No contigo.
—De acuerdo. Así que no soy yo —dijo él—. Te opones al matrimonio en general.
—No es verdad. Quiero casarme. Algún día. Pero no ahora, y no contigo. Eres un hombre que da por hecho que todas las mujeres van detrás de tu dinero. No podría soportar eso.
—¿Dices que te opondrías a un contrato prematrimonial? Proteger mis posesiones es algo razonable.
—Tienes que irte —dijo ella, apretando los dientes—. En serio, tengo que trabajar. Sé que no entiendes cómo puedo rechazar una oferta tan halagadora. Teniendo en cuenta tu visión de las mujeres, debe de haber miles de ellas dispuestas a aceptar, sobre todo después de una declaración tan romántica.
—Gastas demasiada energía —dijo él con un tono desquiciante—. Hace que me pregunte qué es lo que escondes. Casarse no es algo tan inesperado, Paula. ¿Por qué estás enfadada realmente?
Paula se puso en pie, y dijo:
—Ha sido fabuloso. Deberíamos hacerlo otra vez. Tal vez dar una fiesta y darnos regalos.
Pedro se levantó y se acercó a su lado de la mesa, le tomó la mano y la empujó hacia una esquina de la sala. Una en la que estaban fuera de la vista de cualquiera que pasara.
—No voy a dejar este asunto —dijo él, mirándola a los ojos—. Digas lo que digas, hagas lo que hagas, pienso estar ahí. Es mi hijo y mi vida también. No pienses que puedes esconderte de mí para siempre.
Entonces la besó. Allí mismo, en la oficina, frente a la mesa de conferencias vacía.
Presionó los labios contra los suyos con un movimiento erótico y posesivo. El calor fue tan instantáneo como intenso. Paula deseaba agarrarlo y no soltarlo jamás. Luchó contra su deseo para no seguir con el beso, pero, antes de que pudiera ganar o perder la batalla, él se apartó.
—Prepara los papeles del acuerdo y envíalos a mi oficina —dijo—. Te los reenviaré con un cheque.
—No estoy interesada en trabajar contigo.
—Tal vez no, pero deseas la cuenta, así que sufrirás. Y, Paula...
—¿Sí?
—Por mucho que intentes negarlo, sé la verdad. Te gusto.
—Me encantan los bollos —dijo Mariana mientras vaciaba la bolsa—. Me encanta su olor, me encanta untarlos con crema de queso, llevármelos al jardín y comerme uno mientras bebo café y leo el periódico del domingo.
Paula miró a Sofía.
—Muy bien. De pronto tengo hambre. ¿Y tú?
—Me muero de hambre. Mamá no volverá hasta dentro de media hora. Podríamos picar algo.
—Hay mucho de dónde elegir.
En uno de esos inesperados giros del destino, Paula había terminado su trabajo el viernes y no había tenido que volver a la oficina el sábado por la mañana. Sin nada que hacer, había decidido pasear por el mercadillo. Había comprado fruta y verdura, junto con una docena de bollos que había compartido con sus hermanas.
Mariana sacó los tres bollos que pensaba llevarse a casa y los puso en una bolsa aparte.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Bien.
—No es que necesite saberlo —continuó su hermana como si Paula no hubiera hablado—. Estoy acostumbrada a que no me cuentes las cosas.
—Te invité a venir con Sofía y conmigo la semana pasada, pero tenías esa clase de Microbiología.
—Química Inorgánica, pero gracias por interesarte.
—Mariana, vamos. Te lo dije en cuanto llegaste a casa.
—Sí, lo hiciste. Así que todavía te quiero.
—Genial. Otra relación condicional. ¿Qué pasó con eso del amor incondicional para siempre?
—Lo echamos al cubo del reciclaje —dijo Sofía—. Es demasiado tarde para recuperarlo. Ya lo han recogido —echó los arándanos, que habían costado una fortuna, en un cuenco— ¿Quieres?
—Gracias —dijo Paula, agarrando un puñado mientras se sentaba en un taburete junto a la encimera.
—¿Qué sucede? —preguntó Mariana— Pareces... no sé. No pareces tú.
—Estoy bien. Más o menos.
—Eso no suena bien —dijo Sofía— ¿Estás enferma? ¿Demasiadas nauseas?
—No. Eso está bien. Es sólo que... —Paula no había decidido si mencionar la propuesta de Pedro o no, pero de pronto no podía callárselo—. Vino a verme ayer.
—¿Pedro? —preguntó Mariana.
Paula asintió.
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