miércoles, 22 de abril de 2015

Herencia de Amor Parte 2: Capítulo 22

—He oído que tiene usted gatitos.
—Ah, sí, tres.
—Estupendo. Cuando estén algo crecidos, me llevaré uno. Siempre he querido tener un gato. A Fraser no le gustaban los animales, pero ahora estoy sola… —Ruth suspiró—. En fin, es una de las ventajas de estar sola. Sin embargo, si pudiera estar con él… Bueno, adiós, Pedro.
—Adiós, señora Jamison.

Paula se dirigió a la puerta de la casa de Pedro con bolsas de comida.
—Te he traído comida —dijo ella al entrar.
—Ya lo veo.
Paula  fue directamente a la cocina, comportándose como si estuviera en su casa. Después de meter algunos alimentos en la nevera, dejó el pan y el vino encima del mostrador; luego, se volvió de cara al posiblemente desganado anfitrión.
—Te llamé para decirte que venía con la cena —dijo ella, intentando que sus palabras no adquirieran un tono defensivo. En realidad, estaba más o menos nerviosa.
—He escuchado el mensaje.
—Es una cena de celebración —dijo ella.
—Lo has mencionado en el mensaje.
Pedro no parecía muy feliz. Aunque, por suerte, tampoco parecía infeliz.
—Quería darte las gracias —dijo Paula en voz queda—. Por tu ayuda en los momentos difíciles, cuando perdí el trabajo. Por cierto, llevo ya una semana trabajando con Beverly y me encanta.
Paula alzó las manos, mostrándoselas. Pedro arqueó las cejas.
—Diez dedos. Muy bien.
—No, tonto, mírame las uñas. No tengo uñas; es decir, ya no las tengo largas. Y me han salido callos. Me paso el día trabajando con las plantas, me encanta y todo te lo debo a tí.
—Lo habrías conseguido tú sola.
—Puede ser. Pero me habría llevado una eternidad. Esto es lo que debería haber hecho desde hace siglos y lo sé por tí. A eso se debe la celebración.
—La semana pasada estuve en Nueva York —declaró Pedro.
—Eso ya lo sabía.
—Sí, bueno. Y tú cuidaste de los gatos.
Paula se lo quedó mirando. Algo pasaba. Pedro parecía… incómodo.
—Verás… te he traído algo —añadió él.
A Paula le temblaron las piernas.
—¿Me has comprado algo? ¿Quieres decir que me has traído un regalo?
—Un regalo de agradecimiento.
Paula se sintió como una niña de cinco años el día de Reyes.
—¿Qué es? ¿Es grande? ¿Es algo típico de Nueva York?
Se quedó a la espera mientras Pedro iba a su habitación. Al volver, lo hizo con un enorme paquete que le dio. Ella lo dejó encima del mostrador y lo abrió.
Era un bolso de cuero precioso con adornos florales de todos los colores.
—Es una maravilla —dijo Paula, casi sin creer que aquello era para ella.
—Como te gustan las flores, pensé que te gustaría.
Paula  miró el interior del bolso. Tenía compartimentos para bolígrafos, teléfono móvil y gafas de sol. El forro era sumamente suave y el cuero también.
—Es increíble —dijo ella con reverencia—, pero es demasiado. Pedro, esto es más que un regalo de agradecimiento por cuidar de tus gatos.
—Es el regalo que te he comprado. Si te gusta, quédatelo.
—¿Si me gusta? Lo más probable es que quiera que me entierren con él.
—Estupendo —Pedro sonrió—. Al ver el bolso pensé en tí, por eso te lo compré.
¿Lo había comprado para ella? No podía creerlo.
—Gracias. En serio, es precioso y me encanta.
—Muy bien. Y ahora, ¿qué vino has traído? —preguntó Pedro cambiando de conversación rápidamente.
Paula  le dio la botella.
—Es un buen Merlot y estaba rebajado.
Pedro sacó el sacacorchos de un cajón y abrió la botella. Luego, sirvió dos copas.
—¿Eran filetes lo que te he visto meter en la nevera? —preguntó Pedro dándole una de las copas.
—Sí —Paula sonrió traviesamente y brindó con él—. Porque nuestros sueños se conviertan en realidad.
Más tarde, después de cenar y sentados en el cuarto de estar delante de la chimenea, Paula se acurrucó en el sillón e intentó no hacerse ilusiones con todo lo que había pasado aquella tarde. Pedro  le había hecho un regalo, habían bebido vino, habían cenado y habían hablado mucho. Eran un hombre y una mujer que se habían acostado juntos en más de una ocasión.
El problema era que Pedro le gustaba. Mucho.  Pedro era duro por fuera; pero, por dentro, era como la mantequilla.
—Para ser vegetariana te gusta mucho la carne —dijo él.
—Sé que es un defecto. Puedo pasar meses y meses sin probarla y luego, de repente, necesito comer carne.
Paula le sonrió. Pedro  no le devolvió la sonrisa, pero había fuego en sus ojos. De repente, ella se imaginó con él haciendo el amor delante de la chimenea.
—Me deseas otra vez —declaró Paula contenta—. Desearme es una de tus mejores virtudes.
—Estás haciendo suposiciones.
—No, lo veo en tus ojos.
—Estás borracha.
Paula miró su copa; no tenía idea cuántas copas de vino se había tomado.
—Puede que esté algo alegre. ¿Cómo sabes si lo estoy o no?
—Dudo de que dijeras lo que has dicho si estuvieras sobria.
—Tiene sentido. Piensas con lógica. Me gusta.
—¿Te ocurre con frecuencia? —preguntó Pedro señalando la copa de vino que ella tenía en las manos.
—Casi nunca. No me gusta perder el control, me asusta. Pero aquí, contigo, me siento completamente a salvo. Es muy raro. Eres la única persona que me ha hecho sentirme especial y a salvo.
—No te fíes de mí, Paula. No soy uno de los buenos.
—Claro que lo eres.
Pedro se puso en pie, se acercó al sillón que ocupaba ella, le tomó la mano y la hizo levantarse. Después de quitarle la copa de vino y dejarla en la mesa, se la quedó mirando a los ojos.
—Paula, quiero que tengas claro que no salimos juntos —dijo él.
—Claro que no.
—Esto no va a ir a ninguna parte.
—No me importa.
Pedro  suspiró.
—¿Estás lo suficientemente sobria para tomar una decisión racional sobre si quieres o no quedarte aquí a pasar la noche?
Bien, iban por el buen camino.
—No. Pero estoy lo suficientemente sobria para decirte que me poseas con todas tus fuerzas, tipo duro.
Pedro la abrazó.
—No tengo ningún problema con eso.

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