lunes, 27 de abril de 2015

Herencia de Amor Parte 3: Capítulo 9

—Pues invierte en el negocio de las bodas.
—Es demasiado emocional —él miró a su alrededor movió la cabeza— Prefiero lanzar una empresa de alta tecnología, sin dudarlo.
—Pero podrías expandirte. Diversificar.
—Puede —dijo él, dubitativo.
— ¿Cómo empezaste tu empresa? ¿Te despertaste una mañana y dijiste «Eh, voy a ser inversor»?
—No exactamente.  Felipe y yo teníamos un amigo en la universidad. Tenía una gran idea para desarrollar un programa informático, pero no tenía dinero para producirlo ni hacer la campaña de ventas. Decidimos financiar su negocio.
— ¿Utilizaron  su paga semanal?
—No, el dinero de nuestro fideicomiso.
—Ah, claro —ella asintió comprensiva—. Eso es lo que hago yo cuando me quedo sin fondos. Es muy útil tener ese billón extra cuando hace falta.
—Disfrutas burlándote de mí, ¿verdad?
—Es bastante divertido.
—La empresa fue un éxito —dobló la hoja de la lista de precios y se la dio—. Para cuando nos graduamos, Felipe y yo habíamos ganado nuestro primer millón de dólares.
A ella le pareció impresionante, pero no estaba dispuesta a admitirlo ante él.
— ¿No sientes a veces que haber nacido con la cuchara de plata en la boca te asfixia un poco?
El ignoró el comentario sarcástico;
—Los dos devolvimos el dinero a nuestro fideicomiso con intereses y no hemos tenido que volver a echar mano de él. Nuestra empresa nunca ha dejado de tener beneficios desde entonces.
Así que, obviando el capital inicial, había ganado su fortuna del modo tradicional. Paula nunca lo habría adivinado.
— ¿Cometiste algún error?
—Unos cuantos. Por suerte, no demasiado caros. No todas las empresas nuevas triunfan, y todos los expertos del mundo pueden equivocarse. Pero tenemos buenos instintos, que no suelen fallar.
Ella pensó que además tenían dinero.
—No me extraña que te consideren un soltero de oro. ¿Cómo has sobrevivido todo este tiempo sin que te atrape una jovencita con empeño?
—Me he quemado las veces suficientes como para no confiar en nadie —sonrió, pero su mirada se mantuvo fría y distante.
—Eso no puede ser divertido —dijo ella, preguntándose si los dos tenían el mismo problema, pero por razones distintas—. ¿Cómo puedes acercarte a alguien si no confías?
—No necesito acercarme para conseguir lo que quiero.
—Pero debe de ser muy solitario —dijo ella, pensando que tenía sentido, pero también era triste.
—En tu vida no hay ningún hombre. ¿Te sientes sola?
—No —no exactamente. A veces quería más, pero el precio que había que pagar siempre la asustaba.
—Entonces no somos tan distintos —apuntó él.
—Excepto por los millones y porque tú sales con modelos, somos casi gemelos separados al nacer.
—Nunca vas a dejar de restregarme lo de las modelos, ¿verdad?
—Hum... creo que no.

La tienda de los esmóquines era elegante y estaba bien iluminada. No se parecía nada a una tienda de un centro comercial. Paula se sintió mal vestida para la ocasión, sobre todo cuando una despampanante morena de veintitantos años salió de detrás del mostrador con un modelito que debía de costar tanto como el alquiler mensual que pagaba Paula.
— ¿Puedo ayudarle? —preguntó, mirando a Pedro.
—Venimos a ver esmóquines —dijo él—. Para una boda.
— ¿La tuya? —la mujer, Roxanne, según rezaba la tarjeta que llevaba en el pecho, soltó un suspiro.
—No. Soy el padrino. El novio está fuera del país. Se supone que debo elegir por él.
—Entiendo —Roxanne clavó sus ojos verdes en Paula— ¿Y tú?
—Soy la hermana de la novia. Tengo voto.
—Fantástico.
Roxanne volvió a centrar su atención en Pedro. Dulce tuvo la sensación de que a ella no volvería a mirarla.
—Tenemos una fantástica colección de esmóquines —dijo Roxanne, con voz sedosa—. En venta o alquiler. ¿El novio tiene tu talla?
—Creo que sí, ¿no? —Pedro miró a Paula.
—Casi igual —asintió Paula—. Queremos algo sencillo, pero elegante. Por desgracia aún no han elegido los colores, así que no podemos encargarlos ahora.
—No importa—Roxanne siguió mirando a Pedro—Puedes probarte lo que quieras, elegir y volver.
Paula tuvo la sensación de que a Roxanne no le importaría que Pedro volviera a diario.
Los tres fueron hacia los percheros de exposición de esmóquines. Roxanne miró a Pedro de arriba abajo y eligió varios modelos.
—Hay distintos colores, claro —dijo—. Negro, varios tonos de gris y algunos de otros colores, como azul oscuro.
—Negro o gris. Buscamos esmóquines normales. Con pajarita y faja.
—Yo prefiero chaleco —opinó Paula. Pedro la miró, pero Roxanne no.
— ¿Chaleco? —sonó dubitativo—. Nunca me pongo chaleco.
— ¿Cuántas veces te pones esmoquin? Las fajas me recuerdan a un baile de fin de curso. Un chaleco puede ser muy elegante.
—Vale, pero entonces corbata normal. Un chaleco y pajarita me haría sentirme como un abuelo.
—Y desde luego no lo eres —Roxanne pasó una mano por su brazo.
—Pruébate las dos cosas —sugirió Paula, controlando un sonido de disgusto.
—Deja que te mida —Roxanne se interpuso entre ellos y sacó un metro del bolsillo de su ajustada chaqueta—. Deja los brazos a los costados y relájate.
Paula se apoyó en el mostrador mientras Roxanne se concentraba en medir a Pedro. Hubo tanto toqueteo que hasta Pedro empezó a parecer incómodo.
—Muy bien —dijo ella cuando acabó por fin—. Vamos a un probador a ver cómo van las cosas.
—Espero que no haga ruido —dijo Paula cuando ella se fue a por las prendas—, porque me avergüenzo fácilmente. Si los dos empezáis a gemir, me voy. Dame las llaves del coche para que pueda huir.
—No vas a ir a ningún sitio —Pedro la agarró del brazo—. Esa mujer me asusta.
—Vamos —se rió ella—. ¿El millonario grande y malo asustado por la chica de la boutique? Pobrecito Pedro.
—Esto te parece divertido —él achicó los ojos.
—Lo es.
Sería distinto si tuviera una relación con él. Entonces la actuación de Roxanne la desconcertaría. Tal y como estaban las cosas, podía divertirse un montón.
Sentía un leve pinchazo en el estómago, pero no iba a preocuparse. No eran celos. No podían serlo. Se trataba de Pedro. Alguien que no la interesaría ni en un millón de años.
El la agarró del brazo y la metió dentro del probador. Enorme y con una silla de madera.
—Siéntate —ordenó—. A ver quién se ríe ahora.
— ¿Perdona? —ella se cruzó de brazos—. No puedo sentarme aquí y ver cómo te desvistes —se sonrojó sólo de pensarlo. Bajó la voz— Apenas te conozco.
—Llevo ropa interior —dijo él—. ¿Qué problema hay? Imagina que estamos en la playa. No pienso quedarme solo con esa mujer.
— ¿Quieres que te proteja? —comprendió que lo decía en serio y no supo si lanzar una risa histérica o quedarse anonadada.
—Desde luego que sí.

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