martes, 21 de abril de 2015

Herencia de Amor Parte 2: Capítulo 19

—Yo no te he mentido. Te he dicho que estaba cuidando de un gato. ¿Quieres verlo?
Juan le quitó una de las bolsas y miró el contenido.
—Velas y pastas. Te conozco, Paula. Se trata de otro hombre.
—¿Y qué? ¿Por qué te sorprende? Es mi vida Juan. Tú has estado meses ausente y no ha sido la primera vez que te has marchado. ¿Creías que iba a estar esperándote?
La expresión de perplejidad de él le indicó que la respuesta era afirmativa. Qué estupidez.
—Antes siempre me habías esperado.
—Ya no. Mi vida ha cambiado.
—¿Quién es ese tipo?
—Somos amigos solamente.
—No te creo —Juan dejó la bolsa en el suelo y se acercó más a ella—. ¿Quién es?
Paula nunca había visto a Juan tan enfadado. Y cuando lo vio alzar una mano, por un segundo creyó que iba a pegarle.
Pedro rodeó con el coche la curva del camino y, delante de su casa, vio a Paula y a un tipo que no conocía. Le llevó menos de dos segundos reconocer el miedo en el lenguaje corporal de Paula  y una amenaza en la forma en que aquel hombre alzaba la mano.
Estacionó  y salió del coche.
—¿Es éste? —le preguntó aquel intruso a Paula mientras él se acercaba—. ¿Es por él por lo que no quieres volver conmigo?
—No quiero estar contigo porque no quiero —respondió ella con firmeza—. No quiero tener una relación contigo, Juan. Márchate.
Juan se echó a reír.
—Ni lo sueñes.
Paula miró a Pedro.
—Perdona, Pedro. Este es Juan. Éramos amigos.
Juan la miró furioso y luego lanzó una maldición. Juan asintió, se subió a su moto y se marchó a toda prisa.
Pedro se volvió hacia Paula, que lo miraba con intensidad.
—Desde luego, si algo no eres es aburrida.
Paula sonrió.
—Bienvenido a casa.
Pedro entró en la casa primero. Paula lo siguió y cerró la puerta.
—No sé qué le ha pasado, jamás había sido posesivo —comentó Paula, confusa por el comportamiento de Juan y aliviada de que Pedro hubiera llegado cuando lo había hecho—. Era muy débil de carácter e introvertido. Jamás había mostrado interés en mí. Y otra cosa, yo no lo he traído aquí. Estaba esperándome a la puerta de mi casa. Charlamos, le dije que todo había acabado entre nosotros y se fue. Creo que me ha seguido hasta aquí. Es muy raro.
—No es raro —dijo Pedro mirándola—. Antes, siempre estabas disponible. Esta vez no lo estabas. Eso le había hecho desearte más.
—Qué retorcido —murmuró ella; de repente, notó lo guapo que estaba Pedro.
Pedro  llevaba un traje que enfatizaba la anchura de sus hombros. Si hubiera sido él quien la hubiera invitado a irse a vivir a Tucson no habría vacilado ni medio segundo.
—Es típico. Siempre queremos lo que no podemos tener —dijo Pedro.
Paula consideró esas palabras y luego sacudió la cabeza. No, a ella le gustaría Alfonso aún más si él le rogara que se quedara con él. Aunque Pedro jamás haría una cosa así.
—En cualquier caso, no le va a quedar más remedio que conformarse —dijo Paula  con firmeza—. Estoy harta de ayudar a los hombres. Ya no necesito ayudar a nadie para tener confianza en mí misma.
Pedro  arqueó las cejas.
—¿Has leído eso en alguna revista?
—No.
Paula  sonrió traviesamente, le agarró una mano y tiró de él hasta la ventana. Después, le dijo:
—Mira. Flores. Bonitas.
—Te estás burlando de mí.
—Sólo un poco. Está bien, estos tiestos tienen hierbas. Albahaca y romero, y se las reconoce por el olor y por sus usos culinarios. Y estos otros dos tiestos tienen flores, son rosales pequeños, de pitiminí; muy fáciles de cuidar.
—Bueno.
Paula esperó a que dijera algo más. Sabía que a Pedro las plantas no le volvían loco, pero… ¿aceptaría el regalo?
—¿Qué? —preguntó él.
—Podrías fingir interés.
—¿Me creerías?
—Lo intentaría.
Pedro suspiró.
—Son preciosas. Gracias.
—De nada.
Paula, aún agarrándole la mano, tiró de él otra vez.
—Ven a ver a los gatos. Dos de las crías han abrieron los ojos.
Pedro le permitió llevarlo al otro lado del cuarto de estar. Jazmín maulló cuando lo vio; se levantó, se estiró y saltó de la caja.
Pedro se agachó y acarició al animal.
—¿Qué tal el viaje? —le preguntó ella cuando Pedro  se enderezó.
—Bien.
—¿Café?
—Bueno —respondió él tras titubear unos momentos.
Una vez en la cocina, Paula echó el agua en la cafetera y sacó el paquete de café de la nevera.
—Me he portado muy bien durante tu ausencia —declaró ella—. No he estado curioseando. Ni he mirado los cajones, ni los armarios ni nada.
—En ese caso, ¿cómo sabías dónde tenía el café?
Paula sonrió.
—Te vi sacarlo de la nevera cuando estaba aquí. De hecho, no me he portado bien, me he portado excelentemente.
—¿Te ha resultado muy difícil?
Paula encendió la cafetera eléctrica.
—Sí, bastante. Pero te di mi palabra y soy una persona de principios.
Pedro  la miró y ella sintió la intensidad de su mirada. ¿Había ardor en esos ojos o eran imaginaciones suyas?
—¿Cuántos hombres ha habido en tu vida? —preguntó él—. Me refiero a tipos como Juan.
—Un par.
Pedro continuó mirándola.
—Unos cuantos —añadió Paula.
—¿E intentabas solucionarles la vida a todos?
—Más o menos; algunas veces, funcionó.
—¿Y sigues pensando en solucionarme la vida a mí? —preguntó Pedro con ironía.
—¿Sabes? Estaba pensando justo en eso. La cuestión es que no creo que tú necesites que te solucione la vida nadie. La tienes más o menos resuelta. A excepción de lo de estar solo. Eso es una pena.
—Puede que sea porque me gusta el silencio.
—A nadie le gusta estar solo todo el tiempo. Admítelo, te has alegrado de verme al llegar.
—Sí, me ha encantado verte con un tipo que estaba a punto de pegarte.
—No creo que pensara hacerlo en serio —comentó Paula.
—Pues yo creo que sí —Pedro se le acercó—. Eres un peligro para tí misma.
Paula  sintió el calor del cuerpo de Pedro.
—¿Vas a solucionarme la vida? —preguntó ella mirándolo a los ojos, y contuvo la respiración al ver tanta pasión.
Volvía a desearla.
—Lo tuyo no tiene arreglo.
—Podrías intentarlo.
—Tengo una idea mejor.
¡Maravilloso! Paula apagó la cafetera.
—Dime que quieres hacer esto —dijo Pedro.
—Te deseo, Pedro.
Pedro  le sacó el jersey por la cabeza y, mientras se besaban, le bajó la cremallera de los pantalones. Al momento, ella sintió los dedos de él en la entrepierna y todo pensamiento coherente se desvaneció.
Sólo existía el aquí y ahora, y la magia que ese hombre estaba creando.
Pedro  continuó acariciándola y besándola. Con la mano que tenía libre, le desabrochó el sujetador. Ella bajó los brazos y dejó que la delicada pieza de lencería cayera al suelo; después, contuvo la respiración cuando Pedro, bajando la cabeza, le cubrió un pezón con la boca.
Un exquisito placer se apoderó de ella. Pero quería más, necesitaba más…
—Pedro —susurró Paula—. No puedo contenerme por más tiempo.
Fueron las palabras equivocadas, porque  Pedro  se detuvo. Antes de que ella pudiera protestar, él le había quitado los zapatos, los pantalones, los calcetines y las bragas. Cuando se quedó desnuda, Pedro se desnudó también, agarró un condón y la condujo a la cama.
Una vez que Paula  estaba tumbada, Pedro  se arrodilló entre sus piernas y la besó en el centro de su deseo.
Paula  recordó la vez anterior que Pedro le había hecho eso, el placer que le produjo, la facilidad con que le hizo alcanzar el clímax. En esta ocasión, se relajó y se entregó a un mundo de pura sensación.

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