Pedro terminó la presentación respecto a la seguridad de la última adquisición de la empresa. Fernando y Felipe se miraron.
—Recuérdanos no volvernos a meter en un asunto como éste —dijo Felipe—. Es un auténtico dolor de cabeza.
Pedro pensó en un trabajo parecido que realizó en Afganistán. Comparado con ese trabajo, éste podía hacerlo con los ojos cerrados.
—No es tan difícil, yo me encargaré de ello. Siempre y cuando todo el mundo siga las directrices marcadas, estaremos protegidos.
—¿Y si no lo hacen? —preguntó Fernando con una sonrisa traviesa.
—En ese caso, se las tendrán que ver conmigo —contestó Pedro.
Fernando miró a Felipe.
—Eso es lo que me gusta de él —luego, se volvió de nuevo hacia Pedro—. Me he enterado de que ayer hubo un problema en casa. ¿Cómo es posible que, para un día que me voy, se arme un alboroto?
—Fue Paula —dijo Felipe antes de que Pedro pudiera contestar—. Me lo contó Julia ayer por la tarde. Al parecer, Paula sigue enfadada contigo por interponerte entre Julia y yo.
Fernando hizo una mueca.
—Yo no me interpuse entre vosotros, sólo intenté velar por lo intereses de un amigo. Eres feliz, ¿no? Bueno, pues no se hable más —de nuevo, volvió su atención a Pedro.
—¿Es peligrosa?
Pedro sonrió.
—No tienes por qué preocuparte.
—¿Está loca?
—No. Sólo quería insultarte por haberte metido en la vida de su hermana.
—Se trata del dinero —farfulló Fernando—. Si la tía Ruth no hubiera ofrecido a sus nietas un millón de dólares si alguna se casaba conmigo, nada de esto habría ocurrido.
Pedro arqueó las cejas.
—No sabía que estuvieras buscando esposa.
—No estoy buscando esposa —Fernando suspiró—. La tía Ruth es la segunda esposa de nuestro difunto tío, es sólo tía política. Ruth tenía una hija que se escapó de casa a los diecisiete años y se casó. Ruth y nuestro tío rompieron relaciones con ella y no volvieron a saber de ella hasta hace unos meses. Nuestro tío murió. Ruth echaba de menos a su hija, se puso en contacto con ella y descubrió que tenía tres nietas a las que no conocía. No sé por qué, a Ruth se le metió en la cabeza que la vida sería perfecta si una de sus nietas se casara conmigo. Les ha ofrecido un millón a cada una si alguna logra llevarme al altar.
Fernando miró a Felipe.
—¿Se dan cuenta de lo ofensivo que es que Ruth piense que, para lograr que me case, tiene que pagar a alguien?
Felipe sonrió maliciosamente.
—La verdad es que a mí me parece gracioso —Felipe se volvió hacia Pedro—. Fui a verlas con la intención de aclarar las cosas para que no intentaran nada respecto a Fernando. Conocí a Julia y, después de algunas complicaciones, nos hicimos novios.
Pedro también sabía que Julia estaba embarazada, pero no hizo comentario alguno. Ser el encargado de seguridad significaba guardar secretos, y eso se le daba bien.
—Por lo que el asunto está zanjado —dijo Fernando—. Paula debería olvidarse de ello.
—No creo que vuelva —le dijo Pedro—. Aunque admito que ocurrieron cosas interesantes.
Pedro les contó que Paula salió corriendo y se hizo un esguince en el tobillo, pero no les comentó nada sobre los gatos ni sobre el sexo.
Sus dos jefes se quedaron mirándolo.
—No la dejaste ahí tirada, ¿verdad? —preguntó Fernando.
—No. La llevé a mi casa y le puse hielo en el tobillo.
—¿A tu casa? —Felipe quería confirmación.
—Sí.
—No sueles invitar a gente a tu casa —dijo Fernando.
—Yo no invité a Paula. Ocurrió, simplemente —lo que era verdad. Aunque no tenía excusa para lo que ocurrió después.
—Ten cuidado —le advirtió Felipe con una sonrisa traviesa—. Las mujeres de esa familia son complicadas. Justo cuando menos lo esperas, se apoderan de tu mundo y lo cambian todo.
—A mí eso no me preocupa —declaró Fernando con absoluta confianza en sí mismo—, yo no me voy a casar con ninguna de ellas. Tendrán que buscarse el millón de dólares en otra parte.
—Estaba pensando más en Pedro —dijo Felipe—. Paula es muy bonita.
Fernando miró a Pedro.
—¿Es verdad eso?
—No te preocupes por mí, no estoy interesado en las relaciones.
Paula se había ido y no volvería a verla, justo lo que quería. Pero en el transcurso del día fue recordando su sonrisa, su risa y sus caricias. Era como cuando se le metía en la cabeza una canción y no podía dejar de tararearla.
Paula apareció el sábado por la mañana sin previo aviso ya que no tenía el número de teléfono de Alfonso. Lo había buscado en la guía, pero Pedro no aparecía. Incluso había mirado en Internet, pero nada. Era como si Pedro no existiese.
Pero sí existía, ella lo sabía muy bien. Pedro era un hombre que poseía una interesante mezcla de contrastes: era un hombre duro que sabía ser tierno, era un hombre rico que vivía con sencillez.
Se había dicho a sí misma que debía olvidarlo, pero no lo conseguía. Cada vez que cerraba los ojos casi podía sentirlo tocándola otra vez. La noche anterior había soñado con él.
Por lo tanto, preparada para la posibilidad de que Pedro le pidiera que se diera media vuelta y volviera a su casa, agarró una bolsa que había dejado en el asiento posterior del coche y salió del vehículo. Le faltaban unos metros para llegar a la puerta cuando ésta se abrió.
Pedro llevaba vaqueros y una camisa de manga larga; estaba para comérselo.
—Has vuelto —dijo Pedro. Ni su voz ni su expresión mostraban emoción.
—He venido a ver a los gatos, no a tí —dijo ella con una sonrisa, esperando que Pedro no se diera cuenta de que era una mentira—. Así que no te asustes.
—No estoy asustado.
La sonrisa de Paula se agrandó.
—Te habría llamado de haber tenido tu número de teléfono, pero no me lo diste. Y no te molestes en decirme que no me lo diste porque no querías, eso ya lo sé. Tenías miedo de que me convirtiera en una peste.
—No me das miedo, te lo aseguro.
Paula avanzó hacia él, preparándose para recibir el impacto de esa oscura mirada y esa boca.
—Podrías tenerme miedo y lo sabes —dijo ella en tono animado—. Y ahora, déjame entrar.
Pedro se echó a un lado y la dejó entrar.
En el cuarto de estar, Paula se vió asaltada por los recuerdos. Ahí estaba el sillón al que él la había llevado en brazos cuando se hizo daño en el tobillo y ahí estaba la puerta que daba al pasillo que conducía a su habitación.
La piel se le calentó al recordar sus caricias. Se dio media vuelta, de cara a Pedro, para preguntarle cómo estaba, pero las palabras murieron sin ser pronunciadas.
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