sábado, 18 de abril de 2015

Herencia de Amor Parte 2: Capítulo 7

—Hola.  Alejandra Chaves. Mi hija ha dicho que la trajo usted aquí en brazos y que le ha salvado la vida.
Paula había hecho unas cuantas llamadas telefónicas y había dado mucha información en el corto espacio de tiempo que él se había ausentado, pensó Pedro, que no estaba seguro de sí debería castigarla o mostrarle su admiración.
—No creo que su vida corriese peligro —dijo Pedro.
—Mamá, ahí están los gatitos —dijo Paula, señalando la caja.
—Ah, acaban de nacer.
Mientras Alejandra se acercaba a ver a los gatos, Mariana le mencionó algo sobre meter la cacerola en la heladera. Pedro  se quedó quieto, mirando al médico mientras éste examinaba el tobillo de Paula.
—¿Te duele si te toco aquí? —preguntó el médico presionando el tobillo—. ¿Y si te toco aquí?
Ella respondió a las preguntas del médico y luego miró a Pedro. Él sintió el impacto de aquella mirada en todo el cuerpo; especialmente, en la entrepierna. Era extraño, a pesar de que Mariana se parecía mucho a Paula, no lo atraía. Sin embargo, con sólo mirar a Paula…
El doctor Greenberg continuó el examen del pie durante un par de minutos más y, entonces, le dio a la paciente una palmada en la rodilla.
—Sobrevivirás. Es un pequeño esguince. Lo tienes un poco hinchado, pero sólo durará un par de días. Sigue así, con el pie en alto y hielo. Mañana ya notarás mejoría.
—Me duele —se quejó Paula con un suave susurro. El médico sonrió.
—Sí, ya sé que no aguantas mucho el dolor. Cuando eras pequeña, llorabas antes de que te pusiera una inyección —el médico sacó un bote de pastillas de su botiquín—. Las pastillas te aliviarán el dolor, tómalas de vez en cuando. Pero nada de conducir hasta mañana, las pastillas atontan un poco.
Ella sonrió.
—Gracias, doctor.
El médico se agachó y le dio un beso en la mejilla.
—Eres el rigor de las desdichas —comentó el médico.
—No lo he hecho a propósito.
—Ya, pero estas cosas siguen ocurriéndote a ti.
Alejandra se acercó.
—Gracias por venir.
El doctor Greenberg encogió los hombros.
—Las conozco de toda la vida, son como de la familia. En fin, voy a volver a mi consulta.
—Estaré allí dentro de una hora —le prometió Alejandra.
Mariana y Alejandra llevaron agua a Paula para que se tomara una pastilla, más hielo y algo de comer. Pedro, algo apartado de ellas, las observó mientras se movían por su casa como si les perteneciera.
Por fin, Mariana fue la primera en marcharse, dejando a Paula y a su madre. Alejandra lo llamó para hablar con él en la cocina.
—Gracias por su ayuda. Siento haberle invadido la casa de esta manera.
—No se preocupe —respondió Pedro.
—Bueno, voy a recoger las cosas de mi hija y la llevaré a casa.
Pedro  miró a aquella mujer. Debía de tener unos cincuenta y cinco años y estaba en buena forma, pero no podía llevar a su hija a cuestas.
—Yo la llevaré. Usted no podría meterla en casa sola.
—Sí, creo que tiene razón, no había pensado en ello —contestó Alejandra—. ¿No puede mi hija ir a la pata coja?
—No lo creo. No se preocupe, yo la llevaré a su casa.
—Si no le resulta una molestia… —Alejandra se miró el reloj y Pedro se dio cuenta de que la mujer estaba pensando que tenía que volver al trabajo.
—Pregúntele a Paula si le parece bien lo que hemos decidido —dijo Pedro.
Alejandra  asintió y volvió al cuarto de estar. Pedro la siguió y observó a Paula mientras escuchaba a su madre.
—De acuerdo —dijo Paula mirándolo a él, sus ojos azules llenos de humor.
Pedro entrecerró los ojos. ¿Qué demonios estaba pensando hacer ahora esa chica?
Alejandra dio un abrazo a su hija; luego, se acercó a él y le ofreció la mano.
—Ha sido usted muy amable. No sé cómo darle las gracias.
—No se preocupe, no ha sido nada.
—Buena suerte con la gata y las crías, le van a dar trabajo.
A Pedro  eso le daba igual, no iban a estar en su casa mucho tiempo.
Por fin, Alejandra se marchó y Pedro  se quedó a solas con Paula.
—Perdona que haya venido tanta gente. Lo siento —dijo ella.
—No, no lo sientes. Has sido tú quien les ha dicho que vinieran. Querías que vinieran.
—Está bien, tienes razón. Pero ha sido porque no sabía si me iba a morir o no.
—Los esguinces en el tobillo no suelen ser mortales.
—Al menos, han traído comida —Paula sonrió—. Te gusta comer, ¿no?
—¿Cómo lo sabes?
—Eres un hombre. A los hombres les gusta comer.
—Voy a por la comida del gato —dijo Pedro, y volvió a la cocina.
—¿Todavía no le has dado de comer? —preguntó Paula indignada.
—Claro que le he dado de comer. Pero voy a por la comida para que te la lleves —contestó Pedro conteniendo un gruñido.
 —No me voy a llevar a los gatos. En el edificio donde vivo no permiten tener animales domésticos, ése es uno de los motivos por los que alquilé un piso en ese edificio. El otro es que tiene jardín y, después de plantarlo, ha quedado precioso.
Pedro casi nunca sufría jaquecas, pero estaba a punto de que le diera una.
—Yo no me voy a quedar con los gatos.
—No tienes más remedio que hacerlo —lo informó ella—. Los gatitos acaban de nacer y tienen que quedarse donde están, con su mamá. Ah, y sería mejor que pusieras en la caja donde están una bolsa de agua caliente.
—No quiero quedarme con los gatos —dijo él con firmeza—. Ni con éstos ni con ninguno.
—¿Cómo puedes ser tan desalmado?
Paula había hablado en tono muy quedo, sus palabras apenas audibles; sin embargo, él las sintió con el mismo impacto que una bofetada.
—Está bien —añadió Paula—. Recoge las cosas de los gatos. Ya me las arreglaré.
Pedro  había liderado grupos de hombres en algunas de las regiones más peligrosas del mundo. Había matado para sobrevivir y lo habían dado por muerto en más de una ocasión. Sin embargo, nunca se había sentido tan fuera de lugar como en ese momento.
¿Qué le importaba lo que esa mujer pensara de él? Sólo se trataba de unos gatos, que se los llevara ella.
Pedro, en la cocina, metió la comida en una bolsa; luego, llevó la bolsa al cuarto de estar. Pero cuando miró a Paula, vio que se había quedado dormida.
Paula  tenía la cabeza apoyada en el brazo del sillón, sus largos cabellos rubios destacaban contra el oscuro cuero del sillón. Estaba sentada sobre una de sus piernas, la otra la tenía estirada y apoyada en el reposapiés, el tobillo envuelto con una bolsa de hielo.
—Paula…
Ella no se movió. Además de no aguantar el dolor, los analgésicos parecían haber tenido un gran efecto en ella. Ahora no le extrañaba que el médico le hubiera prohibido conducir bajo el efecto de los calmantes.

Paula se despertó sin tener idea de dónde estaba. Se incorporó en el sillón y estuvo a punto de ser presa de un ataque de pánico. Pero entonces recordó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario