miércoles, 29 de abril de 2015

Herencia de Amor Parte 3: Capítulo 16

—No creía que fuera a volver a comer nunca —admitió Paula tres horas después, estirada en el sofá de la sala de televisión—. Pero tengo hambre.
Pedro  estaba recostado con las piernas sobre el reposapiés de ante que había ante el sofá.
La tapicería y la alfombra eran lo único suave de la habitación de alta tecnología. Había una pantalla casi digna de un cine, innumerables altavoces y una colección de películas que había asombrado a Paula. Era un paraíso de tecnología.
—¿Un taco, dos enchiladas, tortitas de maíz, salsa y ensalada no han sido bastante? —preguntó él.
—Por lo visto no. Tengo ganas de un postre.
—Vamos a ver qué hay en la cocina.
Él se puso en pie y se estiró. Los dos llevaban ropa informal. Ella la del día anterior; él vaqueros y una camiseta suelta. Cuando estiró los brazos, la camiseta subió, exponiendo un trozo de piel y su ombligo.
No debería haber resultado erótico. Se habían pasado toda la noche vomitando a una docena de metros el uno del otro. Pero ella se estremeció de deseo.
—Tú también has comido mucho —protestó ella—. Más que yo.
—¿Estás a la defensiva por ese apetito tan poco femenino?
—Puede. Tenía hambre.
—No se lo diré a nadie —bromeó él.
Al llegar a la escalera, ella pensó que la cocina estaba a la derecha y giró. El giró hacia la izquierda. Chocaron.
—Perdona —se excusó ella, dando un paso atrás.
—¿Estás bien? —preguntó él, agarrándola de los brazos para equilibrarla.
—Sí. Pero tengo mal sentido de la orientación.
Los ojos de él taladraron los suyos. Se sintió vulnerable e increíblemente viva. Deseó que moviera las manos y la tocara en todas partes. Aunque su mente le gritó que era peligroso, dio un paso hacia él.
Notó el momento en el que él sintió lo mismo. Sus rasgos se afilaron y su cuerpo se tensó. El deseo oscureció sus ojos. Dejó caer las manos.
—Postre —dijo—. íbamos a buscar el postre.
—Sí. Cualquier cosa menos helado.
—Estamos marcados para siempre —gimió él.
—Lo dudo. Superaré mi miedo a las cosas cremosas por cualquier dulce. Soy así.
Él la llevó a la cocina. Por lo visto, ninguno de los dos iba a actuar respecto a la atracción que sentían. Era lo inteligente, pero Paula sintió cierta decepción. Eran casi parientes y él no iba a desaparecer de su vida después de la boda. No estaba segura de querer pasar los siguientes cincuenta años de su vida sentándose a la mesa con Alfonso y recordando que habían disfrutado de una noche de pasión. Sería incómodo.
Así que se concentró en lo que él sacaba del congelador. Había porciones individuales de tarta que sólo había que descongelar y pasteles de chocolate. De la despensa sacó galletas y chocolate.
—¿Qué va a ser? —preguntó él.
—Pasteles de chocolate.
—Habrá que descongelarlos en el microondas.
—Soy experta en esas cosas.
Estiró la mano hacia la bandeja cubierta con plástico que él le ofrecía. Pero se deslizó entre sus dedos y cayó. Ambos se inclinaron al mismo tiempo y sus cabezas chocaron. Paula resbaló y dio con el trasero en el suelo.
—Somos un peligro juntos —dijo, empezando a reírse— Un desastre. Pensé que intoxicarnos los dos era lo peor que podía pasar, pero por lo visto no.
Él se echó a reír y se sentó en el suelo, a su lado.
—No eres como el resto de las mujeres.
—Podría ensayar un encantador acento europeo, si quieres.
—Déjalo ya —él achicó los ojos.
—Nunca —bromeó ella.
El estiró la mano y le colocó un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.
—No pensé que ponernos tan enfermos podría ser divertido, pero lo ha sido. No hace falta que te vayas a casa esta noche si no quieres. Puedes quedarte.
Ella sabía lo que quería decir. Podía quedarse en la habitación de invitados. Era una invitación cortés y bienintencionada.
—Una fiesta de pijamas —bromeó.
Lo miró, esperando ver una sonrisa. Pero en vez de eso se encontró con calor, deseo y pasión. Él parpadeó y la mirada desapareció. A ella se le contrajo el estómago y se le aceleró el pulso.
—¿Pedro?
—Intento ser inteligente, Paula. Se me ocurren unas cien razones por las que esto no es buena idea.
—Cien —ella apretó los labios—. Vaya. A mí sólo se me ocurren unas ocho.
—Puede que haya exagerado —se puso en pie y le ofreció la mano—. Vamos. Descongelaremos los pasteles y nos daremos un atracón de azúcar.
—Parece buen plan —le dio la mano y dejó que la ayudara a levantarse. Ya de pie, comprendió que estaban muy juntos. Habría dado un paso atrás, pero él no la soltó.
Se perdió en el fuego de sus ojos. La atraía y quemaba y se inclinó hacia él.
—Maldición —masculló él, antes de agarrarla.

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