Pedro se sacó del bolsillo de la camisa una memoria USB y la dejó encima del escritorio de Fernando.
—Tenemos un problema.
Fernando agarró la memoria USB.
—No me va a gustar el problema, ¿verdad?
—Me parece que no. La nueva empresa se basa en los programas exclusivos que tiene. Si los perdemos, tendremos que cerrar. Evidentemente, los empleados, en virtud de su contrato, no pueden divulgar información; y en cuanto a la piratería informática, se han instaurado las medidas pertinentes para evitarla. No obstante, alguien con un par de memorias USB en el bolsillo puede robar la suficiente información como para hundir la empresa.
—¿Puedes tomar las medidas necesarias para evitar que eso ocurra? —preguntó Fernando.
—Sí, claro. Pero no va a ser barato y es bastante complicado desde el punto de vista logístico.
—Para eso se te paga tanto dinero.
Pedro sonrió.
—En ese caso, ¿tengo carta blanca para hacer lo que tenga que hacer?
Fernando le devolvió la memoria USB.
—¿Estás bien aquí, trabajando para Felipe y para mí?
Pedro miró a su jefe. ¿Qué pasaba? ¿Se iba a poner Fernando sentimental?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque eres bueno en tu trabajo y no queremos perderte. Sé que te han hecho muchas ofertas. Ofertas horribles. Misiones secretas en lugares conflictivos con el fin de proteger a imbéciles que, en principio, no deberían estar allí.
—No me ha tentado ninguna —contestó Pedro.
—¿No te han ofrecido el suficiente dinero?
—Como te he dicho, estoy bien aquí. Y no puedo quejarme del sueldo.
—Sé que no es asunto mío, pero… ¿no tienes ya dinero de sobra para jubilarte? —preguntó Felipe—. No necesitas seguir trabajando.
«Ocho millones», pensó Pedro. Pero quería doblar esa cantidad antes de irse a vivir a su aislado paraíso.
—Me gusta este trabajo. Además, tengo gustos muy caros. Seguiré aquí durante algún tiempo más.
—Me alegra oírte decir eso —respondió Fernando—. Hablando de otra cosa, ¿qué tal con Dulce?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque hace un par de noches vi su coche estacionado delante de tu casa. ¿Están…?
—No —respondió Alfonso rápidamente—. No estamos juntos.
—Mmmm —murmuró Fernando—. Mira a Felipe, por ejemplo. Hace unos meses, yo habría jurado que era el soltero más empedernido que conocía. Pero ahora… está loco por Julia. Nunca lo había visto tan feliz.
—¿Te da envidia? —preguntó Pedro.
—No. Nunca he tenido suerte con las relaciones y no tengo intención de casarme. Cuando sea viejo, me haré con un montón de perros y les dejaré mi herencia cuando muera.
Pedro se echó a reír.
—Eso no hay quien se lo crea.
—Lo sé, pero me encanta decir este tipo de cosas a mi familia; sobre todo, a la tía Ruth. Por cierto, sigue empeñada en casarme.
Fernando pronunció la última frase con una mezcla de frustración y afecto. Pedro sabía que tanto Fernando como Felipe querían mucho a su tía.
—Bueno, Julia ya no es un peligro para tí —dijo Pedro, recordando el millón de dólares que las hermanas Chaves cobrarían si alguna de ellas se casaba con Fernando.
—Lo que no sé es si Paula lo es o no.
Pedro ignoró el comentario.
—Aún queda Mariana.
—No la conozco. Lo único que sé es que voy a mantenerme lo más lejos de ella como me sea posible.
—Se parece a sus hermanas —dijo Pedro.
—¿La conoces?
—La he visto una vez cuando acudió en auxilio de Paula y apareció con los artículos necesarios para el cuidado de los gatos.
—¿Atractiva?
No tan guapa como Paula.
—Sí.
—Aunque no sé por qué pregunto porque no me importa —murmuró Fernando—. ¿En qué estaría pensando Ruth cuando ofreció todo ese dinero para que alguna se casara conmigo? Si me quisiera casar, lo haría. De todos modos, si ves a Mariana por aquí, avísame. ¿De acuerdo?
—Por supuesto.
Pedro se encaminó hacia su oficina. Al entrar, se encontró con una mujer mayor muy bien vestida esperándolo.
—Usted debe de ser Pedro —dijo la mujer.
—Sí, señora.
La mujer se levantó y se acercó a él.
—Por favor, no me llame señora. Soy Ruth Jamison, la abuela de Paula.
Pedro le estrechó la mano y la invitó a sentarse en el sofá de cuero que había en un rincón del despacho.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó Pedro, sentándose en un sillón delante del sofá.
—Parece usted un joven directo y agradable, así que voy a ser directa también. Tengo entendido que está saliendo con mi nieta, Paula.
Pedro abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Digamos que la conozco —contestó Pedro.
—Sí. Por lo que sé, la conoce íntimamente —Ruth alzó una mano para acallar sus protestas—. El otro día almorcé con Julia y ella mencionó algo. Le aseguro que no estoy espiando. No interfiero en la vida de mis nietas. Sé que fue culpa mía perder el contacto con ellas y ahora debo ser paciente. No puedo obligarlas a quererme en unas semanas. No obstante, sentía curiosidad por saber cómo era usted, pero eso no es interferir en sus vidas.
Pedro no sabía qué decir. Por suerte, Ruth parecía contenta con llevar ella la conversación.
—Estoy empezando a pensar que ninguna de mis nietas se va a casar con Fernando; aunque, por supuesto, estoy encantada con lo de Julia y Felipe. Como a usted no lo conozco, no sé si es o no el hombre adecuado para Paula. ¿Tienes usted pensado romper con ella pronto?
—Nosotros no… Yo no he… —Pedro lanzó una maldición para sí, en silencio—. No lo sé.
—Es una pena. De todos modos, si es usted un buen hombre, podría salir bien. Por supuesto, en ese caso, sólo queda Mariana para Fernando, y no tengo idea de cómo hacer que se conozcan. Ahora que Fernando conoce mis planes, estará en guardia.
—Creía que no era su intención interferir en la vida de nadie.
—Y así es. Lo único que estoy haciendo es ayudar. Los jóvenes necesitan esta clase de ayuda. Si me resignase a seguir el curso de la naturaleza, estaría muerta antes de poder ver a mi primer bisnieto. Y eso no le gusta a nadie.
La mujer se levantó.
—Ha sido un placer conocerlo, Pedro. Cuide de Paula, es una joven muy especial.
Cuando Ruth llegó a la puerta, se volvió y lo miró.
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