—No lo entiendo —dijo Paula—. No soy tu tipo.
—Eso ya lo has dicho antes. ¿Cómo puedes saberlo?
—No soy el tipo de nadie.
—No te creo —contestó Pedro sacudiendo la cabeza.
—Es verdad. Mi doloroso pasado, en lo que a las relaciones románticas se refiere, lo demuestra. Para los hombres soy una buena amiga, alguien con quien hablar de cosas íntimas.
—Yo no hablo de cosas íntimas con nadie —la informó Pedro.
—Deberías hacerlo. Es muy sano. Hablar de los problemas ayuda a resolverlos.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he leído en una revista, creo. Se aprende mucho con las revistas.
La oscura mirada de él continuó fija en su rostro.
—Vuelve a la cama. Te llevaré a tu casa mañana por la mañana.
¡No! Paula se negaba a que se la mandara a la cama como si fuera una niña.
—Pero ¿dónde vas a dormir tú?
—En mi cama, en mi cuarto. Tú estás en el de invitados.
—¿Es que no lo entiendes? Los dos estamos coqueteando, ¿no sería mejor seguir?
Con la velocidad del rayo, Pedro le rodeó la cintura con un brazo y enterró los dedos de la otra mano en sus cabellos. Sus cuerpos estaban en contacto.
Paula tenía la sensación de que Pedro estaba tratando de intimidarla; no obstante, le resultaba imposible tenerle miedo.
—No vas a hacerme daño —susurró ella.
—Tu fe en mí es infundada. No sabes lo que puedo hacerte.
Pedro bajó la cabeza y la besó dura, exigentemente. Se adentró en su boca y le acarició la lengua; luego, le chupó los labios.
Paula le rodeó el cuello y dio tanto como recibió, desairándolo con la lengua. Lo sintió ponerse tenso, sorprendido. Entonces, Pedro la estrechó contra sí.
Pedro interrumpió el beso y se la quedó mirando a los ojos.
—Soy peligroso y no me gustan los jugueteos —dijo él—. No te convengo. No soy un hombre encantador. No llamo por teléfono al día siguiente y no me interesa pasar más de una noche con una mujer. No me puedes cambiar, ni reformar ni curarme. Deberías alejarte de mí, créeme.
Las palabras de Pedro la hicieron temblar.
—No me das miedo —le dijo ella.
—¿Por qué no?
Paula sonrió y le acarició el labio inferior con la yema de un dedo.
—Estoy de acuerdo en que eres un tipo duro y, probablemente, asustas. Pero Pedro, me rescataste y también a los gatos, has sido amable con mi madre y con mi hermana; y cuando me llevaste a la cama, ni se te pasó por la cabeza aprovecharte de mí. ¿Cómo no me vas a gustar?
Pedro cerró los ojos y lanzó un gruñido.
—Eres imposible —comentó Pedro abriendo los ojos.
—No es la primera vez que oigo eso.
—También eres irresistible.
—Eso es nuevo —contestó Paula suspirando—. ¿Podrías repetirlo?
Pedro la empujó hasta ponerla contra la pared. Paula sintió su cuerpo, su erección, contra ella.
—Te deseo —dijo él con voz ronca—. Quiero verte desnuda, rogándome y desesperada. Quiero penetrarte y hacerte olvidar hasta quién eres. Pero sería una tontería por tu parte dejarte hacer. Si esperases algo de mí, lo único que lograrías es sufrir. En cualquier caso, me voy a apartar de ti. Tú decides.
Paula vio sinceridad en sus ojos. Una vez más, el sentido común le decía que la habitación de invitados era la opción más sabia. Pero ella nunca había conocido a nadie como Pedro y lo más probable era que no volviera a conocer jamás a alguien así. Pedro se proclamaba un hombre duro y quizá lo fuera, pero ella tenía la impresión de que había algo más que Alfonso no quería que viera en él.
¿Echarse atrás? Imposible. Quizá Pedro la hiciera sufrir, pero quizá no. Estaba dispuesta a correr ese riesgo. Tenía que hacerlo. Se sentía increíblemente atraída hacia él.
Además, ese hombre podía hacerla temblar con sólo una mirada.
—Para insistir tanto en que la gente no te importa, estás haciendo lo imposible por evitarme sufrir —dijo ella—. Quizá deberías dejar de hablar y besarme otra vez.
—Paula.
—¿Lo ves? Sigues con lo mismo. He entendido las reglas del juego y estoy dispuesta a seguirlas, pero tú sigues hablando. ¿Sabes una cosa? Creo que lo tuyo es una máscara. Creo que…
Pedro la agarró y la besó. Sin más. La besó profunda y apasionadamente, sin pausa y con posesividad.
Paula apoyó las manos en los hombros de Pedro y se inclinó sobre él. El cuerpo de Pedro sujetaba el suyo. Ella ladeó la cabeza y le aprisionó la lengua con los labios, succionándola.
Pedro se puso tenso; luego, dio un paso atrás y se la quedó mirando. Había placer y pasión en sus ojos, una mezcla irresistible.
—No me asusto fácilmente —dijo Paula encogiendo los hombros.
Pedro sacudió la cabeza; después, la levantó en sus brazos y fue al pasillo.
Entraron en una habitación iluminada por una lámpara encima de una mesilla de noche. Ese cuarto sí era totalmente masculino, con mobiliario de madera oscura. La cama era inmensa.
Pedro la dejó en la cama y la miró fijamente.
Paula reconoció el reto de su mirada y se negó a apartar los ojos, ni siquiera cuando Pedro empezó a desabrocharse la camisa. A la camisa le siguió una camiseta, dejándole el pecho desnudo.
Paula contuvo la respiración. Era tan musculoso como había imaginado, pero tenía docenas de cicatrices en el cuerpo: círculos pequeños e irregulares, y largas líneas. Cicatrices de heridas y operaciones.
¿Qué le había pasado a ese hombre? ¿Quién le había hecho daño y por qué?
Pero no era el momento para hacer esas preguntas. Pedro se quitó los zapatos y luego los calcetines. Siguieron los pantalones y los calzoncillos.
Pedro estaba desnudo. Sumamente guapo, duro y a punto. Ese cuerpo se merecía ser inmortalizado en mármol, pensó Paula. Lo debería esculpir un maestro. Aunque sabía que Pedro jamás accedería a posar.
Pedro se llevó las manos a las caderas y se la quedó mirando.
—Todavía estás a tiempo de salir corriendo —la informó él.
—No puedo correr con este tobillo.
—Sabes a qué me refiero.
—Sí, lo sé. Y no voy a ir a ninguna parte.
Pedro dio un paso hacia la cama; entonces, se detuvo.
—Por favor, Paula…
Ella se quitó el jersey y lo tiró al suelo.
—¿Qué es lo que tiene que hacer una chica para llamar tu atención?
Pedro emitió un sonido gutural antes de lanzarse a la cama, encima de ella, rodando con ella hasta colocársela encima. Y la besó hasta la saciedad.
Sus lenguas danzaron. Pedro le acariciaba la espalda con las yemas de los dedos y, cuando llegó a la cinturilla del pantalón, deslizó las manos por debajo de los pantalones y le apretó las nalgas.
Paula sentía la erección de él en el estómago. Quería que las manos de Pedro estuvieran en todo su cuerpo, tocándoselo.
Pedro se dio la vuelta y la dejó tumbada boca arriba. Sus oscuros ojos se clavaron en ella.
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