—Alto. ¿Quién es usted? —volvió a preguntar el hombre.
—Oh, perdón. Me llamo Paula. Mi hermana es Julia Chaves. Mi hermana es la novia de Felipe, el primo de Fernando. Pero el desgraciado de Fernando hizo todo lo posible por separarlos y yo no puedo darme por contenta. Sé que debería aceptarlo y olvidarlo, pero no estuvo bien. Fernando se cree el rey del mundo sólo por el hecho de ser rico. ****a. ¿Quién es usted?
—Pedro Alfonso. Soy el encargado de seguridad.
—¿Aquí, en esta casa?
La expresión de él se endureció, parecía sentirse insultado.
—El encargado de seguridad de toda la empresa.
—Ah, ya. Eso explica la pistola —Paula volvió a incorporarse hasta quedar sentada y se sacudió del jersey unas briznas de hierba—. No iba a hacerle daño, si eso era lo que le preocupaba. No tiene más que mirarme. ¿Cree en serio que podría hacerle algún daño?
Él ladeó la cabeza y reflexionó sobre la pregunta.
—Es bajita y delgaducha, así que supongo que no.
Lo de bajita lo entendía, era algo que no podía evitar. ¿Pero delgaducha?
—Perdone, soy petite, no delgaducha.
—¿Así es como lo llama?
—Tengo curvas —le aseguró Paula, enfadada y algo dolida. Quizá sus curvas no fueran excesivamente pronunciadas ni muchas, pero ahí estaban—. Es el jersey. Como me está grande, no se ven las curvas, pero soy muy sexy.
Realmente no lo era; aunque, por supuesto, lo intentaba. Pero era una causa perdida. No obstante, que ese hombre la desdeñase de esa manera era sumamente irritante.
—Estoy seguro de que es usted deslumbrante —murmuró Pedro; de repente, mirándola como si deseara estar en cualquier parte menos allí—. Siento mucho que esté enfadada con Fernando, pero no tiene derecho a presentarse en la casa de él y amenazarlo. Está mal y es ilegal.
—¿En serio? —¿había ella quebrado la ley?—. ¿Va a hacer que me arresten?
—No, si se va ya y promete no volver nunca más.
—Es necesario que hable con él. Alguien tiene que decirle cuatro cosas bien dichas.
En los labios de Pedro se dibujó una curva.
—¿En serio cree que va a asustarlo?
—Es posible —aunque, a decir verdad, se le habían quitado las ganas de ver a Fernando—. Podría volver en otro momento.
—Estoy seguro de que a Fernando le va a encantar la idea. ¿Tiene coche?
—¿Qué? —preguntó Paula—. Naturalmente que tengo coche.
—En ese caso, la acompañaré a su coche y olvidaremos lo que ha pasado.
Lo que él proponía tenía sentido, pero había un par de problemas.
—No puedo —dijo Paula girando el tobillo. Al instante, el dolor le hizo apretar los dientes—. Creo que me he roto el tobillo al caer.
Pedro murmuró algo para sí mismo y cambió de postura para examinarle el tobillo. Lo levantó con cuidado y, mientras lo sostenía con una mano, con la otra empezó a deshacerle los cordones de las zapatillas deportivas.
Paula calzaba un treinta y nueve, un pie enorme teniendo en cuenta que sólo medía un metro cincuenta y nueve centímetros; a pesar de ello, la enorme mano de ese hombre hacía que su pie pareciese enano. ¿No decían algunas mujeres casadas algo sobre los hombres con manos grandes?
Paula no sabía si reír o ruborizarse, así que decidió no pensar en ello y lo observó mientras él le quitaba la zapatilla deportiva.
—Mueva los dedos de los pies —dijo él.
Paula obedeció. Le dolió.
Pedro le quitó el calcetín y comenzó a examinarle el pie. Paula hizo una mueca, aunque esta vez no fue debido al dolor. A pesar de no saber nada de medicina, se dio cuenta de que el pie se le estaba hinchando en cuestión de segundos.
—No tiene buen aspecto —murmuró ella—. Creo que voy a cojear durante el resto de mi vida.
Pedro la miró.
—Se ha abierto el tobillo. Lo único que tiene que hacer es reposar durante un par de días y ponerse hielo en el tobillo. Estará bien enseguida.
—¿Cómo lo sabe?
—Estoy acostumbrado a ver este tipo de cosas.
—¿Ocurren mucho en su trabajo? ¿O es que trabaja con gente patosa?
Él respiró profundamente.
—Lo sé, es todo. ¿Vale?
—Eh, oiga, soy yo quien está seriamente herida. Si alguien tiene derecho a protestar soy yo.
Él murmuró algo que a Paula le pareció «¿por qué a mí?», y entonces ese hombre, sin que ella se diera cuenta de lo que pasaba, la levantó en sus brazos.
La última vez que a Paula la habían llevado en brazos fue cuando tenía siete años y estaba devolviendo por haber comido demasiados dulces en una feria. Se agarró al cuello de Pedro con los brazos y protestó:
—¿Qué está haciendo? Suélteme. Déjeme en el suelo.
—Voy a llevarla a la casa para ponerle hielo en el tobillo. Luego, se lo vendaré y veré la mejor manera de llevarla a su casa.
—Puedo conducir.
—No lo creo.
—Usted mismo ha dicho que no es nada grave —le recordó Paula mientras notaba que a él no parecía costarle ningún trabajo llevarla en brazos. Al parecer, esos músculos eran de verdad.
—Está algo alterada. No debería conducir.
Alterada o no, no le gustaba que alguien tomara decisiones por ella. Prefería estar a cargo de su propio destino. Además, había otras cosas a tomar en cuenta.
—Se ha olvidado de mi zapatilla deportiva y mi calcetín —dijo Paula—. Y su chaqueta.
—Volveré a recogerlas cuando la deje sentada.
—¿Y la gata?
Él le lanzó una mirada que parecía cuestionar su salud mental. A Paula le fastidiaban mucho los gestos como aquél.
—La gata en el hueco del árbol. Creo que está pariendo. La vi cuando me caía. Hace frío, no podemos dejarla ahí. ¿Tiene una caja y toallas? Quizá primero unos periódicos, luego las toallas. Dar a luz es así. Ya sé que es parte del ciclo de la vida, pero todos esos fluidos…
Él tomó un camino de piedra y avanzó hacia la casa. Paula dejó el tema de la gata y se quedó mirando a la bonita construcción. Pero no era la casa principal.
—Eh, ¿adónde me lleva? —quiso saber ella, conjurando mentalmente imágenes de un oscuro calabozo lleno de cadenas colgando de las paredes.
—A mi casa. Allí tengo un botiquín de primeros auxilios.
Sí, tenía sentido.
—¿Vive en esta propiedad?
—Me resulta cómodo.
—Al menos, se ahorra el transporte —Paula recorrió los jardines con la mirada—. Da al sur, tiene suerte. Podría cultivar cualquier cosa que le apeteciera.
Era aficionada a la jardinería. Le encantaba enterrar las manos en la tierra y plantar cualquier cosa.
—Si usted lo dice.
Con cuidado, él la dejó en el suelo, pero siguió sujetándola para que no cargara demasiado peso en el pie. Paula se apoyó en él, ese hombre sabía cómo hacer que una mujer se sintiera a salvo con él.
Pedro se sacó las llaves de un bolsillo del pantalón, abrió la puerta y la hizo entrar.
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