jueves, 9 de abril de 2015

Herencia de Amor: Capítulo 10

Ahora tenía una secretaria compartida y un aumento importante. También tenía grandes planes para celebrar ese fin de semana con una escapada de compras. Sofía y Mariana habían prometido ir con ella.
Todo eso era bueno. Ella era lista, tenía éxito, iba ascendiendo en la carrera deseada. ¿Entonces por qué no podía dejar de pensar en Pedro?
Habían pasado tres semanas desde aquella noche desastrosa en que él había aparecido en su vida haciéndole pensar que las cosas podrían ser diferentes. Tres semanas recordando, soñando con él, deseándolo.
Eso era lo que más le molestaba; que su propio cuerpo la traicionara. Podía mantenerse cuerda durante el día, pero, cuando finalmente se quedaba dormida, él aparecía en sus sueños. Se despertaba varias veces durante la noche, excitada, ansiosa por sentir su tacto. Esos no eran los síntomas de una mujer que estaba olvidando a un hombre.
—Quiero que desaparezca —susurró.
¿Pero cómo hacer que eso ocurriera? Hasta que no había descubierto la verdad, él había sido la mejor noche de su vida.
Y también había sido persistente. La había llamado tres veces y le había enviado una cesta con bombones, vino y la primera temporada de La isla de Gilligan en DVD.
Colocó una mano sobre el cristal. Las cosas tenían que mejorar. No podía recordar a Pedro para siempre. Era una cuestión de disciplina y, tal vez, de un poco menos de café.
Se dio la vuelta para regresar al escritorio, pero no lo consiguió exactamente. Al dar un paso, toda la habitación comenzó a dar vueltas.
Lo primero que pensó fue que se trataba de un terremoto, pero no hubo ningún ruido. Lo segundo que pensó fue que jamás se había sentido tan mareada en su vida. Agudizó la visión y se dio cuenta de que era probable que fuese a desmayarse.
Consiguió llegar hasta su silla y allí se derrumbó. Tras respirar profundamente, la cabeza se le despejó, pero entonces fue el estómago el que empezó a rebelarse.
Pensó en lo que había comido y se preguntó si habría tomado comida en mal estado. Al descartar esa posibilidad, consideró una posible gripe. Aún no era la época, pero podía pasar.
¿No habría algún medicamento que pudiera tomar para disminuir los síntomas? Miró la pila de trabajo que le esperaba, descolgó el teléfono y marcó un número muy familiar.
—Hola, mamá, soy yo. Estoy bien. Más o menos. ¿Hay alguna oleada de gripe por aquí?
—¿Cómo te sientes? —le preguntó su madre dos horas después mientras Paula se sentaba en una de las consultas del doctor Greenberg. Una de las ventajas de que Alejandra fuera la gerente de la oficina era que Paula y sus hermanas nunca tenían que esperar para conseguir una cita.
La habían pesado, le habían sacado sangre y hecho un análisis de orina.
—Me siento extraña —dijo Paula—. Mareada, pero bien. Sigo teniendo ganas de vomitar, pero no lo consigo.
—Pobrecita —dijo Alejandra mientras le ponía la mano en la frente a su hija.
—Tengo veintiséis años, mamá. No soy una niña.
—Para mí siempre serás mi pequeña. Deja que te traiga algo con gas. Eso te asentará el estómago.
Paula vió cómo su madre desaparecía. Las tres hermanas habían heredado el pelo rubio y los ojos azules. Paula y Mariana habían heredado la altura de su padre, mientras que Sofía era pequeña.
En su clase de ciencias del instituto, Paula se había sentido fascinada por cómo dos personas podían haber engendrado a tres hijas tan parecidas en algunos aspectos y tan distintas en otros.
—Aquí tienes —dijo su madre al regresar, entregándole un vaso de cartón—. El doctor Greenberg estará aquí enseguida.
En ese momento, el hombre entró en la sala.
—Paula, ya no vienes a verme —dijo—. ¿Qué pasa? ¿Ahora que eres una importante abogada no tienes tiempo para un simple médico?
—Me muevo en círculos muy selectos —dijo ella con una sonrisa.
Su madre salió de la habitación y el doctor Greenberg le estrechó la mano a Paula y le dió un beso en la mejilla.
—¿Así que río te sientes demasiado bien? —preguntó.
—No sé. Es extraño. No sé decir si es comida en mal estado o gripe. Pensé que usted podría decírmelo y recetarme algo.
—No todo se soluciona con una pastilla, jovencita.
Paula señaló la manga larga de su blusa de seda y dijo:
—¿Esto me hace parecer joven? Primero mi madre y ahora usted. ¿Parece que tengo dieciséis años?
—Te estoy dando una charla —dijo él—. Podrías escuchar y fingir que te intimidas.
—Ah. Lo siento.
—Vosotras las chicas... —dijo el doctor, sentándose en una silla.
Paula sonrió.
El doctor Greenberg llevaba en sus vidas desde siempre. Era un viudo agradable y cariñoso. Cuando Paula había descubierto que su padre aparecía y desaparecía constantemente, había comenzado a desear que su madre se divorciara de él y se casara con el doctor Greenberg.
—De acuerdo —dijo él, ojeando sus papeles—. Básicamente estás bien. La presión sanguínea es buena. ¿Estás durmiendo lo suficiente?
Paula  pensó en los sueños de Pedro.
—Demasiado.
—Como si me lo fuese a creer. Trabajas demasiado, pero puedes bajar el ritmo un poco. La empresa, sobrevivirá.
—¿Bajar el ritmo? ¿Por qué? ¿Qué me pasa? ¿Es más serio que una gripe?
—Tienes que ser tú la que decida eso —dijo el doctor, dejando los papeles—. No estás enferma, Paula. Estás embarazada.

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