sábado, 11 de abril de 2015

Herencia de Amor: Capítulo 19

—Lo comprendo. No eres fácil. Lo respeto.
A pesar de su nerviosismo, Paula se rió.
—Aparentemente soy fácil. Por eso me encuentro en esta situación.
Pedro dio un paso hacia ella y bajó la voz.
—No eres fácil; es que yo soy irresistible.
—¿Por qué eso no hace que me sienta mejor?
—No estoy seguro —dijo él, guiándola por el vestíbulo—. Al menos alimenta mi ego, cosa que siempre viene bien.
—Puedo imaginármelo —murmuró ella.
—Vamos. Te haré una visita guiada.
Paula  lo siguió hacia el salón. El mueble estaba en una esquina, de modo que tenía dos paredes de cristal que le proporcionaban una maravillosa vista de Hollywood, de las colinas y de los edificios del centro.
Allí el color predominante era el gris, acentuado con tonos de madera y toques de un rojo y un naranja brillantes provenientes de un cuadro de arte muy abstracto. Las mesillas y la mesa del comedor eran de cristal y acero. El sofá y las sillas, grises. Las paredes de un tono más suave del mismo color. Los suelos de madera y la alfombra de cuero proporcionaban la única pizca de calor.
—¿Qué te parece? —preguntó él.
Paula  dejó el bolso en una silla, y dijo:
—Es, eh... muy moderno.
—¿No es tu estilo?
—No mucho —y, a juzgar por lo poco que conocía , Pedro , apostaría a que tampoco era su estilo.
—Salía con una decoradora cuando me mudé. Se ofreció y yo tomé el camino fácil.
O sea, que no era su estilo. Era curioso que eso hiciera que le gustara un poco más.
La condujo hasta la cocina. Estaba abierta al resto de la sala y los muebles eran grises. Las encimeras eran de cemento y los suelos de azulejos, también grises.
—Necesitas algunas plantas —dijo Paula mientras se sentaba en un taburete—. Algo verde y con vida. ¿No tienes miedo de que tanta cosa moderna te quite la vida?
—No está mal —dijo él, encogiéndose de hombros—. Es fácil de limpiar.
—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó ella con una sonrisa.
—Los del servicio de limpieza lo han mencionado alguna vez. Eso y el hecho de que no tengo mascotas.
—Apuesto a que casi siempre comes fuera, que apenas estás en casa y que no das grandes fiestas. Eres el cliente perfecto para ellos.
Pedro se colocó frente a ella y comenzó a sacar cosas del frigorífico.
—¿Cómo sabes que no doy grandes fiestas?
—Tu sofá y tus sillas están en perfecto estado. No han derramado nada pegajoso ni líquido encima. Las fiestas son un engorro.
—Buena observación. Tienes razón. Nada de fiestas.
Sólo un sinfín de mujeres, pensó Paula. A pesar de la historia de Pedro sobre cómo las mujeres acudían a él sólo por el dinero, Paula sabía que era un hombre lo suficientemente atractivo como para atraer a las mujeres por sí solo.
Sacó un paquete de pechugas de pollo, ingredientes para ensalada, albahaca, algunos botes que ella no reconoció y una plancha de galletas con masa de pan encima.
¿Iba en serio?
—¿Vas a cocinar? —preguntó ella, tratando de no sonar tan sorprendida como se sentía.
—Dije que prepararía la comida.
—Pensé que te referías a reservar.
—¿Prefieres que salgamos?
—No. Esto es genial. Sorprendente, pero genial.
—¿Tú no cocinas?
—Sé preparar algunas cosas. No vivo sólo de comida para llevar y cenas precocinadas. Pero no preparo nada que requiera horno ni tantos ingredientes. ¿Qué vamos a tomar?
—Una ensalada de queso de cabra y rúcula seguida de sándwich de pollo con salsa al pesto en pan de hierbas. Y de postre frutos rojos con crema inglesa.
—Impresionante. Déjame adivinar. Salías con una cocinera.
—Eh, eso es un prejuicio. El verano en que Fernando  y yo cumplimos los veinte años, nuestros padres nos llevaron de crucero por el Mediterráneo durante un mes. Hubiéramos preferido visitar Europa nosotros solos, pero insistieron, así que fuimos. Era un barco pequeño sin mucho que hacer, y casi todos eran jubilados. Creo que el capitán tenía miedo de que Fernando y yo causáramos problemas porque había organizado clases diarias de cocina. No me gustaron las primeras dos, pero luego me entusiasmó. Ahora cocino.
—¿Y Fernando? —preguntó ella.
Pedro sonrió.
—El flirteaba con la camarera del cóctel.
Pedro encendió el horno y colocó una sartén en el fuego antes de salpimentar dos pechugas de pollo. Tras sacar una picadora de alimentos, lavó la albahaca y la secó con un trapo.
—Realmente cocinas —dijo ella—. Lo siento, pero esto es nuevo para mí.
—Deberías ver lo que sé hacer con una patata.
No era una parte de él que hubiera esperado. Con su dinero y su apariencia, podía haber pasado la vida pidiendo al servicio de habitaciones.
Mientras espolvoreaba varias especias sobre la masa de pan que había extendido sobre la bandeja, Paula se quedó embobada con el movimiento de sus manos; por su seguridad y su firmeza. Sin desearlo, recordó aquellas manos en su cuerpo. Para ser un hombre que siempre llevaba traje y corbata, trabajaba bien con las manos.
Y ella era una ****a. No era un buen momento para rememorar acontecimientos eróticos. Estaba allí para conocer al padre de su hijo.
Pedro metió el pan en el horno y el pollo en la sartén. Luego se acercó al frigorífico y sacó una jarra de té con rodajas de limón y cubitos de hielo.
—Té de hierbas —dijo mientras lo servía en vasos—. Sin cafeína.
—Gracias —Paula dio un sorbo. El sabor era más cítrico que otra cosa, pero estaba bien—. Está bueno.
—Me alegro de que te guste.
—De acuerdo, tú ganas. Estoy oficialmente confusa. ¿Este eres realmente tú?
—¿Quieres ver mi carnet?
—Ya sabes lo que quiero decir. Eres...
—¿Normal?
—Sí. Normal. No el maldito bastardo que odia a las mujeres.
—Yo no odio a las mujeres —dijo él—. Me gustan.
—Siempre que puedas enseñarles lecciones —dijo ella—. Lo siento. Estoy rompiendo las normas. Digamos sólo que ésta es una parte interesante de tu personalidad. Ahora podemos pasar a temas más seguros. Dime cómo era tu vida cuando eras pequeño.
Pedro la miró mientras partía la rúcula y la echaba en un cuenco.
—Eso me metería en problemas.
—¿Por qué?
—Porque sí. Pero te lo contaré de todas formas. Fernando y yo nacimos con un par de meses de diferencia, de modo que siempre hemos estado unidos. Nuestros padres son hermanos, así que viajamos mucho juntos y fuimos a las mismas escuelas. Salíamos juntos de vacaciones.
—¿Escuela pública? —preguntó ella antes de dar otro trago al té. Ya había adivinado la respuesta, pero no le importaba ver cómo se ponía a la defensiva.
—Privada.
—Ah.
—Los dos fuimos a Stanford. Se habló de Princeton o Yale, pero no nos interesaba. Nuestras vidas estaban en California. La nieve era para las vacaciones de esquí, no para todos los días.
—¿Esquiabas en Gstaad? —preguntó ella.
—En todas partes. Y, antes de que empieces a burlarte de mí...
—¡Nunca haría eso!

2 comentarios:

  1. Muy buenos capítulos! que bueno que Pau accedió a que se conozcan más!

    ResponderEliminar
  2. Geniales los 4 caps Naty. Qué bueno que Pau está aflojando un poquito jaja

    ResponderEliminar