Paula se hallaba sentada en el sofá de su suite con un horario de Baberos y Botines sin completar en el regazo. Era sábado y los niños jugaban en la planta baja con los padres de Pedro, quien apareció en el umbral. ¿Habría dejado ella la puerta abierta como una invitación inconsciente? Hacía tres días que le había contado su oscuro secreto y ansiaba besarlo otra vez, en parte por su actitud, ya que aunque él había rehusado prometerle que no la besaría, le estaba demostrando que hacía lo posible por acceder a sus deseos. Con solo pensarlo se ruborizaba y se sentía temblorosa por dentro. Estaba tan confusa, debatiéndose constantemente con respecto a él. Primero decidía ser distante y controlada, luego luchaba consigo misma para no ir a buscarlo. Porque lo cierto era que disfrutaba de su compañía y ahora se alegraba de que él fuese a buscarla.
—¿No se supone que los fines de semana son para descansar? —le preguntó él desde el umbral. Con los brazos cruzados sobre el ancho pecho y una traviesa expresión en los ojos, era un placer mirarlo. Estaba guapísimo con los vaqueros gastados y la camisa blanca con las mangas enrolladas por encima del codo.
—Es cierto, pero tengo que organizar este horario. Es complicado porque tenemos un montón de empleados a tiempo parcial. Pero se acerca la época de más trabajo y quiero asegurarme de que la tienda tiene suficientes empleados, respetando a la vez los días libres que ellos me han pedido.
—Para algo eres el jefe, ¿No? Ponlos como más te convenga a tí.
—Algo me dice que tú no eres el tipo de jefe que haría eso —dijo ella, con una mirada escéptica—. Ni tampoco un jefe a quien no le importan las necesidades de sus empleados.
—¿Cómo puedes creer una cosa así? —preguntó él, simulando mortificación.
—A otro con ese cuento —dijo ella, convencida de que él no dirigiría su empresa de esa forma.
—De acuerdo, tienes razón. Yo creo que se cazan mas moscas con miel que con vinagre. Y la lealtad de mis empleados demuestra que esa filosofía funciona.
—Estoy de acuerdo contigo. Siempre trato de hacer lo que predico. Y entonces aquí estoy, con un horario en blanco, un jarro de miel y totalmente desorientada.
—Y por eso he venido —dijo él, esbozando la sonrisa que le aceleraba el corazón, como el aleteo de un pájaro asustado—. Para que lo dejes y atraerte con mi miel a un sitio delicioso.
—¿Dónde? —Vamos a comprar las calabazas para Halloween.
—¡Oh, Pepe! ¡Qué idea genial! —aplaudió. Luego miró al papel de su regazo—. Pero tengo que hacer esto. Y tengo ropa que lavar, y…
—Lo que yo creo es que estás asustada.
—Conque sí, ¿No? —dijo ella, tratando de que él no viese el rubor que sentía que le subía por las mejillas, porque ello le constataría que tenía razón.
—Efectivamente. Y lo sé porque buscas excusas.
—¿Y de qué estoy asustada, si puede saberse?
—De mi encanto irresistible. Tus excusas no tienen fundamento. Eres más inteligente que la media, así que eso lo puedes resolver en un periquete. En cuanto a la ropa, la gente de servicio piensa que tú te haces tu propia colada porque no confías en ellos.
—Lo hago porque quiero mantener los pies sobre la tierra. En cuanto me asegure la custodia de mis hijos, tendré que volver a la cocina, como Cenicienta.
—Un razonamiento interesante —dijo él, y un gesto de molestia le cruzó las facciones tan rápido que Dana dudó haberlo visto—. Pero me temo que mi conclusión es que la Cenicienta tiene miedo de estar a solas conmigo. ¿Qué te parece? ¿Te vienes con nosotros?
—¿Ya se lo has dicho a los niños? —preguntó ella con brusquedad.
—¿Qué crees, que soy tonto? No les diría nada sin preguntártelo a tí primero. Pero hace un día tan bueno que pensé que podríamos ir al vivero, que ha montado algo especial para Halloween y parece que tienen montones de calabazas, justo lo que necesitamos para la fiesta de disfraces. Lo pasaremos bien. Y sé de alguien que hace mucho que no se divierte. ¿Qué te parece?
—Eres muy convincente. ¿Cómo puedo negarme? Venga, vamos a decírselo a los trillizos.
Varias horas más tarde, Dana no se podría haber sentido más feliz. No recordaba la última vez que se lo había pasado tan bien, ni reído tanto. Ahora se encontraban en el estacionamiento después de despedirse de los niños. Los padres de Pedro se los habían llevado porque estaban agotados. Ellos los seguirían luego en su coche.
—Me alegro de que mamá y papá se llevasen a los niños. Hace un poco de frío para ellos —dijo él, ajustándole la bufanda a Paula. Le rozó la barbilla con los nudillos.
Ella volvió a estremecerse, pero no de frío, sino de la sensación mágica que le provocaban sus dedos contra su piel. Con un solo roce, la piel se le encendía de la cabeza a los pies. Verdadera magia.
Quiero leer otro yaaaaa!
ResponderEliminarHermosos capítulos!!! Sí! Tiempo a solas necesitan! Ojalá nadie le cuente a Paula lo del ADN!
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