Nada en su rostro todavía atractivo indicaba lo que Ana pensaba. Sus ojos azules, tan parecidos a los de él, lo miraron serenamente. Era una mujer pequeña, de la altura de Paula. Estaba seguro de que las dos se entenderían. Llevaba la melena cuidadosamente teñida para ocultar las canas y vestía un elegante traje azul de punto que era un modelo de elegancia y sofisticación. Pero Pedro sabía que nunca se olvidaba de que ella también se las había tenido que arreglar sola con su hijo antes de enamorarse de su padrastro. Ese era otro motivo por el que estaba seguro de que se llevaría bien con su futura esposa. Le causó satisfacción que el primer encuentro entre Paula y sus padres hubiese ido bien. Y también que ellos no le pidiesen explicaciones ante lo apresurado de su boda. Pero tenía la sensación de que le preguntarían más.
—Dime otra vez como Paula y tú se conocieron.
—Todavía no te he dicho nada, mamá, por el amor de Dios. No soy un adolescente. No necesitas utilizar subterfugios para sacarme información —dijo Pedro, intentando disuadirla.
—Entonces, háblame de la chica que ha lo grado cazar al soltero de oro de Storkville. ¿Cómo se conocieron? ¿Cuándo? ¿En qué momento te diste cuenta de que ella era la mujer de tu vida? ¿Por qué no nos enteramos de ello antes? —tomó aliento para continuar—: Venga, Pepe, detalles. Deprisa.
—Ana, querida, no lo atosigues —dijo Horacio Alfonso, acercándose para pasarle un brazo por el talle. Era un elegante caballero de cabellera gris y esbelta figura.
Pedro era un adolescente cuando ese hombre había entrado en sus vidas, pero recordaba perfectamente cómo su madre se había enamorado locamente de él. Desde entonces, Horacio había sido el padre que siempre quiso. Lo adoraba. A pesar de desearlo, nunca les habían llegado más niños, y Horacio, diciendo que Pedro era su hijo en todos los aspectos menos en el biológico, lo había hecho su heredero.
—Hola, papá. Gracias por defenderme, no creas que no lo aprecio. Pero realmente quiero hablarles de Paula. A los dos.
Rogó que Dios lo inspirara para que le saliesen las palabras adecuadas y sus padres no pensasen que estaba loco.
—Nos conocimos el día de la inauguración de la guardería —al menos eso era verdad.
—¿No fue ese el día en que viniste a cambiarte los pantalones porque un niño te había manchado?
—Así es —dijo, sorprendido de que lo recordase.
A él sí que le resultaba memorable porque la había conocido.
—¿Fue Benjamín? ¿El chiquillo adorable que se está vistiendo arriba?
—Benja es muy especial —sonrió. —Y las dos niñitas también. Los tres niños de Paula son adorables —dijo Ana—. Y no resulta difícil ver el por qué su madre es… fantástica. Dime algo más de ella.
—De acuerdo. Es la gerente de Baberos y Botines. Se mudó aquí con los niños hace unos seis meses, después de la muerte de su esposo.
No quiso preocuparla diciéndole que ella seguía enamorada de su esposo. Un hábito que tenía era intentar proteger a su madre.
—Así que todo este tiempo, cuando yo creía que estabas trabajando, lo que hacías era pensar en ella. Pero, ¿no es un poco precipitado? —le preguntó Ana, mostrando su preocupación maternal.
—Pau y yo llegamos a la conclusión de que no hay razón para esperar —se encogió de hombros, esperaba que con naturalidad—. Además, si queremos hacer la declaración de la renta conjunta el año que viene, se nos acababa el tiempo.
—Eres tan romántico, hijo, que casi me desmayo —dijo ella, imitando un acento sureño y abanicándose con la mano.
—No puedo mentir.
Y tampoco preocuparla porque sospechasen que él era el padre de los mellizos abandonados. Si fuese por él solo, no le importaría, pero las acciones podrían caer en picado, haciendo que los inversores perdiesen un montón de dinero. Muchos de ellos contaban con ese capital para retirarse o educar a sus hijos. Haría todo lo posible porque eso no sucediese. Sabía que su madre estaba feliz y no quiso arruinarle la ilusión diciéndole que solo era transitorio. Hasta que le diesen los resultados de la prueba del ADN, no quería que ella se preocupase tampoco. Además, cuantas menos personas lo supiesen, mayores posibilidades tendría de ocultárselo a Paula. Dentro de poco ella sería su esposa y, con un poco de suerte, él habría demostrado su inocencia antes de que tuvieran tiempo siquiera de hablar del tema.
—Ojalá que Paula y tú sean tan felices como nosotros lo somos, hijo —dijo Horacio, apretando a su esposa contra su lado.
—Gracias, papá.
—No tengo palabras para decirte lo felíz que estoy, cielo —dijo Ana, poniéndose de puntillas para besarlo y darle un gran abrazo.
En ese momento, entró una empleada de uniforme.
—El juez Claybourne acaba de llegar, señora. Espera en el vestíbulo.
—Gracias, Julia. Horacio, vamos a recibirlo.
Acababan de irse cuando Pedro oyó las voces de los niños. Se dirigió al vestíbulo y vió a Paula y los trillizos bajando las escalinatas. Estaba tan hermosa que le quitó el aliento. Llevaba un vestido escotado sin mangas que le marcaba todas las deliciosas curvas del cuerpo. Lo cubrían las manos un par de guantes hasta las muñecas y colgaba de sus brazos un chal de chiffon. La coronaba un moño de rizos caoba, mientras que ligeros mechones le enmarcaban la nuca y el rostro en forma de corazón. Deseó apretar sus labios contra su piel para sentir si era tan suave como parecía. Su madre tenía razón. Era fantástica. Y con solo mirarla la temperatura le subía varios grados.
—Estás maravillosa —dijo, con ronca voz.
—Gracias —respondió Paula, su tímida sonrisa indicaba claramente que no estaba acostumbrada a los cumplidos.
Los niños estaban guapísimos también. Las niñas llevaban idénticos vestidos de terciopelo verde y el cabello, del mismo color que el de su madre, recogido con lazos. Benjamín vestía pantalones azul marino y camisa blanca, con una corbata de lazo torcida, pero corbata de lazo al fin. Su cabello castaño estaba aplastado con agua por el momento, pero había grandes posibilidades de que su continuo movimiento no le permitiese durar demasiado tiempo así.
—Los niños están genial también —dijo Pedro, mirándola a los ojos, apreciando su sonrisa ante el cumplido a los niños, que fue seguida por un gesto de aprehensión. ¿Se estaría arrepintiendo?—. ¿Lista? —le preguntó.
—¿Quieres que sea sincera? No.
Nunca había estado menos preparada en su vida. La primera vez, el amor le había impedido darse cuenta de en lo que se metía. Y ahora sabía lo suficiente como para tener mucho, mucho miedo. ¿Y si cometía un error mayor que al casarse por primera vez? Al menos, entonces estaba enamorada. Ahora se sentía como un paquete de acciones. Tenía miedo de cometer otro error y sufrir nuevamente. Al ver la forma genial en que Pedro se relacionaba con sus hijos, no quería que ellos sufriesen tampoco. Su instinto le decía que si bajaba la guardia un instante, sería el hombre capaz de ablandar su endurecido corazón. Era, sin duda, el hombre más guapo y adorable que conocía. Y eso la asustaba. Hubo una época en que no hubiese cuestionado hasta el más mínimo detalle. Le gustaban sus padres, personas genuinamente amables que la habían recibido con los brazos abiertos, al contrario de sus suegros. Los niños lo consideraban un dios. Pero… ¿Y si al día siguiente se despertaba y se daba cuenta de que él había cambiado, que no quería saber nada de ella, o de ellos? Ya le había sucedido una vez. ¿Por qué iba a ser esta diferente? El pedestal en que había puesto a Pedro era cada vez más alto. Si él no cumplía sus expectativas, la caída sería enorme.
Muy buenos capítulos!!! Me encantaron!
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