Pedro Alfonso sintió un golpe en la pantorrilla. Un niño que no levantaba una cuarta del suelo se había estrellado contra su pierna. Vió con sorpresa cómo los dos helados y el algodón de azúcar que el pequeño llevaba en la mano se deslizaban por la pernera del elegante y caro pantalón. Luego su mirada se encontró con los preocupados ojos grises del causante de la colisión. La expresión contrita de su rostro le dio tanta pena que no se atrevió a regañarlo. ¿Qué hacía un niño tan pequeño solo por ahí?
—¿Te encuentras bien, chico?
El niño, que no le llegaba a Pedro ni a la rodilla, asintió con la cabeza.
—¿Dónde están tus padres?
Solo obtuvo por respuesta un encogimiento de hombros. Pedro miró al gentío que se había reunido allí a la hora de comer. Era agosto y hacía calor. Laura Caldwell acababa de inaugurar su nueva guardería. Todo el pueblo se encontraba allí para celebrarlo porque Storkville se tomaba en serio la responsabilidad de cuidar a sus niños, lo cual le hizo preguntarse nuevamente quién dejaría a su hijo solo en la calle. Miró los escaparates y la calle hacia un lado y el otro.
—¿Tus padres trabajan por aquí?
—Mami trabaja en…
En ese instante oyó una asustada voz femenina.
—¡Beeeenjaaaa! —llamaba.
—¿Cómo te llamas?
—Wookie —le respondió el niño.
—¿Como el personaje de La guerra de las galaxias?
El niño lo miró sin comprender. La gente se abrió y permitió a Pedro ver a tres metros a una mujer con aspecto desesperado y dos niñitas llorosas de la mano. Se quedó sin aliento al verla. Una melena castaña que le llegaba al hombro le enmarcaba con sus rizos el rostro en forma de corazón donde resaltaban los ojos grises más grandes y expresivos que había visto en su vida. No era alta, quizás un metro cincuenta y pico, pero su esbelto cuerpo era la personificación de todos sus sueños. Fue como si lo atravesase un rayo. Fulminante.
Debido a la multitud en la calle principal, ella no veía ni a Pedro ni al pequeño, que se encontraban de pie frente a la gran casa victoriana con un jardín de juegos infantiles que ahora era Baby Care. Para llamarle la atención, Pedro levantó la mano, pero la volvió a bajar al darse cuenta de que le temblaba. Por fin, ella lo miró directamente y él señaló hacia abajo.
—¿Es este niño suyo, por casualidad?
Los hombros de la mujer se relajaron por el alivio. Se acercó de dos zancadas y se puso en cuclillas junto al niño.
—Benjamín, me has dado un susto de muerte —le dijo, con un tono que era una mezcla de preocupación y enfado. Luego lo abrazó como una boa constrictor—. No lo vuelvas a hacer nunca más.
La mujer se puso de pie, sonriendo, y su sonrisa le volvió a quitar el aliento a Pedro.
—¿Todos tienen la misma edad? —preguntó, viendo que las dos niñas tenían la misma altura que el varón—. Usted debe de ser de Storkville.
—¿Por aquello de que «la cigüeña que visita Storkville reparte los bebés a pares a aquellos cuyo amor es ilimitado»?
—Así es como reza la leyenda.
—Creo que aquella vez la cigüeña perdió el rumbo, porque me visitó en Omaha —dijo, mirando a los tres niños con infinito amor.
—¿No le parece que es poco sano permitir que un niño tan pequeño coma tanto dulce? —comentó , recordando el pegote que se le deslizaba por la pernera del elegante pantalón—. Por no mencionar el que vaya por ahí sin nadie que lo vigile, señora…
Los ojos de ella le recordaron, de repente, un cielo tormentoso y Pedro se preparó para ser atravesado por un rayo destructor.
—Paula Chaves Martínez—dijo ella, presentándose—. Sé perfectamente que un niño de tres años necesita que lo vigilen, señor…
—Alfonso, Pedro Alfonso.
Ella, de ser ello posible, pareció más enfadada todavía.
—¿De los Alfonso que fundaron Storkville?
—Exacto.
Así que ella sabía quién era y que el dinero no era precisamente una preocupación para él.
—Genial —murmuró ella, levantando la barbilla ligeramente, en actitud defensiva—. ¿Tiene usted niños, señor Alfonso?
—No estoy casado.
—Eso no es lo que le he preguntado. Para tener niños no es necesario estar casado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario