—Sí. Han sido muy amables. Estaba preocupada porque las niñas son propensas a las otitis y el aire está tan frío…
—Por no decir que ya estaban cansados.
—¿Te refieres a cansados de comer porquerías, montar en los caballitos, entrar en la Casa del Terror y hacer todo los que se les antojara?
—¿Quieres decir que los estoy malcriando? —le preguntó.
—Sinceramente, sí.
—De acuerdo —asintió con la cabeza, pensativo—. Tienes razón. Pero debo confesar que lo hago por motivos totalmente egoístas. Cuando veo esas caras sonrientes, soy feliz. Me hacen sonreír a mí. Me gusta sonreír —se encogió de hombros, avergonzado—. Venga, vamos a encontrar la calabaza perfecta para la fiesta, calabacita mía.
—No me llames calabacita tuya —dijo ella, riendo—. Quizás deberíamos hacer esto en otro momento. ¿Estás seguro de que a Horacio y a Ana no les molesta ocuparse de los niños? —preguntó, observándole el rostro para ver si mentía o no.
—No puedo leer sus mentes, pero los conozco como padres. E hicieron un buen trabajo, creo —dijo con una breve sonrisa—. Sabían lo que significa llevarse a los niños. Y, al fin y al cabo, Pau, ellos se ofrecieron a hacerlo.
En ese momento, ella odió su relación con Francisco. Le dió rabia que la hubiese convertido en una cínica que cuestionaba todo y a todos.
—Sin embargo —dijo ella mirando hacia donde sus hijos y sus suegros se habían ido, más allá de la gente que circulaba entre las pacas de heno y la exhibición de calabazas—, quizás deberíamos ir a rescatar a tus padres.
—¿Es esa una excusa para no quedarte a solas conmigo? —le preguntó él—. Me he comportado como un perfecto caballero —le recordó.
Cuanto más tiempo pasaban juntos, menos quería ella comportarse como una dama. Recordó, de pronto, que había algo que quería decirle, que necesitaba decirle. Y con sus padres y los niños alrededor, no había encontrado el momento. Hasta ahora.
—Pepe…
—Pau… Se quedaron mirándose un instante antes de que él sonriese. —Primero las damas.
Ella hizo una profunda inspiración antes de hablar…
—Tengo que disculparme por lo de la otra noche. Eres cariñoso y generoso conmigo y los trillizos. Y a pesar de que estarás enfadado…
—¿Por qué iba a estar enfadado?
—Prácticamente te eché de tu habitación. Y es realmente tu habitación. Lo que pasa es que me he convertido en una persona que no confía en nadie. Me niego a que me vuelva a suceder lo que me sucedió con Francisco. No me lo puedo permitir. Es responsabilidad mía proteger a los niños.
—Aunque los malcríe un poquito, nunca les haría daño. Lo cual me lleva a preguntarme porqué piensas que si estamos solos te sucederá lo mismo que te sucedió con Francisco.
—¿Por qué no? Eres encantador, inteligente, guapo y besas mejor que la media… —se quedó cortada. No se podía creer lo que había dicho.
—¿Solo mejor que la media? Y yo que pensaba que era excepcional. Mejor que la media es un desafío para un perfeccionista como yo.
Intentaba bromear, pero para ella ese asunto era importante.
—Prometiste que no volverías a besarme.
—No. Tú me echaste porque no quise prometértelo.
—De acuerdo —dijo ella—. Pero ponte en mi lugar. Me enamoré perdidamente de Francisco, y luego él perdió todo interés en mí. Cuando alguien tan guapo como tú se acerca a una chica con tanto ímpetu, después de lo que pasó, quiero salir corriendo.
—Yo sí que he estado en tu lugar, Pau. Ha habido mujeres que han intentado cazar al millonario, pero cuando el interés no tiene profundidad, es imposible mantener la intensidad.
—Entonces comprendes lo que me ha sucedido.
—Sí. Pero ¿Qué te parece si por hoy nos olvidamos de todo eso? Quédate conmigo lo suficiente para elegir una sola calabaza más. Después de todo, ¿Acaso no encontró la Cenicienta una calabaza que se convirtió en carroza?
—Sí, pero piensa el desastre en que resultó el baile. Perdió el zapato, la carroza se convirtió en calabaza, y tuvo que volverse a casa a pie y descalza.
—Eso fue a medianoche y estamos en pleno día. Te prometo que no te besaré aquí.
A Paula le pareció sincero, y sería dar un pasito hacia la confianza. Por otro lado, si era un lobo con piel de cordero, ¿No sería mejor que se descubriese cuanto antes?
—De acuerdo —accedió.
—De acuerdo —sonrió él triunfante.
Pedro tuvo deseos de dar vítores. Pero, ¿Cuánto duraría la victoria? Porque lo que quería ver reflejado en sus ojos era confianza, una fe incondicional en él. ¿Tendría suerte y lograría demostrar su inocencia antes de que ella se enterase de las sospechas que pendían sobre él? Había llamado al laboratorio, preguntando por los resultados de la prueba del ADN y le habían dicho que tardarían dos semanas más, quizás un poco menos. Cruzaba los dedos porque fuese esto último. Así es que lo único que le quedaba era disfrutar del presente y de la compañía de ella.
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