—¿Es eso un halago o un insulto? ¿A qué te dedicas?
Tenía una expresión de inocencia absoluta en el rostro, pero él interpretó que lo que en realidad decía era: ¿Ganas mucho dinero?
—Inversiones. Finanzas. Un poco de esto y aquello —dijo vagamente—. Pero no es lo mismo que el compromiso que tienes tú. Tus niños tienen suerte de recibir el amor incondicional que tú les das.
—Pues bien les vendría que hubiese otro par de manos —dijo ella—. A veces estos tres parecen veinte. Pero, gracias a Dios, he encontrado un trabajo en Storkville. Me he cambiado aquí hace seis meses y he descubierto que es un sitio fantástico para criar niños. Si Benja se hubiese escapado en cualquier otro sitio… —reprimió un escalofrío al pensarlo.
—¿Por qué te marchaste de Omaha?
Una preocupada, compleja y lejana expresión surcó el rostro femenino.
—No me quedaba familia. Soy hija única y mis padres habían muerto —fue lo único que dijo—. Y… allí tenía muchos recuerdos. Decidí iniciar una nueva vida con los niños.
—Storkville ha salido ganando —dijo él.
—Gracias —dijo ella, mirando con expresión culpable los pantalones de él—, aunque tú no. ¿Estás seguro de que no me dejarás que pague la factura de la tintorería?
Los hermosos ojos claros de Paula miraron los de Pedro, haciéndole desear hundirse en ellos. Parpadeó dos o tres veces. Era empresario, no poeta. ¿En qué estaba pensando? ¿Hundirse en los ojos de una mujer? «Contrólate», Alfonso.
Podría haber controlado su respuesta si el resto de ella no lo hubiese inspirado también. Su cuerpo menudo encajaba perfectamente en un par de pantalones negros y un jersey beige con terminaciones en negro. Su busto, ni demasiado grande ni demasiado pequeño, llenaba el jersey perfectamente, como si fuese hecho a medida. En realidad, no podía dejar de pensar que parecía hecha a medida para él.
—Mami, me tengo que ir —dijo una de las niñas, tirando de la mano de su madre.
«No, no te vayas», pensó Pedro. Sentía que podía quedarse hablando horas con ella.
—De acuerdo, cielo —dijo Paula, mirando a su hija. Después volvió su atención hacia Pedro—: Será mejor que lleve a los niños a casa. Avísame si cambias de opinión con respecto a la factura del tinte —se ofreció.
—No, pero gracias igualmente.
—Muchas gracias por ser tan comprensivo con Benja—dijo ella, tomando firmemente la pringosa mano del niño—. Ya encontraré la forma de agradecértelo. Adiós, Pedro.
Él intentó decir algo para retenerla un poco más, pero no se le ocurrió nada, así que la miró mientras se alejaba sorteando la multitud. Cuando su cerebro comenzó a funcionar otra vez, se dio cuenta de que no le había pedido ni el teléfono. Siempre podía dejarse caer por la tienda. No, mejor así. Seguro que ella todavía estaba reponiéndose de la pérdida de su esposo. Además, debido a todo lo que poseía, era necesario cuestionar los motivos de todas las mujeres que conocía. Y Paula era especialmente peligrosa. Estaba casi seguro de que no le sobraba el dinero. Sería mejor que se olvidase de ella.
—Creo que esto es todo, entonces —dijo Ariel Knox, el dueño de la agencia de seguros de Storkville, y presidente de la Cámara de Comercio, consultando sus apuntes.
Era uno de octubre y los comerciantes del pueblo de reunían en el Ayuntamiento para decidir los distintos programas de actividades de las vacaciones, desde Halloween hasta Navidades y Año Nuevo.
Paula, que se encontraba representando a su jefe, se movió en el asiento. Se preguntó si tendría bien el cabello y la ropa. Normalmente, no se preocupaba demasiado por su apariencia, pero esa noche no era normal. Pedro Alfonso se sentaba detrás de ella. La piel de gallina que le cubría los brazos no se debía al fresco que reinaba en la sala. Desde que lo vió en agosto, no había podido olvidarse del moreno de ojos azules que parecía ser modelo de una revista. Había tardado tanto en darse cuenta de lo que Benja le había hecho porque apenas pudo despegar los ojos del rostro para descender a sus increíblemente anchos hombros y su plano estómago. Solo más tarde se dió cuenta de que los musculosos muslos cubiertos por un par de caros pantalones estaban empapados de una mezcolanza de helado con algodón de azúcar.
—¿Queda algún tema por tratar? —preguntó el presidente de la cámara de comercio, sacándola de sus pensamientos.
—¿Señor Knox? —preguntó Paula, levantando la mano.
—El presidente da la venia a la señora Chaves de Baberos y Botines —dijo el señor Knox, haciéndola reprimir una sonrisa por su formalidad. El y su mujer, Gabriela, eran habituales clientes de la tienda, donde compraban frecuentemente juguetes, ropa y muebles para sus cuatro nietos.
—Señor presidente, quería asegurarme de que se haya incluido en el programa la fiesta de Baberos y Botines, con su desfile de modas y su rifa. No la he visto en el borrador.
A Paula se le había ocurrido la idea hacía unos días. A su jefe le habían encantado sus sugerencias.
Ariel asintió, mirando el papel que tenía en la mano.
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