sábado, 25 de marzo de 2017

Protegerte: Capítulo 37

—Paula trabaja todo el día —dijo la señora Martínez, mirando a su nuera y a Pedro—. Hasta hace poco, estaba sola y apenas le alcanzaba para vivir. Mi esposoy yo tenemos una posición desahogada y podríamos darles a los niños la atención, el tiempo y el cuidado que ellos necesitan sin necesidad de recurrir a extraños…

—Laura no es una extraña. Conozco a la directora de la guardería personalmente —dijo Paula, intentando defenderse.

—Ya tendrá su oportunidad de hablar, señora Alfonso—intervino la juez con calma, volviendo su atención a los Martínez—. Ahora se ha vuelto a casar con Pedro Alfonso, así que supongo que el dinero ya no es un problema. Y tampoco lo es trabajar. Actualmente hay muchas madres que dividen su tiempo entre sus hijos y su profesión.

—Ya que lo menciona —dijo la señora Martínez—, Gerardo y yo creemos que se ha casado solamente para evitar que lográsemos la custodia de los niños. Según lo que dicen los periódicos, se sospecha que él es el padre de los mellizos abandonados en Storkville. Un hombre como él, capaz de abandonar a su propia sangre, no tendría que tener influencia sobre nuestros hijos.

Pedro, que tenía una mano sobre el hombro de Paula, sintió cómo ella se ponía tensa de rabia. Luego ella se inclinó para sacar algo de su bolso. Era el sobre del laboratorio. Estaba seguro de que contenía el resultado de los análisis. ¿Qué pensaba hacer con él?

—Señoría, ¿Me permite hablar? —dijo Paula.

—Sí.

—Para empezar —comenzó, lanzándoles una mirada a sus antiguos suegros—, es verdad que Pedro y yo nos casamos apresuradamente. Pero, como él dijo una vez tan elocuentemente, cuando todo está bien, ¿Para qué esperar? Yo lo quiero mucho.

Pedro se dió cuenta de que ella se lo decía a él, y el alivio lo invadió. No podía creer en su suerte. ¡Ella lo amaba! Se le hinchó el pecho de la esperanza de que a pesar de todo lo que tenían en su contra, quizás tuviesen una oportunidad de lograr la felicidad.

—¿Qué más, señora Alfonso?

—Quiero a mis hijos con todo mi corazón, así que para mí, su custodia me resulta muy importante. Cuando recibí la demanda, me dió mucha rabia y me asusté también, poniéndome a la defensiva. Pero en el camino hacia aquí, mi hijo me recordó que los niños tienen recuerdos cariñosos de sus abuelos. Estoy segura de que el señor y la señora Martínez los quieren mucho también, pero nadie es mejor para ellos que su madre —añadió con énfasis.

—¿Es eso todo lo que tiene que decir?

—No, Señoría —dijo, alargándole a la juez el sobre sellado—. Mi esposo nunca abandonaría a un niño, y mucho menos a uno propio. Y apoya con su cariño y su solidez a los trillizos. Estos resultados del laboratorio llegaron a casa justo antes de que saliésemos de casa. Demostrarán su inocencia.

—¿Paula? —preguntó él—. ¿Estás segura?

—Sin ninguna duda —dijo ella, mirándolo a los ojos y apretando con la suya la mano que él le apoyaba en el hombro.

Pedro  no lo podía creer. Ella le había entregado lo que podía resultar un elemento decisivo en el juicio por la custodia de sus hijos sin siquiera asegurarse de que él decía la verdad. A menos que tuviese completa fe en él, Quentin sabía que no lo habría hecho. Le demostraba arriesgando el bienestar de sus hijos que confiaba en él sin ninguna duda. El amor que  sentía por ella nunca había sido tan grande como en ese momento. Contuvo la respiración mientras la juez leía los resultados. Lo miró a él y luego a los Martínez.

—Esto confirma sin lugar a dudas que Pedro Alfonso no puede ser el padre de esos mellizos —dijo la juez, entrelazando los dedos y apoyando las manos sobre la mesa—. Con demasiada frecuencia veo a niños que nadie quiere. Los trillizos son afortunados de tener tanta gente que los quiera —dijo el juez, mirando a ambas parejas—. Pero todavía no hemos oído a los niños.

—Son poco más que unos bebés —se asombró Beatríz Martínez—. ¿Cómo pueden saber lo que quieren?

—Mi experiencia me dice que no se puede engañar a los niños. Quiero ver cómo se sienten ellos. Hágalos entrar, por favor —le dijo a Pedro.

—Entren, por favor —dijo este—. Solo los niños —aclaró.

Benjamín, que se hallaba en el otro extremo de la antesala, se dió la vuelta al oír su voz. Pedro se preparó para el impacto.

—Hola, señor Alf. Hace mucho rato que estamos aquí.

—Sí, campeón, pero creo que ya hemos terminado. Hay alguien que os quiere ver a todos —le dijo.

Dejó a Benja en el suelo y se inclinó para guiar a las niñas a que entraran en la sala del juez. Melina e Isabella  lo hicieron tímidamente y miraron a sus abuelos. Benja se había subido al regazo de Paula y le rodeaba el cuello con los brazos.

—Quiero irme a casa, mami. Contigo y el señor Alf.

—Se parece tanto a Francisco —susurró Beatríz.

—No es nuestro hijo, Bea —dijo Gerardo—. Francisco se ha ido y no está bien intentar recuperarlo a través de nuestros nietos.

Pedro miró a Beatríz Martínez  que pareció encogerse frente a sus ojos.

—Tienes razón. Oh, Paula, no puedo proseguir con esto —dijo, negando con la cabeza—. Los quiero demasiado como para separarlos de su madre.

—No necesita hacerlo —dijo Paula, tomándola de la mano—. Pueden verlos cuando quieran. Yo no intentaría separarlos de ustedes. Y creo con todo mi corazón que los necesitan a ustedes también, para ayudarlos a recordar las cosas buenas de su padre.

—Él tenía sus fallos. Nosotros no los corregimos y luego tú pagaste por ellos, Paula. Supongo que lo que queríamos era una posibilidad de corregirlos a través de sus hijos. Lo siento.

—Olvídelo. Nadie es perfecto. Pero somos una familia. Y es importante que todos les enseñemos y les mostremos sus raíces.

—Bien, supongo que no me necesitan más —dijo la juez—. Ojalá todos mis casos fuesen tan sencillos como este —añadió con una sonrisa—. Pueden usar la sala todo lo que quieran.

—Gracias, Señoría —dijo Pedro.

—Paula, lamento haberte hecho pasar por esto —dijo Gerardo, revolviéndole el pelo con la mano a Benja, que se había acercado a él para pedirle que lo volviese a llevar a pescar—. A usted también, señor Alfonso.

—Por favor, llámeme Pedro.

—Te lo agradezco, hijo. Queremos participar de la vida de nuestros nietos. Lo único que pedimos es verlos a menudo.

—Nos gustaría que lo hiciesen —intervino Paula—. Tendrían que verlos disfrazados para la fiesta de Halloween.

—Tengo una idea —dijo Pedro—. Mañana por la noche damos una fiesta en la casa. ¿Por qué no pasan el fin de semana con nosotros y así los pueden ver?

—Gracias. Es muy generoso de tu parte —dijo Gerardo, estrechándole la mano—. Nos causará mucha ilusión, ¿Verdad Bea?

—Sin duda —dijo su esposa.

Duda. Pedro pensó en esa palabra mientras miraba a Paula abrazar a la abuela de sus hijos. Deseaba estar con su esposa a solas. Tenían varias cosas importantes que hablar, como romper en trozos su acuerdo prematrimonial. Como convertir su fusión en matrimonio.

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