—Abajo, caballero —le dijo al niño, depositándolo en el suelo.
El corrió hacia su madre y juntos se acercaron para entregarle la cesta envuelta en papel celofán.
—Para tí—dijo Benja con orgullo—. Poque mami y yo volcamos.
—Gracias —dijo Pedro, recibiendo la cesta.
Sintió la fragancia de Paula y se dió cuenta de que le resultaría imposible olvidarse de su perfume. Al pensar en ello, sintió un sofoco y las manos le temblaron. ¿Se habría dado cuenta? La miró, pero ella estaba vigilando a Benja, que había perdido el interés en la cesta. Se había colado por debajo del escritorio y jugueteaba con el teclado del ordenador.
—Benja, no toques las cosas del señor Alf—le advirtió Paula a su hijo.
—Vale —dijo él y se detuvo. Un minuto.
—Tendría que haberlos dejado con Laura unos minutos más para poder traer la ofrenda de paz —dijo ella—. Pero están allí todo el día y no me gusta separarme de ellos nada más que lo estrictamente necesario.
—Me alegro de que no lo hayas hecho. Me gusta verlos. Y esto es fantástico — dijo Pedro mirando dentro de la cesta. Pero el papel no era lo bastante transparente para ver el contenido—. Pero no deberías haberte tomado la molestia.
—No ha sido ninguna molestia. Pero, ¿Te das cuenta de lo difícil que es encontrar regalo para un hombre que tiene más dinero que Dios?
Como siempre, sonó una alarma al oírla mencionar el dinero.
—Lo que importa es la intención —dijo automáticamente.
—Eso es una frase hecha, pero espero que lo digas de verdad —le respondió ella.
—Abe el degalo —dijo Benja—. Mami y yo lo embobimos. Mis hemanas y yo hicimos galletas.
—¿Cuándo encontraste el momento? —preguntó Pedro a la madre.
—Se despiertan al alba —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Las hicimos esta mañana antes de salir para el trabajo.
Pedro puso la cesta sobre la mesa y desató la cinta. Dentro encontró varias clases de galletas y magdalenas. En el centro había un sobre. Lo abrió y sacó un certificado de regalo del tinte local.
—Muy acertado —rió. Miró a Paula—. Gracias.
—De nada —dijo ella.
En cuanto abrieron la cesta, los niños perdieron el interés y se alejaron. Las niñas se sentaron a mirar las revistas de la mesa de una esquina. Benja se acercó nuevamente al ordenador y examinó las gafas que Pedro usaba para trabajar.
—No toquen nada —les advirtió Paula—. Deja las gafas del señor Alf, Benja.
Pedro miró a Paula. Estaba decididamente tensa. Esperaba que no fuese por haberle echado encima el café. ¿O habría algo más que la preocupaba?
—No pasa nada con los niños, Paula. Es lógico que quieran explorar —le dijo suavemente.
—Y también es lógico que yo pague por lo que rompan —dijo ella, recorriendo con la vista el despacho—. Y tú tienes un despacho maravilloso con todo tipo de cosas que romper.
—Gracias, creo.
Siguió su mirada. A él le gustaba y le agradaba que a ella también. Cubría el suelo una alfombra color verde musgo. El escritorio de roble macizo y el ordenador ocupaban el centro de la habitación. Un sofá de piel color tostado se apoyaba contra la pared de enfrente. Los adornos eran detalles que había coleccionado a través de los años, sin reparar en gastos.
—Pero todo aquí es frágil. Será mejor que me lleve a los niños antes de que te arrepientas de que nos hayamos dejado caer por aquí. «Dejar caer» es la palabra clave.
—No te vayas todavía —le dijo antes de poder evitarlo—. La alfombra es gruesa, las cosas botan en ella.
—Me alegro de ello, porque no tengo demasiado presupuesto para reparaciones —dijo ella tristemente—. Pero no tenemos problemas económicos —añadió con rapidez.
Pedro se preguntó si lo habría dicho para tranquilizarlo a él o a sí misma. Decidió cambiar de tema.
—¿Cómo van los negocios?
—Bien. Storkville es una comunidad maravillosa para una tienda para bebés. El crecimiento demográfico es constante, por lo tanto, a la tienda le va bien. Creo que se ha corrido la voz de que es un sitio maravilloso para criar niños —añadió, y el rostro se le ensombreció al decir—: Probablemente ese sea el motivo por el cual dejaron a los mellizos con Laura. Espero que encuentren a la persona que los ha abandonado.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo él, incómodo con el giro que había dado el tema.
—Tendría que haber un sitio especial en el infierno para alguien así. ¿Quién puede ser capaz de abandonar a un hijo? Estefanía y Santiago son tan adorables… Y pensar que yo estoy preocupada cada instante que no estoy con Meli, Isa y Benja.
¿Habría oído que el sheriff sospechaba que él era el padre de los mellizos? Le miró el rostro, intentando ver si lo había dicho en general o con segunda intención. De repente, una expresión de alarma le alteró las facciones mientras miraba donde estaban las niñas. Mirando por encima del hombro, vió que Isabella y Melina tocaban una campana de cristal que habían sacado de un estante.
Se preguntó si la limonada de la tía Gloria, que había tomado la noche anterior, sería culpable de que un solterón empedernido tuviese deseos de ocuparse de una familia ya formada. ¿Afectaría la bebida a aquellos que se habían pasado la vida esquivando a cazafortunas? ¿Sería Paula una cazafortunas? Su instinto le decía que no. Ella no le había hecho caso después de su primer encuentro. Tenía la sensación de que no estaría allí de no ser por el accidente de la noche anterior. Y, en realidad, había sido Ariel Knox quien lo había provocado.
Muy buenos capítulos!!! Muy linda historia!
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