—Dejen eso, niñas —dijo ella, con voz tensa—. Por favor, no toquen.
—Pero, mami —dijo Isabella.
—Es bonita —alegó su hermana—. Con la luz hace dojo y azul.
—Quiedo ved —dijo Benja, acercándose rápidamente a ellas.
—No, Benja —dijo Paula, dirigiéndose a donde se hallaba el trío—. No la toques.
—Quiedo ved —dijo él, agarrándola de un manotazo. Cuando se dirigió a la luz, el delicado mango dió contra el estante y se rompió. Sobresaltado, la dejó caer y la hizo añicos contra el pie de la vitrina.
—Oh —dijo Paula—. Oh, no.
Pedro intervino. Suavemente, alejó a los niños dejos cristales rotos.
—No toquen —les advirtió con calma—. Los trozos son filosos. Se pueden cortar. ¿Están bien?
Los niños asintieron, pero él los revisó rápidamente, aunque no vió nada de sangre, así que supuso que ninguno estaba herido. Benja lo miró con la expresión contrita que ya le estaba resultando extrañamente familiar.
—Perdón, señor Alf.
—Un accidente es un accidente, campeón —le respondió, inclinándose a recoger los trozos de cristal.
Cuando su mirada se encontró con la de Paula, se dió cuenta de que ella era más frágil aun que la campana. Tenía los grises ojos llenos de lágrimas.
—Apuesto a que vale más que lo que yo gasto en comida en un mes —dijo ella.
«Más o menos», pensó él. Pero, ¿Cómo sabía ella su valor? Si tenía un presupuesto limitado, ¿tendría idea de lo que costaba reponerla?
Ella se inclinó y tomó a Benja del brazo.
—Hijito, te dije que no tocaras las cosas del señor Alf. Se acabaron los dibujos animados después de comer —dijo severamente—. A la cama inmediatamente.
—No, mami —dijo el pequeño, haciendo un puchero y lanzándose a llorar.
Segundos más tarde, Isabella y Melina comenzaron a sollozar. Paula lo miró sin saber qué hacer.
—Lo siento. Te lo compensaré de alguna manera. Me pregunto cuántas galletas tendré que hacer. Ten tengo que… que irme.
—No llores, Paula —dijo Pedro, acercándose a ella y alargando una mano para reconfortarla.
—Por favor, no me toques —dijo ella, retrocediendo—. Creo que solo lograré controlarme lo suficiente para llegar a casa con los niños. Pero si eres amable conmigo, no estoy segura de lograr ni siquiera eso.
Él la tomó en sus brazos y sintió cómo el cuerpo se le sacudía. Oyó un sollozo antes de que ella se cubriese la boca con la mano.
—¿Mami? Mami, no llodes —dijo Benja, hundiendo el rostro en la pierna de su madre. Las niñas hicieron lo mismo.
Pedro se separó un instante del cuarteto y apretó el botón del intercomunicador.
—Daniela, necesito su ayuda.
—Inmediatamente.
Un segundo más tarde su puerta se abrió y la eficiente Daniela Powell entró. Aunque de corta estatura, estaba llena de energía.
—¿Qué necesita, Pedro?
—¿Qué sería necesario para lograr que los niños se fuesen a su despacho? —le preguntó.
—Comida —respondió ella, consultando su reloj—. Ya son más de las seis. Probablemente están cansados y hambrientos. No puedo meterlos en cama aquí, pero puedo pedir una pizza.
—¿Pizza? —dijo Benja, olvidándose instantáneamente de las lágrimas.
—A mí me gusta la pizza —dijo Melina, e Isabella asintió entusiasta con la cabeza.
—Habrá algo especial para usted estas Navidades, Daniela —dijo Pedro, agradecido.
—Siempre lo hay, jefe —respondió ella. Miró a los niños—. ¿Quieren ayudarme a pedir la pizza, chicos? —preguntó y los trillizos asintieron—. Vamos a mi despacho.
Los tres niños corrieron a la puerta.
—Su madre tiene que hablar con el señor Alfonso unos minutos mientras nosotros nos comemos la pizza —les dijo Daniela a los niños mientras se los llevaba—. ¿Les parece bien?
—¡Sí! —dijeron los tres al unísono antes de que se cerrase la puerta.
Pedro miró a Paula, que tenía la cara manchada de lágrimas y los ojos rojos, pero nunca había estado más hermosa que en ese momento. La volvió a tomar en sus brazos.
—Te… te advertí de que no me tocases.
—Quien no arriesga, no gana —dijo él, bromeando, pero con el corazón bailándole en el pecho. La sentía tan delicada, tan frágil en sus brazos, tan suave y cálida… maravillosa. No sabía cómo, pero estaba seguro de que no era su estilo romper a llorar como acababa de hacerlo. Sus lágrimas le habían mojado la pechera de la camisa azul que llevaba—. Nunca hay un chubasquero cuando se necesita.
—Otra vez, no —dijo Paula, intentando separarse de él.
—Era una broma, paula. Alegra esa cara. Tranquilízate. Estás tú sola para ocuparte de tres niños, tarea que resultaría más que suficiente para dos personas.
En vez de calmarla, sus palabras hicieron que ella tuviera un nuevo acceso de llanto. La abrazó, apretándola contra sí mientras le frotaba la espalda y le murmuraba palabras tranquilizadoras y reconfortantes.
—Creo que ya es hora de que me digas lo que te sucede —le dijo, cuando finalmente ella se calmó.
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