—De nada —dijo él y luego se dio la vuelta para entrar en el gran salón.
Paula y su futuro suegro esperaron el momento para entrar. Por primera vez, ella pudo observar la sala a través de la puerta. Estaba tan hermosa que le quitó el aliento. Decoraba el alto techo una moldura blanca, resaltando la sencillez de las paredes color gris perla. Había flores frescas por todos los lados, incluyendo dos grandes ramos a ambos lados de la chimenea, donde crepitaba un cálido fuego. Sobre la chimenea había un ramo también, flanqueado por dos candelabros de velas blancas. Parecía de cuento de hadas. El juez se colocó frente al fuego con Pedro a su izquierda. Los trillizos se hallaban junto a él y luego la señora Alfonso.
—Es su turno —dijo ella, mirando expectante.
—¿Lista? —preguntó Horacio, alargando su brazo.
—El que no arriesga, no gana —respondió ella, apoyando sus temblorosos dedos en él. Él le cubrió los dedos enfundados en el guante y les dio un suave apretón.
—No te preocupes, querida. Mi esposa tiene razón. Estás fantástica.
Ella sonrió, relajándose un poco, agradecida porque él intentara tranquilizarla. Horacio la llevó frente al juez.
—¿Quién entrega a esta mujer? —preguntó el juez.
—Mi esposa y yo —dijo Horacio, besando a Paula en la mejilla.
—Yo también —intervino Benja.
—Y yo —dijeron Melina e Isabella.
—Parece que es unánime —rió Pedro, al tomar su mano en la suya. Juntos se enfrentaron al juez.
—¿Hay alguien presente que tenga alguna objeción a que estas dos personas se unan en sagrado matrimonio?
A ella le pareció que Pedro se ponía tenso, pero se imaginó que sería su propia ansiedad, sumada a una imaginación hiperactiva.
—¿Es verdaderamente necesario que haga esa pregunta? —preguntó él, con voz tensa.
Estaría más nervioso de lo que ella pensaba.
—Hábito, muchacho —sonrió el juez—. ¿Quieren la ceremonia corta o la larga?
Paula miró a Pedro a los ojos.
—Corta —respondieron los dos al unísono, a lo que el juez asintió con la cabeza.
—Pedro, ¿Quieres tomar a esta mujer como tu legítima esposa, en la salud y en la enfermedad, para amar y cuidar hasta que la muerte os separe?
—Sí, quiero —respondió él, con clara y profunda voz.
—Sí, quiero —respondió Paula cuando le hizo la misma pregunta.
—¿Intercambiarán anillos?
—No —dijo Paula.
—Sí —le respondió Pedro a la vez.
Sorprendida, ella lo miró y luego vio como el señor Alfonso sacaba del bolsillo dos alianzas, una de ellas con diamantes, y las ponía sobre el libro. No se podía creer que él se hubiese acordado de ese detalle. Una pareja enamorada intercambiaría anillos, se dijo, dirigiéndole una mirada agradecida a Pedro. Cuando la alianza se deslizó por su dedo, a ella se le ocurrieron dos cosas: se casaba de veras y segundo, ¿Cómo había sabido el tamaño de su dedo? La alianza le quedaba como si hubiese sido hecha a medida. Al acabar esa parte de la ceremonia, se quedaron frente a frente, tomados de la mano. Parecía que ella era la única con preocupaciones, porque Pedro tenía aspecto de enormemente satisfecho.
—Permitanme que os presente a Paula y a Pedro Alfonso. Puedes besar a la novia, muchacho.
Pedro le deslizó la mano por la cintura y suavemente la acercó a sí. Con una mano la tomó de la mejilla y lentamente bajó la cabeza. Paula contuvo el aliento, esperando. La unión de sus labios fue cálida y maravillosa, dulce y suave. Pero fue la promesa que había en ella la que le aceleró el pulso. El beso pareció ser un anticipo de lo que podría ser… si ella lo dejase. Él la apretó más para profundizar el contacto. Paula le deslizó los brazos alrededor del fuerte cuello, hundiéndole los dedos en el suave cabello de la nuca. Con el corazón acelerado, abrió la boca cuando él le rozó los labios con la lengua. Con los cuerpos tan cercanos, ella sintió cómo la respiración de él se aceleraba cuando lo aceptó. Pedro encorvó los hombros para que ella se acurrucara en su pecho mientras le exploraba la boca profundamente. Luego Paula sintió que la tironeaban del vestido.
—¿Ya nos casamos, mami? —preguntó su hijo.
Las palabras disiparon la nube sensual que la envolvía como si le hubiesen puesto una inyección de adrenalina. Bajó los brazos y lanzó un suspiro de desilusión cuando Pedro hizo lo mismo.
—Sí, cielo. Estamos casados.
—¡Hurra! —dijo él.
—Felicidades —dijo la señora Ana, acercándose. Les dió un abrazo a cada uno—. Hay una cena fría preparada en el comedor— dijo.
—No se tendrían que haber molestado tanto —dijo Paula, sintiéndose culpable ante tanta generosidad—. Queríamos una ceremonia sencilla, señora Alfonso.
Ojalá esa fuese la ocasión felíz que ellos creían en vez del acto de desesperación que era en realidad.
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