Su uso del plural le dió un calorcillo interno, pero no se podía permitir que las emociones la dominasen como la última vez que se había casado. Nadie la podía acusar de no aprender de sus errores.
—Si eso sucede, podemos extender el acuerdo otros seis meses. Eso es lo más flexible que estoy dispuesta a ser.
Él asintió, pero se notaba por la expresión de su rostro que no estaba satisfecho con ello.
—¿Y el tercer punto?—preguntó.
—Quiero un acuerdo prematrimonial.
Él se enderezó, abandonando su postura relajada.
—No comprendo —dijo—, ya me has dicho que no tienes bienes. ¿Para qué quieres un contrato prematrimonial?
—Para proteger tus bienes —dijo ella con firmeza. Se aclaró la garganta—. No quiero nada de tí, salvo tu asistencia para conservar a mis hijos. Me dijiste que mi tarea consistiría en protegerte de las mujeres que solo ven tu dinero en vez de tus hermosos ojos azules.
—Paula, no quería decir que tú estuvieses tras mi dinero. Por si no recuerdas, fui yo quien propuso este matrimonio.
—Sin embargo, comenzaré por protegerte de mí misma. Me gustaría que tu equipo de abogados comenzase a trabajar en un acuerdo que ponga que no quiero nada de tí cuando nos separemos.
—Siempre he encontrado que los negocios requieren mucho tira y afloje, pero ninguna de tus condiciones es negociable.
—Lo siento —sonrió ella un poco avergonzada—, pero son muy importantes para mí. Y lo hago tanto por tí como por mí —añadió.
—Haré que mis abogados se pongan manos a la obra. Y también que preparen todos los papeles para la boda.
—De acuerdo.
—Ahora, yo también quiero poner una condición y no es negociable. Dios santo, justo cuando parecía que todo iba sobre ruedas. ¿Cuándo aprendería que cuando algo parecía demasiado bueno para ser verdad era que probablemente lo fuese?
—¿De qué se trata? —le preguntó Paula, preparándose para lo peor.
—Quiero que tú y los niños se muden a la casa de mi familia conmigo.
No se le había ocurrido pensar en ello. Por más que odiaba tomar decisiones apresuradas, no pudo encontrar nada en contra de irse a vivir a la propiedad de los Alfonso. Lo único que veía de negativo era tener que dejar de vivir en el lujo cuando se cumpliesen los seis meses.
—¿Algún motivo en especial? —preguntó después de un instante.
—Hay sitio más que suficiente para tí y los niños. Y es una tradición de los Alfonso vivir en la casa —sonrió, pero no fue su sonrisa habitual—. Además, creo que estar aislados en el rancho sería beneficioso. Por lo del juicio —añadió apresuradamente.
Ella no se imaginaba que diferencia podría suponer y se preguntó por qué él habría usado la palabra «aislados». Pero él le había aceptado cada una de sus condiciones. Era importante que pareciesen un matrimonio feliz. Con el servicio y su familia no estarían completamente solos. Teniendo todo eso en cuenta, parecía que ella y sus niños salían ganando. No le pareció que hubiese ningún motivo para oponerse a ello.
—De acuerdo.
—¿Qué te parece que nos casemos por la tarde? ¿Pasado mañana? —le preguntó él—. Mis abogados le pueden meter prisa a los papeles y haré que alguien te ayude con la mudanza.
Le pareció apresurado. Porque lo era, pensó con ironía. Pero él había dicho que cuanto antes, mejor. Y su razonamiento era eminentemente sensato.
—De acuerdo —dijo otra vez.
La cabeza le daba vueltas. ¿Cómo había sucedido todo? Cuarenta y ocho horas antes le había volcado el café encima. Y ahora se casaba con él. Cuando la aprehensión amenazó con hundirla, se forzó a recordar que era para su mutua ventaja. Casi se lo creía. Ella era la que salía ganando, pero estaba desesperada. Al menos esta vez iba al matrimonio con los ojos abiertos, con sus condiciones. Tenía el control de la situación, sí señor.
Pedro se encontraba en el gran salón de la casa solariega. Su madre se había ocupado de la decoración y, a pesar del poco tiempo de preaviso, estaba perfecta. Al pensar en que pronto Paula y él se encontrarían frente al juez de paz para convertirse en marido y mujer, su corazón latió más rápido, pero se tuvo que recordar que aunque el escenario no tenía ninguna falla, todo lo que había entre ellos dos distaba mucho de estar bien.
—¿Qué te parece? —le preguntó Ana Alfonso.
Pedro se dió la vuelta al oír a su madre.
—No te oí, mamá —le dijo, enderezándose la corbata de seda—. Gracias por todo lo que has preparado para esta noche. El salón está maravilloso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario