—Ya sé que dijo que no quería ver a nadie, Pedro. Pero ha estado de un humor de perros toda la mañana y aquí está la persona que le puede levantar el ánimo. Así que, diga lo que diga, la haré pasar.
—Pero… —la comunicación se cortó y Pedro se quedó perplejo. ¿Ella?
El corazón se le aceleró como si estuviese esperando los resultados de la bolsa después de una caída. Luego se abrió la puerta y Paula entró. Estaba pálida y le temblaban los labios. Pedro se puso de pie y dio la vuelta a la mesa.
—¿Qué puedo hacer por tí?
—Cásate conmigo —le dijo ella sin aliento. Algo había sucedido para que ella apareciese así, de golpe. Temblaba como una hoja.
—¿Quieres un café? —le preguntó, tomándola del brazo y llevándola hasta el sofá.
—No, gracias.
Sentado a su lado, Pedro hizo caso omiso al calor que le produjo el roce de su pierna enfundada en la media de nylon. Aquel no era el momento y ella le había dejado bien claro el día anterior que todavía no se había repuesto de la pérdida de su esposo. Solo pensarlo le produjo agobio.
—¿Qué te sucede? —le preguntó—. Ayer dejaste bien claro que no te querías volver a casar.
—He tenido tiempo para pensar en ello —dijo ella, encogiéndose de hombros.
También él. Se había dado cuenta de lo mucho que deseaba compartir su vida y la de sus hijos después de que ella lo rechazase. Ello le hizo recordar sus palabras de despedida.
—¿Y el amor? —le preguntó, con el corazón latiéndole desenfrenado en el pecho.
—Esa es la razón por la que me encuentro aquí.
—¿Dices que me amas? —preguntó Pedro con escepticismo.
—En palabras de alguien que respeto —dijo ella con suave firmeza, mirándolo directamente a los ojos con los suyos grises—, este no es momento para fiorituras ni declaraciones románticas.
La palabra «respeto» le sentó a cuerno quemado. Como si él hubiese sido su hermano, cuando lo que deseaba era que se enamorase de él. Estaba seguro de que ella era diferente, que el dinero no era lo más importante.
—No comprendo —dijo, negando con la cabeza—. Si el amor sería tu única razón para contraer matrimonio, ¿Por qué estás aquí?
—Amo a mis niños —dijo ella simplemente.
Por supuesto. Era por los niños. Tendría que haberlo sabido inmediatamente. Pero de algún modo su capacidad mental se veía disminuida cuando se hallaba junto a Paula. Le hacía subir tanto la temperatura que en cualquier momento tendría un corto circuito en cada una de las células del cerebro.
—Mira, Pedro—dijo ella, sacando un sobre del bolsillo y abriéndolo para darle la citación.
Él leyó rápidamente de qué trataba y luego le miró los ojos preocupados mientras alargaba la mano para darle un apretón en los dedos para tranquilizarla.
—Pedro, necesito tu ayuda. Me temo que sin ella perderé a mis hijos. Te ruego que me permitas reconsiderar tu propuesta.
No importaba que ella hubiese recurrido a él porque estaba desesperada por conservar a sus hijos. No importaba que una esposa e hijos ayudaría a controlar el daño que sufriría si salía a la luz la sospecha de que él fuese el padre de los mellizos.
—La oferta sigue en pie —dijo, intentando parecer tranquilo.
—Bien.
Paula se sintió que le quitaban un gran peso de encima. Dió un gran suspiro. Ni se había dado cuenta de que contenía la respiración. Era un tremendo alivio saber que ya no se encontraba sola. La perspectiva de tener en quien apoyarse resultaba tremendamente atractiva. Y el hecho de que fuese Pedro era todavía mejor. Contrólate, se dijo. Hoy, gratitud. Mañana, ¿Amor? Sería fácil enamorarse. Mejor dicho, sería fácil enamorarse si ella no hubiese perdido esa habilidad para siempre. Pero no vendría mal que tomase unas medidas preventivas, y tenía algunos puntos que clarificar.
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