martes, 7 de marzo de 2017

Protegerte: Capítulo 7

—Si es inocente, Pedro, no tiene de qué preocuparse. ¿Por qué no toma las medidas necesarias para que no quede ninguna duda? Es la única forma de estar seguros.

Tenía razón.

—Llamaré a un laboratorio y pediré hora.

—Bien —dijo el sheriff, poniéndose de pie. Se dirigió a la puerta y comenzó a girar el picaporte—. Pedro, quiero que sepa que estoy haciendo esta investigación de la forma más discreta posible.

—Gracias, Alberto.

—No lo hago por usted. No quiero que la publicidad se entrometa en este caso. Aunque sea lo último que haga en mi vida, estoy decidido a averiguar de quién son esos niños —dijo con enfado y algo de pena antes de irse.

Era muy probable que el sheriff creyese que él había abandonado a esos bebés. Si alguna vez tenía la suerte de tener niños, de ningún modo les daría la espalda. Sin embargo, gracias a Dios que había hecho su donación a la guardería de Laura de forma anónima. Esa información, sumada al sonajero, probablemente convencería al letrado de Storkville, sin ninguna duda, de que él era culpable.

Le daba igual lo que pensase Alberto Malone, pero si llegaba a oídos de Paula lo que se sospechaba de él, ¿Qué pensaría? Nada bueno, se imaginaba. Y se daba cuenta de que quería su opinión favorable. Levantó el auricular. Una prueba de ADN lo más rápido posible. Horas más tarde,  miró por la ventana de su despacho. El día había comenzado con una visita del sheriff y había ido de mal en peor. Se alegraba de que se estuviese acabando. Miró las luces de las tiendas de la calle mayor. Casi podía ver el cartel de Baberos y Botines desde allí. Una visión le llenó la mente: cabello caoba, ojos grises, labios llenos. Paula. Un nombre hermoso para la hermosa mujer que había intentado olvidar desde la primera vez que se vieron.

—Misión imposible —dijo, contrito.

Desde su encuentro la noche anterior, no podía dejar de pensar en ella. Y no solo porque ella lo había bautizado con el contenido de su taza de café. Había pasado una noche inquieta soñando que le hundía la mano en el cabello, la besaba hasta que ambos ardían. Sonó el intercomunicador, sobresaltándolo. Giró la silla hacia la mesa y respondió.

—¿Sí, Daniela?

—Tiene visita.

No esperaba a nadie. El día seguía igual de malo. Lanzó un gemido. Ojalá que no fuese el sheriff Malone nuevamente. Ya que él no era el padre de los bebés, ¿De qué más querría hablar? El estómago se le hizo un nudo al recordar su secreto. ¿Habría descubierto Alberto que él era el anónimo benefactor de la guardería?

—¿Quién es? —preguntó, temiendo la respuesta.

—Una señora con tres niños adorables —respondió Daniela, risueña.

Paula y sus niños. Durante todo el día había intentado recuperar el buen humor sin éxito, y ahora se encontraba tan excitado como un niño con zapatos nuevos.

—Que pasen.

 Un momento más tarde, se abrió la puerta de su despacho y Benjamín entró corriendo. Pedro  se puso delante de la mesa, preparándose para el choque. Se inclinó y levantó al pequeño en sus brazos.

—Hola, Benja.

—Hola, señor Alf.

Se sonrieron. Luego vió a Paula, de pie en la entrada, con Melina e Isabella. Disfrutó de su imagen como la tierra lo hace con la primera lluvia después de una larga sequía. Apenas si podía respirar. Cada vez que la veía estaba más hermosa. La miró con más detenimiento y se dio cuenta de que sus ojos carecían de su brillo especial. Ella sonrió, pero con la sonrisa que usaba para los clientes al acabar un día particularmente largo. Parecía cansada o tensa. O ambas cosas.

—Hola, Paula—dijo. Luego se dirigió a las dos niñas que se agarraban a las piernas de su madre—. Hola, Isabella, hola, Melina. Gracias por venir a verme.

Tímidamente, las niñas escondieron el rostro en el vestido de su madre, pero de tal modo que podían espiarlo.

—Recuerdas sus nombres —dijo Paula. Esta vez su sonrisa era genuina y los ojos se le iluminaron.

—Por supuesto —dijo, intentando parecer natural a pesar de estar bailando internamente una danza de triunfo por haberle causado una alegría—. Aunque son tan parecidas que si me pidieses que llamase a cada una por su nombre, sería incapaz de distinguirlas.

—Cuando nacieron —rió ella—, me dí cuenta de que eso sería un problema, así que opté por hacer una pequeña trampa. Meli tiene una pequeña marca de nacimiento, un lunarcito, junto al labio. M de Melina y de «marca».

—Qué madre más inteligente —dijo él.

—Gracias. Se hace lo que se puede —dijo ella, y la tensión de su voz lo hizo pensar que había algo más que ella no decía—. Pero no he venido para sorprenderte con mis habilidades como madre.

Se dió cuenta de que Paula llevaba una cesta en las manos y recordó su promesa de compensación por haberle echado el café encima. Quería decirle que le podía echar encima todo lo que quisiese si ello significaba que pasaría más tiempo con ella. Se dió cuenta de cuánto lo deseaba.

—¿Con qué has venido a sorprenderme, entonces? —le preguntó.

—Si dejas a mi hijo en el suelo, te lo diremos.

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