sábado, 4 de marzo de 2017

Protegerte: Capítulo 2

—Para mí, sí. Nunca sería tan irresponsable —dijo él y al mirarla a los ojos se dió cuenta de que ella apenas le llegaba a la barbilla. Él medía un metro ochenta, por lo que ella era pequeña, realmente pequeña.

—¿No ha oído nunca el dicho: «Zapatero a tus zapatos»?

—Sí.

—Bien, entonces cuando tenga trillizos, volveremos a hablar —dijo ella, volviendo a tomar a las dos llorosas niñas de la mano—. Por si le interesa saberlo, cada uno de los niños podía elegir una sola cosa.

Mientras estaba pagando, Benjamín agarró lo suyo y lo de sus hermanas y salió corriendo sin que me diese cuenta.

—Comprendo —dijo él.  Lo que no comprendía era dónde encajaba el marido de ella en todo aquello. ¿Por qué no estaba allí para ayudarla a dominar a tres niños pequeños?—. No pretendía juzgar. Tiene razón. No tengo ni idea de cómo ocuparme de un niño, así que mucho menos tres de la misma edad. Perdón.

—Disculpas aceptadas —dijo ella.  Cuando miró a su hijo, su enfado se esfumó y una expresión totalmente distinta se le reflejó en el rostro, una expresión que era una mezcla de exasperación y ternura—. Te has metido en un buen lío, chico. Nunca, nunca salgas corriendo de esa forma —le repitió.

—Quedía un blobo —le respondió el niño, con una mueca de obcecación en los labios.

—Ya sé que querías un globo. Pero no siempre se puede tener lo que se quiere, especialmente cuando todo tiene que salir del mismo bolsillo.

De repente, ella se dió cuenta exactamente de lo que había sucedido. Miró las manos vacías y pringosas de su hijo, luego el charco de helado derretido mezclado con algodón de azúcar alrededor de los elegantes zapatos italianos, y finalmente la pernera del pantalón con el churrete de dulce. Se quedó boquiabierta.

—Dios santo —dijo, cuando logró recuperar el habla—, dígame que mi hijo no ha hecho eso.

—No se preocupe, ha sido un accidente.

—Oh, Benja, pídele perdón al señor Alfonso.

—Perdón, señor Alf —dijo el niño, levantando la mirada hacia él.

—No pasa nada, chico —dijo él, despeinándolo con la mano.

—Se llama señor Alfonso —corrigió ella a su hijo.

—Es un poco largo —dijo él—. Con Alf es suficiente.

 —No sé qué decir, no sabe cuánto lo lamento, señor Al…

—Por favor, tutéame. Llámame Pedro.

—De acuerdo, Pedro—dijo ella—. Insisto en que me permitas pagar por la limpieza de los pantalones.

—Un poco difícil. No quedaría nada bien que me quitase los pantalones en medio de la calle principal del pueblo, frente a todo el mundo.

Ella se ruborizó y su expresión le llegó directo al corazón, dejándolo sin defensas. Culpa de ello la tenía su dulce sonrisa con labios llenos y sensuales y rizos que le rodeaban el rostro incitándolo a hundirle la mano en el cabello mientras la besaba hasta dejarla sin sentido. Sintió que un rayo lo atravesaba por segunda vez en cinco minutos.

—No —dijo ella, negando con la cabeza—. Te agradecería que no te quitases los pantalones aquí. No sería correcto.

—Estoy de acuerdo contigo —sonrió él. Sintió que su sonrisa era demasiado amplia, pero quizás lo ayudaría a disimular el efecto que ella había tenido en él.

—Pero insisto en que me envíes la cuenta del tinte.

—No es necesario.

—¿Cómo puedo pagar este desastre? —le preguntó ella.

—Respondiendo a una pregunta.

—De acuerdo.

—¿Dónde trabajas?

—Dirijo una tienda. Se llama Baberos y Botines.

 —Ah, eso explica el que no te haya visto antes.

—¿Quieres decir que nunca has caminado por nuestros pasillos de sonrisas que contienen canastillas, cunas y pañales?

—Pues, no —dijo él, sin poder evitar reír con ella. Luego le preguntó—: ¿Y dónde trabaja el señor Martínez?

Sintió ganas de darse de bofetadas cuando vió la triste expresión que le borró a ella la sonrisa.

—No hay un señor Martínez. Ha fallecido.

—Lo siento —dijo automáticamente.

Lo cierto era que no sentía que ella no tuviese esposo. Ya que la leyenda de Storkville parecía haberla tocado a larga distancia, ¿Habría sido el amor por su marido «ilimitado»? Esperaba que no. En cuanto lo pensó, se avergonzó de haberlo hecho. ¿Qué le pasaba? No sabía qué decir para que el incómodo momento pasase.

—Tienes suerte de tener a los niños —fue lo único que se le ocurrió decir.

 —¡Y que lo digas! Y nadie me los va a quitar —añadió enfáticamente.

 —¿Por qué iban a querer quitártelos? —preguntó él, intrigado.

—Mejor sería decir: ¿Quién iba a quererlos? —le espetó ella—. Son exigentes, activos, ruidosos. Hacen todo multiplicado por tres —asintió ella con la cabeza—. Pero Melina, Isabella y Benjamín son mi vida.

—Te envidio. Mi vida es los negocios y no resulta en absoluto tan emocionante como tus niños.

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