Una semana después de la boda, Paula entró con los trillizos a la imponente casa por la puerta de la cocina.
—El invierno llega temprano este año —se dijo, frotándose las heladas manos para que recuperasen el calor.
Era una cocina amplia y cálida, como toda la casa de los Alfonso. Con baldosas color beige, tenía en el centro una isla con todos los electrodomésticos. Una nevera que parecía tan grande como su antiguo apartamento ocupaba una pared, junto a una cocina último modelo, empotrada en una encimera de granito color verde y abundantes armarios. Las niñas se sentaron en el suelo.
—Cansada, mami —dijo Isabella.
—Yo también, mami —añadió Melina.
—Quiedo ver al señor Alf —dijo Benjamín, y salió corriendo de la habitación.
Paula no tenía energías para correr tras él. Otra vez había hecho horas extra. «Yo también estoy cansada y hambrienta», pensó. A diferencia de sus niños, no se podía sentar en el suelo y anunciarlo a los cuatro vientos, aunque lo desease desesperadamente. Cuando se dió cuenta de que se le haría tarde, había llamado a Ana para comunicarle que no la esperasen a cenar. Y la cocina limpia como una patena era prueba de que le habían hecho caso.
Pedro entró con Benja en brazos. Su hijo le rodeaba el cuello con el brazo. A Paula se le detuvo el corazón al verlos juntos. Benja estaba contento como un niño con zapatos nuevos. Su esposo se acercó a ella y la besó suavemente en los labios, luego la rodeó con un brazo, estrechándola contra su costado. Sintió una confusa mezcla de, por un lado, calor que la recorría, haciéndola desear más, y, por otro, la pregunta de por qué él habría hecho ese gesto íntimo de esposo. Obtuvo su respuesta cuando Ana y Horacio lo siguieron. Estaba actuando como un marido feliz frente a sus padres.
—Hola —dijo Paula, elevando los ojos hacia él. Luego miró a sus padres—. Lamento haber llegado tan tarde. Faltan solo dos semanas para Halloween y Navidad está a la vuelta de la esquina. Mi trabajo consiste en asegurarme de que tengamos suficiente mercancía para vender.
—Al menos tu excusa es mejor que la de Pepe —dijo Ana—. O, mejor dicho, las excusas que nos daba antes de casarse contigo. Porque desde que te casaste con mi hijo, ha venido a cenar todas las noches.
—¿De veras? —preguntó, mirándolo. ¿Sería por ella?, se preguntó, sin poder detener el calorcillo que comenzó a extenderse por su cuerpo.
—Lo cierto es que cuando descubrió los ordenadores, me dí cuenta de que había encontrado compañía. Pero luego comencé a preocuparme cuando pasaba tanto tiempo en la oficina. Hasta me pregunté si no tendría un ménage á trois con el ordenador y el fax.
—¡Qué exagerada, mamá! —rió Pedro.
Paula rió también, pero se preguntaba si él se habría sentido tan solo como ella. ¿Iría temprano para cubrir las apariencias o porque quería estar con ella y los niños?
—Me alegro de que no me hayan esperado —dijo, mirando a su alrededor—. Laura les dió de comer a los niños en la guardería. ¡Es una madraza!
—Es verdad —dijo Ana—. Y cómo se dedica a esos pobres mellizos abandonados.
—¿Y tú, cómo lo sabes? —le preguntó su esposo.
—Pasé a comer algo por el restaurante y Patricia Lipton le decía a Vicente y María Feeny que Laura y Pablo quieren quedárselos de forma permanente.
—Al menos, quien sea que los abandonó, los quería lo suficiente para dejarlos con Laura. Pero, si quieren saber mi opinión, se merece algo peor que el infierno.
El brazo con que Pedro la seguía abrazando se tensó un instante y ella lo miró. Tenía en el rostro una expresión extraña de culpabilidad que intrigó a Paula.
—Es verdad. No sé que hubiese hecho hoy sin su ayuda —dijo.
—Por eso me alegro de que Pedro hiciese su generosa donación para que la guardería pudiese ponerse en marcha —dijo Ana, sonriendo orgullosa a su hijo.
—¡Mamá!
—¿Tú eres el misterioso benefactor de Baby Care? —preguntó Paula, estupefacta.
—Se supone que era una donación anónima, mamá.
—¿Qué pasa? —preguntó Ana—. Pensé que Paula lo sabía.
—¿Y tú, cómo te has enterado?
—Compartimos el mismo contable, hijito. Por Dios, parece que quisieses esconder algo.
—¿Qué iba a esconder? —preguntó él.
El tono de su pregunta y el gesto amargo de su boca parecían tan exagerados dadas las circunstancias que Paula se preguntó qué sucedería.
—Ha sido una buena obra —le dijo—. Te admiro por ello.
—Si los medios se enteran, quién sabe lo que se inventarán —dijo él—. Además, no quería que se hiciese ninguna bambolla al respecto.
—No te preocupes, hijo, que te guardaremos el secreto. En cuanto ahora, pensábamos llevaros a todos a comer.
—Se lo agradezco —les dijo Paula con cariño—, pero podríais haber comido. Como les dije, los niños ya han cenado. Y es tan tarde que ya tendrían que estar en la cama. Todavía tengo que bañarlos. Y yo comeré un sándwich.
—Vayan ustedes—les dijo Pedro—, yo ayudaré a Paula y me aseguraré de que coma algo.
—¿De veras? —titubeó Ana.
—Pasenla bien —dijo Paula—. Abríguense, que hace frío. La tía Gloria dice que el invierno viene pronto este año.
—Sí —dijo Pedro con ironía—, como para confiar en una mujer que dice que su limonada provoca el embarazo.
—No lo escuchen —se burló Paula—. Y no se preocupen, que ya lo mantendré a raya yo.
—Gracias, querida. Eres la mujer indicada para hacerlo —dijo Ana antes de que Pedro cerrara la puerta tras ellos.
Paula tuvo deseos de decirle que estaba equivocada, que el suyo era nada más que un acuerdo de negocios, a pesar de que los últimos siete días la hacían desear que fuese lo contrario. Todas las tardes, desde que se casaron, Pedro había jugado a las muñecas con las niñas, luchado con Benja y se le habían arrugado las manos como pasas de tanto baño nocturno. Y después les había leído cuentos hasta hartarse. Había sido maravilloso. Se preguntó si sería una actuación o si de veras querría sentar cabeza, como decía su madre. ¿Sería ese solícito el Pedro de verdad? ¿Duraría? A juzgar por la experiencia de su anterior matrimonio, la respuesta era no.
Muy lindos capítulos! Ojalá Pedro se anime a avanzar, no creo que Paula lo rechace
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