—Estás en buena forma después del partidazo que has jugado hoy.
Benja, de nuevo, no dijo nada. Poco después, Pedro se colocó las manos sobre la boca a modo de bocina:
—¡Leandro!
Un pájaro se coló entre las ramas de un árbol cercano. Pedro volvió a gritar... Y entonces oyó algo.
—Benja, ¿Has oído eso?
—Sí, justo delante de nosotros.
—Ahí es donde está la cueva de la que te he hablado. Vamos.
Pedro empezó a correr y el chico lo siguió, pisándole los talones. Delante de la cueva había un matorral, pero vió un par de ramas rotas.
—¡Leandro!
—Aquí... cerca de la cueva —oyeron una voz.
Entonces lo vió. Estaba tumbado en el suelo, pálido, con una pierna colocada en una posición que no dejaba lugar a dudas: estaba rota.
—¿Qué ha pasado?
—Me he caído —contestó Leandro—. Creo que me he roto la pierna.
—Dale un poco de agua, Benja—dijo Pedro, pensando a toda velocidad—. Sé que le he prometido a tu madre que no me separaría de tí, pero ¿Te quedarías con Leandro mientras yo voy a buscar ayuda?
—Sí, claro. Mi madre me ha guardado unas galletas en el bolsillo. ¿Quieres una, tío Leandro?
—No te habrá puesto una cerveza, ¿Verdad?
—Soy menor de edad, no puedo beber alcohol— sonrió el chico.
Deseando que algún día su hijo le sonriera así, Pedro anunció:
—Volveré en cuanto pueda, pero tardaré al menos una hora. La ambulancia no puede llegar hasta aquí.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Leandro.
—Venía por aquí de niño y siempre veía algún ciervo.
—Gracias, amigo —suspiró él.
Dos horas después, un equipo médico llegaba a la zona. Benja se había quedado dormido, con la cabeza apoyada en el pecho de su tío. Pedro se detuvo, con el corazón encogido.
—Pensé que saldrías corriendo antes de hacer frente a tus obligaciones como padre —dijo Leandro en voz baja—. Pero me había equivocado.
—Gracias.
—¿Recuerda que me dijiste que debería preguntarle a Paula por qué te fuiste de Cranberry Cove? Se lo pregunté y me dijo que me metiera en mis asuntos.
Pedro soltó una carcajada.
—Así es tu hermana.
—El chico merece la pena. Es un chaval estupendo.
—Lo sé.
A pesar de los analgésicos, Leandro debió sufrir mucho. Benja caminaba al lado de la camilla, apretando la mano de su tío, que intentaba disimular. Cuando llegaron al claro del bosque, Paula corrió hacia ellos.
—Lean, ¿Cómo estás? Qué susto nos has dado.
—Me resbalé con el musgo. Creo que me he roto la pierna.
—Serás idiota. Si no hubiera sido por Pedro, aún seguirías ahí tirado. Oh, Lean, qué alegría... ¡No vuelvas a hacerme esto en tu vida!
Paula apoyó la cara en el pecho de su hermano, sollozando.
—No llores, tonta.
—¡No estoy llorando! —gritó ella, abrazando a Pedro—. ¿Cómo puedo agradecértelo? He pasado un miedo horrible...
—Me alegro de haber podido echar una mano.
—Benja, ¿Estás bien? —preguntó Paula entonces, apartándose.
—Sí, mamá. Estoy bien.
—Hay una ambulancia esperando en la carretera. Pedro, ¿Te importaría quedarte con Benja mientras yo voy al hospital con mi hermano?
—Puedo ir a casa del tío Diego—dijo el chico.
—Aún no ha vuelto, hijo... Ah, aquí llega el doctor McGillivray.
El hombre había engordado un poco en aquellos años y tenía muchas canas, pero sus cejas seguían tan pobladas como antes.
—Hola, doctor —lo saludó Pedro.
El médico, que estaba mirando a Leandro, giró la cabeza.
—Pedro Alfonso. No sabía que anduvieras por aquí.
—Pues debe ser el único —bromeó él.
Pero le sorprendió algo: la expresión del doctor McGillivray al verlo había sido... ¿De culpabilidad? Pero, ¿Por qué?
—¿Dónde te habías metido, Leandro? Está todo el pueblo despierto por tu culpa.
Mientras el médico le ponía una inyección para calmar el dolor, Paula se acercó a Pedro.
—Gracias, gracias. Pensar que mi hermano podría haber estado tirado en medio del campo toda la noche...
—De nada, tonta.
Ella siguió a la camilla hasta la ambulancia. La gratitud estaba bien, pensó Pedro. Pero él quería mucho más que gratitud de Paula Chaves. ¿Qué quería exactamente?
Paula, acompañada de Diego y Gonzalo, volvió a casa alrededor de las tres de la mañana. Leandro tenía rota la tibia y debía quedarse unos días en el hospital. Benja estaba ya en la cama. Se había ido a su habitación nada más entrar en casa, sin decir una palabra. Pero Pedro se guardó eso para sí mismo. Después de recibir el agradecimiento de los Chaves, decidió volver al hotel.
Al día siguiente, se levantó temprano e hizo varias llamadas. A las diez, entraba en la tienda de artesanía. La ayudante de Paula, una chica llamada Macarena, sonrió, conspiradora.
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